En 1999, la revista Fortune designó a Monterrey como la ciudad
latinoamericana más atractiva para hacer negocios; en 2002, en vísperas
de la visita del presidente estadunidense, The New York Times la
catalogó como modelo; en 2005, la revista América Economía la ubicó como
la urbe más segura, y todavía en 2007 quedó posicionada como la tercera
mejor ciudad para hacer negocios en América Latina.
Apenas en marzo de 2001, el entonces gobernador del estado, Fernando
Canales, declaró: “A mí el narco me hace los mandados”. Y en 2008, Luis
Carlos Treviño Berchelmann, entonces procurador general de Justicia, y
Aldo Fasci, a la sazón secretario de Seguridad Pública, le respondían a
un enviado de un diario texano que Nuevo León estaba blindado, que jamás
padecería la inseguridad y el clima de violencia que se vivían en
Tamaulipas.
Todo eso se derrumbó en muy pocos meses, particularmente en 2010: En
un informe, la Secretaría de la Defensa Nacional –según difundió en
noviembre el diario regiomontano El Norte– identificó a Monterrey y a
otros ocho municipios del estado entre los 19 de mayor riesgo para los
militares (los otros 10 se encuentran en Tamaulipas). El hecho es que en
esos 19 municipios las fuerzas castrenses recibieron 91 de los 128
ataques que sufrieron de enero a octubre de 2010.
En 2010, conforme a los datos de la Procuraduría de Justicia estatal,
se cometieron 828 homicidios dolosos. El vocero estatal en materia de
seguridad, Jorge Domene, declaró que 361 de ellos estuvieron vinculados a
las luchas entre los distintos grupos del crimen organizado y que en
los enfrentamientos habrían muerto 30 personas inocentes. Una
estadística dada a conocer por El Norte estableció que en los tres años
previos (de 2007 a 2009) se habrían cometido 813 homicidios, es decir,
que el promedio anual durante ese trienio fue de 271 homicidios,
mientras que en 2010 ese número se triplicó.
El vuelco es dramático, y eso se percibe en la ciudad. La vida
nocturna ha disminuido notablemente. Zonas completas –como el denominado
Barrio Antiguo, equivalente al centro histórico en otras ciudades–
están desoladas, lo que contrasta con el continuo e intenso ajetreo que
se observaba hace apenas unos meses, en los que la vida no se detenía un
minuto del jueves por la noche al domingo por la mañana.
El 11 de abril de 2010, el rector del Sistema Tecnológico de
Monterrey, Rafael Rangel Sostman, aventuraba algunas explicaciones a la
comunidad congregada en el Estadio Tecnológico tras el asesinato de los
dos estudiantes que cayeron abatidos dentro de las mismas instalaciones
universitarias. Decía que Monterrey, como muchas otras ciudades a nivel
mundial, había “logrado su desarrollo con base en valores y principios
tales como el respeto a las personas y a los derechos humanos, la
cultura del esfuerzo y la honestidad, la justicia, la integridad, la
equidad, la cultura del trabajo y el ahorro, la superación de la persona
a través de la educación, y la educación como camino para crecer y
desarrollar una sociedad más equitativa, solidaria y democrática.
“Pero –contrastaba– hoy nos encontramos ante una sociedad en que,
lamentablemente, se promueven y viven valores muy distintos a los
anteriores: consideramos el éxito individual como única meta en la vida,
queremos lograr nuestros objetivos a través del mínimo esfuerzo,
tenemos los hábitos del dispendio y del consumismo, buscamos la riqueza
como único fin, vemos la educación como vehícu lo para satisfacer
exclusivamente necesidades personales, como lograr mayores ingresos
monetarios.”
Y puntualizaba: “Nos hemos vuelto ciegos, sordos e indiferentes ante
la pobreza, la injusticia, la falta de oportunidades, la desigualdad y
el desempleo, y vemos todas estas anomalías como algo natural y normal
en nuestra sociedad: nos hemos puesto un velo en los ojos”.
La autocrítica también pasó por las universidades, al señalar que los
esfuerzos se centraron en “preparar a nuestros alumnos exclusivamente
para que tengan una alta empleabilidad con fines monetarios y de éxito
profesional, y muchas veces ni eso lo hacemos bien; pero lo más
importante es que damos muy poca relevancia a nuestra misión de formar
verdaderos ciudadanos que asuman su responsabilidad social y política
para cambiar este país”.
Para concluir: “En otras palabras, la inseguridad que padecemos es el
resultado de que hemos degradado nuestros valores y principios, y hemos
aceptado esta degradación como algo natural”.
Se puede coincidir o no con su diagnóstico, pero lo cierto es que la
inseguridad que asuela a la ciudad se gestó en transformaciones que
iniciaron desde hace varias décadas. A finales de los años sesenta y
principios de los setenta, Monterrey –como muchas ciudades en el mundo–
vivió las turbulencias marcadas por las protestas estudiantiles que
exigían cambios drásticos (la autonomía de la universidad estatal y los
incidentes en el Tecnológico de Monterrey) y por la insurgencia de la
guerrilla urbana, que incluyó el intento de secuestro y homicidio del
empresario Eugenio Garza Sada.
Pero el giro fue drástico en la década de los ochenta –coincidente
con la llegada del neoliberalismo–, pues no sólo se sofocaron esos
movimientos, sino que se impuso la homogeneidad en el pensamiento
citadino: Las pocas voces discordantes presentes en los movimientos
sindicales de Cristalería, Fundidora Monterrey, Gamesa y la Universidad
Autónoma de Nuevo León, entre otros, o en algunas de las facultades de
la misma casa de estudios, fueron silenciadas por muy diversas vías,
incluso el cierre de algunos centros de trabajo, como fue el caso de
Fundidora.
Los otrora orgullosos empresarios regiomontanos empezaron a recurrir a
los favores gubernamentales (el préstamo de 12 mil millones de pesos de
Banobras al grupo Alfa) para sobrevivir en la crisis económica, o a
vender sus empresas a los grupos trasnacionales (la familia Santos
vendió Gamesa, la galletera, al grupo Pepsico).
En paralelo, la ciudad empezó a modificar su mezcla de actividades
productivas: tras haber sido predominantemente industrial, comenzó a
albergar a los grandes corporativos financieros –los grupos
empresariales regiomontanos adquirieron seis de los bancos privatizados
en los años noventa– y los grandes edificios de oficinas iniciaron su
proliferación para albergar a los ejecutivos de las nuevas empresas de
servicios y comercio que se asentaban en la localidad.
La transformación llegó inclusive a los centros de esparcimiento.
Hasta hace muy pocos años, Monterrey era reconocida como una urbe
dedicada al trabajo; poco tiempo había allí para las diversiones, y
hasta la primera mitad de la década de los ochenta escaseaban los
lugares de esparcimiento. Hoy Nuevo León es la entidad mexicana con
mayor cantidad de casinos y, según otra información divulgada en agosto
del año pasado por El Norte, dicho crecimiento explosivo es muy similar
al de los índices delictivos, pues si en 2004 había 10 casas de juegos,
en 2007 ya eran 23 y en 2010 llegaron a 49. En números absolutos de
casinos, el Distrito Federal le sigue con 42, y en términos de casinos
per capita, Nuevo León ocupa el segundo lugar, únicamente superado por
Baja California.
La inmigración, particularmente de los estados circunvecinos
–Zacatecas y San Luis Potosí–, se incrementó para satisfacer la demanda
de mano de obra de las empresas, que exhibían por doquier mantas y
carteles que solicitaban operadores, despachadores, etcétera.
La inmigración también incluyó a las familias de los capos de la
droga, que a mediados de los noventa empezaron a establecerse en la
ciudad. Ellos huían de la violencia desatada por sus disputas en Sinaloa
y Jalisco (el coche-bomba en el estacionamiento de un reputado hotel y
el asesinato del cardenal Posadas Ocampo en el aeropuerto de Guadalajara
fueron dos de los episodios), pero además buscaban que sus hijos
accedieran a buenos colegios y universidades. Particularmente los
comercios regiomontanos se beneficiaron con su llegada, pues la derrama
económica en la compra de bienes y servicios de inmediato se sintió.
Quizá por ello la ciudad no padeció tan drásticamente la crisis del 95.
También aparecieron los primeros síntomas de la presencia de los
capos: el 26 de febrero de 1995 detuvieron a Francisco Payán Quintero,
tío de Rafael Caro Quintero, y el 14 de enero de 1996, a Juan García
Ábrego, en una finca ubicada en el municipio conurbado de Juárez.
Algunas balaceras sacudieron la apacible vida regiomontana, como la
sucedida a mediados de 2000, cuando 10 sicarios irrumpieron en el
Palenque de la Expo Guadalupe, en busca de los delatores de Gilberto
García Mena, El June. Parecían hechos aislados y todavía controlados;
los gobernantes los minimizaban.
Los empresarios regiomontanos, que tradicionalmente influían en las
decisiones políticas a través del ejercicio de su poder económico,
también decidieron incursionar activamente en la vida política estatal y
nacional: primero ocuparon curules legislativas (como ejemplos: Alberto
Santos y Benjamín Clariond, por el PRI, y Fernando Canales y Antonio
Elosúa, por el PAN) y, posteriormente, puestos ejecutivos: Benjamín
Clariond gobernó el estado de 1995 a 1997, y lo sucedió su primo
Fernando Canales Clariond, de 1997 a 2003.
Y la desigualdad económica –esa que el entonces joven académico Jesús
Puente Leyva mostró a través de un estudio realizado desde el Centro de
Investigaciones Económicas de la Facultad de Economía de la UANL a
principios de los setenta y que le costó su destierro de la ciudad– se
ensanchó: conforme se enriquecían unos cuantos, otros muchos
empobrecían; la ciudad mostraba dichos contrastes y nada o muy poco se
hacía para enfrentar esas deficiencias estructurales.
Las primeras manifestaciones de los riesgos que tal fenómeno
implicaba se materializaron en 2008, cuando encapuchados, contratados
explícitamente para ello, bloquearon algunas de las principales avenidas
de la ciudad y trastocaron el tráfico; hoy muchos jóvenes provenientes
de esos barrios marginados manejan lujosas camionetas robadas y portan
armas de grueso calibre.
Junto a estos cambios se mantuvieron algunas constantes: la
corrupción e ineficacia policiacas y la impunidad que ha caracterizado
al régimen mexicano.
Tal mezcla era letal y se conjugó con importantes modificaciones de
los contex tos nacional e internacional: el cambio de estrategia de
combate al narcotráfico en México, que condujo a la pulverización y
enfrentamiento de los cárteles mexicanos –sobre todo del cártel del
Golfo y Los Zetas, su otrora brazo armado, que aunque surgió en
Tamaulipas, ya incluyó a Monterrey–; el cierre de las rutas marítimas de
ingreso de droga a Estados Unidos, lo que desplazó su trasiego a los
estados fronterizos mexicanos (no es ninguna casualidad que los seis
estados mexicanos que conforman la frontera norte sean los que mayores
índices de criminalidad presentan); y, desde luego, el empoderamiento de
los cárteles mexicanos en la escena internacional.
En todo esto (y seguramente en algunos otros aspectos que escapan a
este recuento) hay que hurgar para tratar de entender por qué Monterrey,
otrora ciudad segura y apacible, es hoy un polvorín del que huyen los
estudiantes nacionales y al que los ejecutivos extranjeros no quieren
acudir.
Fuente, vìa :
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/87374
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