Cultura : Pequeños originales perdidos. Por Enrique López Aguilar.
Uno
regala objetos y es regalado con objetos: dibujos, poemas, papeles,
cacharritos… El destinatario puede ser uno de los padres, la tía monja,
el hermano más deshermanado, un amigo, la intensa novia de un fugaz
momento, el alumno más brillante de la generación; el remitente puede
ser nuestra hija, el mejor amigo, un profesor admiradísimo. ¿Cuál es el
destino de todos esos regalos? Muchas veces, la bolsa de basura; otras,
la devolución al remitente por muerte del destinatario; otras, la
devolución a la familia del remitente por muerte del destinatario y del
remitente; otras, el carrito del ropavejero; otras, la bodega en el
sótano; algunas, la presencia del objeto en casa de quien lo recibió.
(No falta en cada familia
algún espíritu emprendedor –en el sentido que a esa palabra daban el
Cura y el Barbero–, inspirado para alentar pequeñas purgas donde
fenezcan fotos –preferentemente, las del cónyuge y su familia–, así
como objetos y pequeños tesoros; a veces, el emprendedor inicia la
devastación de su propia memoria con un holocausto prematuro por el que
entrega al fuego todo recuerdo de su paso por la Tierra; otras, enajena
o empeña cosas que no le pertenecen, pero que son propicias para
ayudar a sostener los pequeños vicios que la vida le ha ido dejando,
con la ventaja de que serán otros los que rediman cuanto se halle en el
Montepío.)
En el caso de los libros
dedicados por el autor, puede suceder que (al margen de la fama del
mismo) el ejemplar sea reencontrado en una librería de viejo por el
mismo autor, lo cual suma graciosas anécdotas que van desde Borges y
Monterroso hasta escritores menores, como Artemio del Valle Arizpe.
Éste tuvo la suerte de regalar, dedicado, uno de esos viejos libros
intonsos; tiempo después –en una librería de revoltillo, como son
conocidas en España–, se reencontró con ese ejemplar, igual de dedicado
e intonso que al principio: el destinatario ni siquiera se había
preocupado por leer el contenido. En su momento, los tres escritores
mencionados tuvieron el buen humor de hacer una segunda dedicatoria
para devolver el ejemplar a su destinatario original.
Gustave Flaubert
|
Pero no se trata de hablar
sólo de libros. ¿Qué ocurre cuando espacio y tiempo ya nos dejan y es
necesario “sanear” el espacio donde Uno también vive (cuando el Cura, o
el Barbero insospechados han decidido hacer de las suyas para tirar
trebejos como esa vieja caja de música decimonónica, de cuerda, que
sonaba con rodillitos metálicos y púas)?
–¡Cáspita, Gertrudis!
¿Dónde andará el librito de cuentos que nos dedicó el cieguito ese que
vivía junto a nosotros? Pagan un dineral por el autógrafo.
–¡Hacía ruido como el
demonio cuando vivía en el piso de arriba, pero ya dan dinero por la
piececita para piano que nos regaló ese señor sordo! ¿Dónde la dejaste,
Helmut?
–¿Que cuándo quemaste los dibujos de tu hermana, zopenco?
Y, así, muchos
desencuentros, muchos hurtos, muchas pérdidas más. ¿Cómo haber sabido
que el idiota de la familia sería Flaubert? (Claro, toda la familia
sabía que Gustave se apellidaba Flaubert; no que Gustave haría que ese
apellido se volviera famoso por novelas que ese lento muchacho
construiría en el futuro): “los papeles de ese tonto a la basura”. ¿Por
qué debe ser que el justiprecio de las cosas provenga del valor
otorgado por entidades externas a los entornos y que todo dependa de la
cantidad de billete que fluya hacia la firma, la obra en ciernes, la
obra madura de cuanto ahora resulta asentado y afamado?
Todo es una incertidumbre
del mercado. Para los comerciantes del momento debe haber sido
desencantador no dirigir las apuestas hacia Mahler y Los Beatles en el
momento adecuado, porque después sólo ganaron los redituadores de lo
reconocido –ha sido raro el caso de los autores desconocidos
“ganones”–, salvo los editores, las empresas editoriales y
discográficas, los dealers del arte que trabajan sobre firmas y
obras seguras. ¿Qué importa si en 1789 el joven Ludwig tuvo que
enterrar un concierto para oboe? Hoy se vende todo lo de Herr Ludwig,
cuantimás la obra desconocida que anticipa, así sea a trompicones, la
genialidad de la Novena.
El librito, la pequeña
joya familiar, los platos que restan de cierta vajilla… En el fondo de
estas destrucciones y sustracciones “minúsculas” subyace el hecho de
que lo perdido es una memoria comunitaria: los ladrones de unas
campanas de bronce dieciochescas las venderán para ser fundidas y un
destino similar será el de los daguerrotipos “ilegibles”. Todos
terminaremos pagando las consecuencias de esas depredaciones
culturales.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/30/sem-enrique.html
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