En
los sesenta, los Contemporáneos constituían una leyenda colocada en
espacios del poder. Elías Nandino, mientras, era “el doctor” que, en
1967, le decía a Salvador Novo, contemporáneo exitoso, que no se
olvidara de David n. Arce, muerto en la soledad y el anonimato. Don
Salvador respondió con una de sus habituales cartas a la revista Hoy,
aceptando nostálgicamente que David n. Arce le abrió las puertas de
la otrora Noble y Leal Ciudad de Méjico-Temixtitán, de la cual, para
ese momento, ya era su Cronista oficial, aunque diazordazesco. De
pronto, en la susodicha carta, el doctor Elías se transforma en
Nandino, pese a toda la formalidad y la parafernalia del poder.
De un lado, el médico daba
consultas y hacía cirugías en el Hospital de Jesús, legado, esperanza y
fe del sifilítico Hernán Cortés; de otro, entre operación y operación,
escribía poemas; hacía nuevo el México Viejo. Es posible leer, por
ejemplo, en Décimas a mi muerte de 1950, lo siguiente: “Quiera
o no, debo pensarte,/ muerte, mi muerte que avanzas/ unida a mis
esperanzas/ de no querer encontrarte.” Nandino, gitano entre paredes
cortesianas, poetizaba su es-pera ejerciendo la profesión lejos de los
banquetes, las luces de la fama y, en fin, del bombo y el platillo.
“Afirmo con orgullo –dirá años después– que toda mi poesía ha dimanado
de la verdad de mis vivencias y no de invenciones, farsas y pretextos.
Cada éxito médico o quirúrgico aumentaba mi torrente de vida y cada
fracaso me mataba un poco.”
No era mercenario de la
poesía ni, mucho menos, ofrecía la metáfora al mejor postor, a cambio
de aplausos, premios, membresías académicas o nomenclaturas callejeras.
En este sentido, sus poemas son de quirófano, de consultorio y de
habitación. Escribía su vida con el bisturí de la rima; operaba sus
vivencias con la pluma del cirujano, simplemente para ser en la poesía.
En el Diorama de la Cultura, correspondiente al 8 de agosto
de 1982, podemos leer que Elías Nandino le dice a Juan Cervera: “Mi
poesía soy yo y yo soy mi poesía.”
La poesía le permitía ser,
cuando se enfrentaba como médico, al no ser de la enfermedad y la
muerte. Al cultivarla y cultivarse en ella, se devolvía el sosiego que
el ejercicio de su profesión le negaba al atender a un paciente sin
posible cura. A diferencia de Xavier Villaurrutia, la nostalgia de
muerte no le viene desde sí mismo, sino desde el otro. Es la muerte del
otro la que lo enferma con su propia muerte. Su nostalgia es, más
bien, porque “carga al muertito”, como solemos decir en México. “Sobre
una cruz azul de lejanía –canta Nandino en el séptimo de sus Sonetos,
compuestos entre 1937 y 1939– con los brazos en cruz va mi suspiro,/
para poder mirar lo que no miro/ con mis ojos nublados de agonía./
Muerte sin fin que sufre el alma mía/ esparcida en un cielo de zafiro,/
para llegar al mundo en que deliro/ y hacerte renacer de cada día./ La
distancia es milagro de contacto/ donde alcanzo las formas in-coloras/
que arrancan las palabras de mi tacto./ Y brotas del silencio de mis
horas,/y sin tener tus ojos, es exacto/ que por mis ojos en mis ojos
lloras.” Cuando la muerte se le cuela por los ojos, la conjura con
poesía.
Por lo mismo, a diferencia
de José Gorostiza, Nandino no filosofó sobre la muerte, desde la
poesía. Le resultaba más contundente un cuerpo abierto para operar que
un vaso medio lleno, o vacío, puesto en escritorio burocrático. Un vaso
que, por cierto, no es difícil imaginar junto a una taza de café para
aromar la conversación matutina, previa a las labores habituales. Y es
que no sabe igual un café por la mañana que por la noche, durante el
desvelo, durante la guardia, en que posiblemente lo bebía Nandino. En
aquél, palpita el ocio y su regusto; en éste, la muerte acecha a cada
momento.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/02/sem-leonardo.html
Imagen :
Roberto Montenegro, Retrato de Elías Nandino, circa 1950
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