Seguramente muchos de los que tienen la amabilidad de leerme compran en
el supermercado, reservan sus billetes de avión, adquieren las entradas
para el cine, el concierto o el teatro, leen los periódicos, reservan
mesa en un restaurante y habitación en un hotel haciendo un clic en su
ordenador. Hay gente que sigue haciendo esas cosas como se hacían hace
10 años, pero cada vez son más los que usan Internet como una
herramienta fundamental para los asuntos cotidianos de sus vidas. Según
un informe del BBVA, en el año 2008 eran 11 millones de españoles los
que se declaraban usuarios de Internet. Y según el mismo estudio, el 65%
de esos usuarios visitan páginas relacionadas con el ocio. La cifra,
siendo importante, está aún muy por debajo de lo que constituye la media
de los países de la Unión Europea. Tanto es así, que nuestro país ocupa
el puesto décimo quinto en el uso de esa nueva tecnología. Puesto que
los países más desarrollados son los que más usan ese tipo de
tecnología, cabe deducir que sería obligación de los poderes públicos el
intentar que nuestros jóvenes, aunque sea a través de las páginas
relacionadas con el ocio, se familiaricen cada vez más con ella.
Ya se sabe que cada vez que se habla de esto, surgen voces
advirtiendo de los peligros que encierran los ordenadores. Siempre que
aparece una nueva tecnología, o siempre que el progreso ordena hacer
nuevas cosas, algunos ciudadanos se sienten perjudicados y desorientados
por lo que esa tecnología significa para el futuro de sus negocios o de
sus formas de ganarse la vida. Cuando goberné la comunidad autónoma
extremeña, los ciudadanos nos exigían que Extremadura dispusiera de vías
de comunicación propias de finales del siglo XX. Y llevaban razón. Y lo
hicimos. Frente a la satisfacción de la mayoría, siempre aparecían
voces que se oponían al paso de la nueva carretera o de la moderna
autovía por el sitio que habían dibujado los técnicos. Las visitas se
acumulaban en mi despacho, fundamentalmente empresarios y comerciantes,
que argumentaban sobre los daños medioambientales y ecológicos que esas
infraestructuras acarrearían a la región. Eran simplemente excusas que
ocultaban la realidad y que no era otra que el hecho de que la carretera
en cuestión dejaba de pasar por el centro de sus pueblos y sus negocios
se venían abajo. Si se les hubiera hecho caso, la mayoría se hubiera
perjudicado y los gobernantes hubiéramos cometido un grave acto de
irresponsabilidad deteniendo el progreso.
Esa actitud es la misma
que mantiene la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) con
respecto a las Tecnologías de la Información y el Conocimiento, con el
canon digital ylos derechos de autor. Intentan parar el progreso y el
avance tecnológico con el argumento de que se acabará la creación
artística musical y literaria si no se persigue a los jóvenes que, por
primera vez en la historia de la humanidad, pueden acceder a la cultura
universal con un solo clic. Pura resistencia a los cambios y a los
avances. Nadie sabía qué era Spotify hace cinco años; tampoco sabíamos
lo que era iTunes, por la sencilla razón de que hace un lustro eso no
existía. Lo que sí sabemos es que tanto Spotify, que permite el acceso a
grandes catálogos con anuncios o pagando por cuenta premium,
como iTunes, que es una gran biblioteca digital, no existirían hoy, para
desgracia de la humanidad, si hubieran tenido que pedir permiso para
aparecer en la Red. Ambas cosas, igual que Google o Wikipedia, aparecen
porque la Red es libre y porque no tuvieron la persecución que aquí se
practica contra los que algunos se empeñan en llamar piratas. La
imposición del canon digital contra viento y marea, así como el intento
de perseguir a las páginas que permiten descargas desde lnternet, no van
a arreglar el problema que tienen planteado aquellos que se resisten a
buscar fórmulas nuevas que permitan seguir manteniendo una Internet
libre y adaptar su forma de ganarse la vida a la nueva situación.
Los
creadores se enfrentan al mismo problema al que se enfrentaron otros
gremios cuando las circunstancias y las tecnologías cambiaron. ¿Cómo se
protege el derecho del dueño de un bar en un pueblo cuando la carretera
deja de pasar por el interior de esa localidad? ¿Y el derecho del
fabricante de máquinas de escribir cuando aparece el ordenador? ¿Y el
del vendedor callejero de leche de vaca recién ordeñada? ¿Y el del
conductor de diligencias cuando apareció el tren? La respuesta puede ser
cualquiera menos la de alterar las bases por las que se creó Internet.
La Red está basada en la libre circulación de la información que genera
una sociedad que funciona a través del intercambio libre de esa
información. Si esa información atenta contra la legalidad, ya se
encargarán los Tribunales de Justicia de dictaminar la sentencia
pertinente. Hasta el momento no ha habido un solo juez que haya
dictaminado como ilegal una descarga. La única solución que resta es
buscar nuevas fórmulas de adaptación a la nueva sociedad sin tratar de
impedir el desarrollo tecnológico y el progreso, cosa que nunca nadie
pudo hacer a lo largo de la historia. Si todos los recursos económicos
que se han gastado por las sociedades de gestión en sistemas de control,
lo hubieran destinado a encontrar nuevas fórmulas, seguramente ahora no
estaríamos haciendo ese tipo de preguntas. Las sociedades gestoras de
los derechos de autor no pueden contratar a un millón de inspectores
para que trabajen velando por la seguridad y el control, pero sí existe
un millón de jóvenes que tumban la página web de la SGAE, cada vez que
se lo propongan, de una forma legal. Intentar criminalizarles es
pretender ignorar el funcionamiento básico de Internet. Los que hicieron
Wikipedia por amor al arte, son capaces de hacer cualquier cosa... por
amor al arte.
Hasta ahora, todos los sistemas de control han
fracasado, por lo que sería más sensato revisar el concepto de propiedad
intelectual y derechos de autor en la nueva sociedad digital y dejarse
de perseguir a jóvenes a los que se les insulta llamándoles piratas
pero a los que, al mismo tiempo, se les estimula con este apelativo
para que se adentren en lo que algunos se empeñan que sea la fruta
prohibida. Los derechos de autor siempre se han basado en el formato
físico (discos, casetes, CD, libros, etcétera). Pero el formato físico
ya no es necesario, como no lo son los intermediarios, ni los estuches
de plástico, ni los discos, ni las tiendas discográficas, ni el horario
limitado de esas tiendas. Es cierto que todo el mundo tiene derecho a
vivir de su obra, siempre que no pretendan seguir haciéndolo por
derechos de copia, porque en la sociedad digital el formato es
innecesario. ¿No sería mejor para todos que lo entendieran de una vez
por todas y que se repensara cómo vivir del trabajo creativo sin alterar
las bases de la sociedad digital? Es difícil decir cuál debe ser el
papel de las sociedades de gestión colectiva de los derechos de autor en
el siglo XXI, pero sí es fácil saber cuál no debe ser su papel, es
decir, no deben seguir tratando a los ciudadanos como si Internet no
existiera y tampoco la sociedad digital. No se puede pretender seguir
manteniendo un sistema de relaciones creador-consumidor como ocurría
antes, porque eso significa echarse encima a una parte de la sociedad
que reacciona sublevándose contra quienes quieren controlarla.
Juan Carlos Rodríguez Ibarra fue presidente de la Junta de Extremadura durante 24 años.
Vìa :
http://www.elpais.com/articulo/opinion/Canon/digital/elpepiopi/20110110elpepiopi_4/Tes
http://www.elpais.com/articulo/opinion/Canon/digital/elpepiopi/20110110elpepiopi_4/Tes
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