Ayer noche, la televisión pública española emitió el documental Comprar, tirar, comprar,
que se detiene en un fenómeno por todos conocido pero mucho menos
comentado de lo que debería: la llamada "obsolescencia programada". O
sea, cómo los objetos se fabrican para que duren poco tiempo y así se
consuma más. Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo es posible que
las camisas que compramos tengan pelotillas a los tres días mientras el
jersey que heredé de mi madre sigue como nuevo treinta años después;
todos hemos comprobado con sospecha cómo los aparatos electrónicos
suelen estropearse al mes siguiente de que se hayan cumplido los dos
años de garantía. Por lo que se anuncia -aún no lo he visto-, el filme
no nos desvela una gran verdad oculta, pero sí aporta pruebas, explica
motivos y ofrece el contexto y las consecuencias de ese modo de obrar
empresarial que se ha convertido en el motor del sistema capitalista.
Para comenzar, las terribles consecuencias para el medio ambiente,
porque usar veinticinco bombillas en el tiempo que podríamos usar sólo
una, significa veinticinco veces más residuos, veinticinco veces más
combustible para transporte, etcétera. Y ahí, a la vista de la que está
cayendo, ahora que el planeta ya ha comenzado a rebelarse contra
nuestro codicioso expolio con las armas más fuertes de las que dispone
-las tormentas, los huracanes, los elementos-, ahora que sabemos que el
hombre morirá de éxito y de vanidad si no se da cuenta a tiempo de que
algo está errado en el modo con que se relaciona con la naturaleza, es
cuando este sistema económico y social, este consumismo absurdo, se me
antoja todavía más irresponsable. Y otra estafa global. Cuando la
publicidad que Miguel Brieva
retrata con tan buen tino se queda corta para provocar, presionar,
forzar al consumo, con esa insaciable llamada a lo novedoso, al 'gadget'
que es igual que el anterior pero incorpora un mínimo cambio que nos
venden como trascendental, queda otro recurso más práctico: fabricar
cosas que no durarán más que unos meses, en un mundo en donde reparar
ese objeto es casi siempre más caro y más complicado que comprar otro
nuevo -y que alguien me intente explicar cuál es la lógica de esto, o
cuál sería la lógica si el mundo no estuviera al revés, como le gusta decir a Galeano. La
misma lógica ilógica según la cual traer un tomate del otro lado del
océano resulta más barato que comprárselo al horticultor del pueblo de
al lado. En fin. Mí no entender, y a estas alturas, ni ganas me quedan.
El
ejemplo de la bombilla no es casual. Esta película explica cómo la
primera bombilla que Thomas Edison puso a la venta, en 1881, duraba
1.500 horas; unos años después, podían funcionar más de 2.500 horas. Fue
en 1924 cuando un cártel de empresas fabricantes europeas y
estadounidenses decidió pactar en mil horas el máximo de vida útil de
sus bombillas. El mismo razonamiento llevó a las empresas del ramo
textil a quitar de la circulación las medias a prueba de carreras. El
documental, rodado entre Cataluña, Francia, Alemania, Estados Unidos y
Ghana, muestra también otra cara de la moneda: los grandes vertederos de
residuos que se van acumulando en países como Ghana. En las tierras de
los desheredados de la tierra. Allí donde no molestan a quienes
provocan esa acumulación ingente de basura. Como si el planeta
entendiese de fronteras, como si la Tierra también fuese corrompible.
Como si también a ella se le pudieran comprar sus favores para
garantizar que la furia de la naturaleza no atravesará los muros cada
vez más altos, cada vez con más espinas, de la Vieja Europa.
El que no pueda verlo en directo, supongo que la página de RTVE, que siempre tiene alguna cosilla rescatable, lo colgará en estos días. Aquí os coloco también el enlace a la entrevista que le hicieron a la directora del filme, Cosina Dannoritzer, en el programa de Radio Nacional de España (RNE) Asuntos Propios,
que, por cierto, recomiendo al que no lo conozca (cuántas tardes me he
reído yo sola con Toni Garrido y su inseparable Tom, el sueco). Como
mínimo, no hará daño ser consciente de cómo le están tomando a uno el
pelo. Y, como consumidores, intentar ponerle un poco de sentido común a
esta sinrazón, aunque sea un granito de arena de tamaño minúsculo. Todo
suma. Y, a estas alturas, ya sabemos bien que el consumo es un acto
político.
Vìa :
Kaosenlared.net
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