Tal vez una mano apoyada en la cintura de uno de
los dos en la pareja, la otra en la base tierna de la nuca, o un brazo
alrededor del cuello; las cabezas suavemente inclinadas hacia lados
opuestos para abrir el ángulo de encuentro, y en la intuición del sabor
por gracia del aroma, los labios que al tocarse involucran todo el
rostro, que en ese instante es todo el cuerpo. Una arquitectura
muscular de treinta músculos movidos por las ramas del nervio facial y
su fronda poderosa, cuya sensibilidad fluye por los cauces del
trigémino, filigrana sutil que se vierte en la memoria y la dilata, y
la sangre para entonces ya mucho más alerta por las rutas de la arteria
facial y la venillas que suavizan, hinchan y sonrojan la pulpa de los
labios. Todo cerca y todo al borde del vacío: las bocas que al unirse
dibujan el ocho horizontal del infinito, ése que las lenguas atan y
desatan a su antojo en una danza que es encuentro y extravío: del beso
primigenio del Homo sapiens (entre 10 y 40 mil años de
antigüedad) que –se dice– alimentaba boca a boca a sus vástagos
pequeños, a la vertiginosa variedad de modos y motivos que en el mundo
han sido, son y serán en el recinto de la boca. “Toco tu boca, con un
dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi
mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera”, dice Cortázar.
Ese espacio líquido y carnoso, cima y hondura, por donde también fluye
la sed, el aliento, el hambre y la palabra. Y el agua, la muerte, el
alimento y el silencio. Sólo por la boca los amantes mutuamente se
penetran, y así descifran y contagian su deseo en una alianza que
parece cancelar la otra eternidad que espera: “Dame mil besos, luego
cien, después otros mil, y por segunda vez ciento, luego hasta otros
mil, y otros ciento después. Y cuando sumemos ya muchos miles, los
borraremos para olvidarnos de su número”, le dice a Lesbia el ávido
Catulo hace más de 2 mil años que entonces son apenas un suspiro. O,
entre tantos, sólo y rigurosamente uno, el último, “en el crítico
umbral del cementerio/ como perfume y pan y tósigo y cauterio”, que
pide Ramón López Velarde en el otro extremo de ese número
afortunadamente incierto que se pierde. La boca, nicho y cúspide del sí
o el no de las almas en su cuerpo, para poblar el mundo, y zona del
beso ritual de la conspiratio, donde el aliento humano al
compartirse inaugura un ámbito divino, junto al otro, el que canta
Miguel Hernández, donde el beso es la medida de la condición humana a
la altura de los ojos: “Beso soy, sombra por sombra/ Beso, dolor con
dolor,/ por haberme enamorado,/ corazón sin corazón, /de las cosas, del
aliento/ sin sombra de la creación.” Tantos... Y uno solo todos juntos
madurando en la comisura de los labios, que son la comisura del
espíritu, para los ojos, las plantas de los pies de un recién nacido,
las palmas de las manos de un anciano, y el primero siempre, el que
medita el poeta poco antes de su muerte: “Rasguña tu primer beso, como
tu primer poema. Y son estas dos rudezas que si coinciden y hacen luna
nueva, se puede reescribir desde el principio la historia del mundo.”
(Odysseas Elytis.)
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/23/sem-francisco.html
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/23/sem-francisco.html
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