En 1999 dos perros se
cruzan en la frontera. Uno, argelino, flaco, desfallecido, cojo y
roído por las pulgas, trata de entrar en Túnez; el otro, tunecino,
lustroso, bien alimentado, limpio, saludable, trata por su parte de
entrar en Argelia. El tunecino está perplejo: “¿por qué quieres
entrar en mi país”, pregunta. El argelino responde: “porque
quiero comer”. E inmediatamente añade, aún más perplejo que su
compañero: “Lo que no entiendo es por qué quieres entrar tú en
Argelia”. El tunecino entonces contesta: “porque quiero...
ladrar”.
En 1999, cuando se
contaba este chiste en los medios intelectuales, Túnez estaba
amordazado, pero a cambio disfrutaba -se repetía- de una situación
económica incomparablemente mejor que el resto del mundo árabe. Con
un crecimiento medio del 5% durante la década pasada, el FMI ponía
al país como ejemplo de las ventajas de una economía liberada de
las trabas proteccionistas y en el año 2007 el Foro Económico
Mundial para Africa lo declaraba “el más competitivo” del
continente, por encima de Sudáfrica. “Kulu shai behi”, todo va
bien, repetía la propaganda del régimen en vallas publicitarias,
editoriales de prensa y debates coreográficos en la televisión.
Mientras el gobierno vendía hasta 204 empresas del robusto sector
público creado por Habib Bourguiba, el dictador ilustrado y
socialista, se multiplicaba el número de 4x4 en las calles, se
construían en la capital barrios enteros para los negocios y le
loisir y hasta 7 millones de turistas acudían todos los años a
disfrutar de la cada vez más sofisticada y sólida infraestructura
hotelera del país. En el 2001, cuando se abrió el primer Carrefour,
símbolo y anuncio del ingreso en la civilización, algunos podían
hacerse la ilusión de que Túnez era ya una provincia de Francia.
Era un país maravilloso: la luz más limpia y hermosa del mundo, las
mejores playas, el desierto más hollywoodesco, la gente más
simpática. No se podía hablar ni escribir, es verdad, pero a cambio
la gente engordaba y el islamismo reculaba. La UE y Estados Unidos,
pero también las agencias de viajes y los medios de comunicación
contribuían a alimentar la imagen de un país más europeo que
árabe, más occidental que musulmán, más rico que pobre, en
transición hacia la felicidad del mercado capitalista. No se podía
ni hablar ni escribir, es verdad, y también es verdad que ocupaba el
segundo lugar en el ranking mundial de la censura informática, pero
el esfuerzo del gobierno merecía una recompensa: Túnez organizó
una Copa de Africa, un Mundial de Balonmano y en 2005 una insólita
Cumbre de la Información durante la cual se ocultó al mundo una
huelga de hambre de jueces y abogados y se detuvo a periodistas y
blogueros.
A poco que alguien se
hubiese molestado en rascar bajo esa superficie bien barnizada habría
descubierto una realidad bien distinta. Nadie o casi nadie lo hizo.
De enero a junio de ese año 2005, por ejemplo, El País publicó 618
noticias relacionadas con Cuba, donde no pasaba nada, y 199 sobre Túnez,
todas sobre el turismo o el mundial de balonmano; El Mundo, en esas
mismas fechas, registró 5162 entradas sobre Cuba, país donde no pasaba
nada, y sólo 658 sobre Túnez, casi todas sobre el mundial de balonmano; y
ABC tendió 400 veces la mirada hacia Cuba, país donde no pasaba nada,
mientras sólo mencionaba a Túnez 99 veces, 55 de ellas en relación con
el mundial de balonmano. El 10 de marzo de ese mismo año una rápida
búsqueda en Google entregaba 750 enlaces sobre el reparto del gobierno
cubano de las famosas ollas arroceras y sólo tres (dos de Amnistía
Internacional) sobre la huelga de hambre y la tortura a presos en
Túnez.
Pero lo cierto es que Carrefour y los humvee -y
la vida nocturna en Gammarth- ocultaba no sólo la normal represión
ejercida por Ben Ali desde 1987, año del golpe palaciego o del Gran
Cambio, sino también la desaparición de una clase media que había
comenzado a formarse en los años 60 y había sobrevivido a la crisis
de finales de los 80. Unos pocos entraban en el Carrefour y otros
muchos salían del país: hasta un millón de jóvenes tunecinos
-sobre una población de 10 millones- viven fuera, sobre todo en
Francia, Italia y Alemania. Mientras una minoría dejaba el francés
por el inglés y despreciaba, por supuesto, el dialecto tunecino, la
estructura educativa heredada del régimen anterior, relativamente
solvente, se degradaba de tal modo que el último informe PISA
relegaba a Túnez a uno de los últimos diez lugares de la lista de
la OCDE. Mientras veinte familias disfrutaban del ocio en los Alpes o
en París, el paro aumentaba hasta alcanzar el 18%, el 36% entre los
más jóvenes: entre los diplomados y licenciados pasaba de un 0,7%
en 1984 a un 4% en 1997 para dispararse a un 20% en 2010. En el
espejo del Carrefour -en medio de la publicidad atmosférica que
invitaba a un consumo inaccesible-, los jóvenes de la banlieue
de la capital y de las regiones del centro y sur del país parecían
conformarse con poder disfrutar de ese reflejo.
¿Quién
se beneficiaba de este crecimiento bendecido por el FMI y por las
instituciones europeas? Básicamente una sola familia, extensa y
tentacular, a la que los despachos de la embajada estadounidenses
filtrados por wikileaks describen como un “clan mafioso”. Se
trata de la familia de Leyla Trabelsi, la segunda esposa del
dictador, hasta tal punto dueña del país que muchos se referían a
Túnez (la Tunisie)
como La Trabelsie. Ben
Alí y su familia política se habían apoderado, mediante
privatizaciones opacas, de toda la actividad económica de la nación,
convirtiendo el Estado en el instrumento de un capitalismo mafioso y
primitivo o, mejor, de un feudalismo parasitario del capitalismo
internacional. La lista de sectores saqueados por el clan resulta
apenas creíble: la banca, la industria, la distribución de
automóviles, los medios de comunicación, la telefonía móvil, los
transportes, las compañías aéreas, la construcción, las cadenas
de supermercados, la enseñanza privada, la pesca, las bebidas
alcohólicas y hasta el mercado de ropa usada. No puede extrañar
que, durante las revueltas de estos días, se hayan asaltado tantos
comercios, empresas y bancos; se ha hablado de “vandalismo”, pero
se trataba también de un vandalismo certero o, en cualquier caso, de
un vandalismo que, incluso cuando se desencadenaba al azar,
inevitablemente acertaba: golpease donde golpease, golpeaba sin duda
una propiedad de los Trabelsi.
En
este cuadro de represión y apropiación, había que tender el oído
para escuchar el ruido de la marea ascendente. Pocos lo hicieron, ni
siquiera cuando en enero de 2008, en Redeyef, cerca de Gafsa, en las
minas de fosfatos, otro incidente menor -una protesta por un acto de
nepotismo- puso en pie de guerra a toda la población. Durante meses
se prolongaron las huelgas, hubo cuatro muertos, doscientos
detenidos, juicios sumarísimos con penas escalofriantes. Mientras
Redeyef permaneció sitiado por la policía, sólo periodistas y
sindicalistas tunecinos trataron de romper el bloqueo policial e
informativo. En Europa, la Trabelsia
seguía siendo bella, tranquila, segura para los negocios y la
geopolítica. Tan solo un periodista italiano, Gabriele del Grande,
se atrevió a entrar clandestinamente en el corazón de las protestas
y sacar información antes de ser detenido por la policía y
expulsado del país. Su reportaje comienza así: “Sindicalistas
detenidos y torturados. Manifestantes asesinados por la policía.
Periodistas encarcelados y una potente máquina de censura para
evitar que la protesta se extienda. No es una clase de historia sobre
el fascismo, sino la crónica de los últimos diez meses en Túnez.
Una crónica que no deja lugar a dudas sobre la naturaleza del
régimen de Zayn al Abidin Ben Ali -en el gobierno desde 1987-. Una
crónica que revela el lado oscuro de un país que recibe millones de
turistas todos los años y del que escapan miles de emigrantes
también todos los años”. En un libro posterior, Il mare di
mezzo, del Grande describe en
detalle la maquinaria del terror tunecino, con las cárceles secretas
en las que desaparecían no sólo los opositores nacionales sino
también los emigrantes argelinos, secuestrados en el mar por las
patrulleras locales -policías de Europa- para ser arrojados luego en
el abismo. Nadie dijo nada. Era mucho más importante sostener al
dictador; Ben Ali y las potencias occidentales compartían no sólo
intereses económicos y políticos sino también el mismo desprecio
radical por el pueblo tunecino y sus padecimientos.
Pero
el 17 de diciembre una chispa iluminó de pronto el monstruo y revelo
asimismo, como explica el sociólogo Sadri Khiari, que “no hay
servidumbre voluntaria sino sólo la espera paciente del momento de
la eclosión”. El gesto de desesperación de Mohamed Bouazizi,
joven informático reducido a vendedor ambulante, puso en marcha un
pueblo del que nadie esperaba nada, que los otros árabes
despreciaban y que Europa consideraba dócil, cobarde y adormecido
por el fútbol y el Carrefour. Un ciclo lunar después, el 14 de
enero pasado, tras cien muertos y decenas de metástasis rebeldes en
todo el territorio, la ola rompió en el centro de Túnez y alcanzó
su objetivo. Ya no se trataba ni de pan ni de trabajo ni de youtube:
“Ben Ali asesino”, “Ben Alí fuera”. La última carga
policial, desmintiendo las promesas que había hecho el día anterior
el dictador, provocaron aún numerosos muertos y heridos. Pero era
muy hermoso, muy hermoso ver a esos jóvenes de los que un mes antes
nadie esperaba nada volverse en la calle y retener a la gente que
huía para animarla a regresar a la batalla con las estrofas
vibrantes del himno nacional: “namutu namutu wa yahi el-watan”
(moriremos moriremos para que viva la patria).
A última hora de la tarde, apoyado hasta el final por Francia, el
dictador huía a Arabia Saudí, dejando a sus espaldas milicias
armadas con instrucciones para sembrar el caos.
El
peligro no ha pasado, la lucha continúa. Pero ahora hay un pueblo que
libra las batallas. “El 14 de enero es nuestro 14 de julio”,
repiten los tunecinos. Quizás el de todo el mundo árabe. Jamás el
pueblo había derrocado un dictador; y este pueblo inesperado,
intruso en la lógica de las revoluciones, este Túnez de jazmines y
luz de miel, ahora de dignidad y combate, es el espejo en el que se
miran los vecinos, de Marruecos al Yemen, de Argelia a Egipto,
hermanos de frustración, infelicidad e ira. No hay que encontrar las
causas, siempre dadas, sino el minuto. Y ese minuto es ahora.
Fuente, vìa :
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=120525
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