Un juicio accidentado, un fallo implacable... En un proceso que
resulta confirmatorio de las atrocidades cometidas por la dictadura de
Augusto Pinochet en Chile, Francia alzó la voz en favor de la justicia y
condenó penalmente a un grupo de militares de ese país como
responsables de actos de tortura y desaparición forzada contra cuatro
ciudadanos franco-chilenos. Los represores sentenciados en ausencia,
entre quienes se halla Manuel Contreras, quien encabezó la Dirección de
Inteligencia Nacional, la temible Dina, “tendrán que vivir con su
condena”, en tanto que “sus hijos, sus nietos, sus amigos, sus vecinos,
todos, sabrán lo que han hecho y por qué fueron condenados”, declaró uno
de los familiares de las víctimas. En París, Proceso siguió paso a paso
los pormenores de este juicio y fallo históricos.
PARÍS, 3 de enero (Proceso).- Se hizo un gran silencio cuando Hervé
Stephan, presidente de la Corte Penal de París, vestido con su toga roja
adornada con una larga cinta de armiño, entró en la sala del tribunal
el pasado 17 de diciembre.
El magistrado leyó el fallo con suma solemnidad: cadena perpetua
para el general Juan Manuel Contreras Sepúlveda y el general de brigada
Pedro Espinosa Bravo –quienes encabezaron la Dirección de Inteligencia
Nacional (Dina), policía secreta de Augusto Pinochet– por la
desaparición de cuatro franco-chilenos entre 1973 y 1975, y penas de
encarcelamiento de 15 hasta 30 años para otros 11 acusados, en su
mayoría militares involucrados en distintos grados en estos crímenes. Un
solo acusado fue considerado libre de culpa por falta de pruebas
convincentes en su contra.
Una extraña corriente eléctrica pareció sacudir a los familiares de
las cuatro víctimas –Georges Klein, Alfonso Chanfreau, Etienne Pesle y
Jean Yves Claudet–, sus abogados, los testigos llegados de Chile,
Europa, Canadá y Estados Unidos, el público y los periodistas.
Las miradas convergieron hacia el lugar donde hubieran debido
sentarse los acusados: bancas vacías protegidas por un gran cubo de
vidrio antibalas.
Durante varios segundos nadie habló y de repente todos los presentes aplaudieron. El presidente Stephan esbozó una leve sonrisa.
Volvió el silencio y empezó la última parte del juicio: la audiencia
civil. William Bourdon, abogado de las familias Klein, Chanfreau y
Pesle, pidió reparaciones financieras: 100 mil euros para cada familiar
que representaba. En cambio Sophie Thonon, abogada del cuarto
desparecido, expresó: “La familia Claudet no pide nada, por considerar
que la vida de Jean Yves no tiene precio. La alegría que sintió al oír
el fallo le basta”.
La corte salió para deliberar. Regresó al cabo de media hora, proponiendo sumas bastante inferiores a las pedidas.
Esa divergencia entre las familias creó algo de desconcierto. Fue la
única nota disonante en ese juicio ejemplar que se llevó a cabo del 8 al
10 de diciembre, y luego del 12 al 17 de diciembre, cada día de las
nueve y media de la mañana a las siete de la tarde.
Ubicado en el mismo corazón de la Ciudad Luz, a escasos metros de la
catedral de Notre Dame, el Palacio de Justicia está cargado de historia.
Del siglo X al siglo XIV, el Palais de la Cité albergó a los reyes de
Francia; luego fue sede de la administración real. Durante la Revolución
Francesa alojó al temido Tribunal Revolucionario.
Un promedio de 80 a 90 personas –magistrados, abogados, familiares de
desaparecidos, testigos y público– participaron en las audiencias o
asistieron a ellas.
Una sección del tribunal estuvo reservada para la prensa. Se llenó la
primera mañana del juicio y por la tarde del 17 de diciembre, día del
fallo. Los periodistas franceses siguieron esporádicamente las sesiones
de trabajo. Sólo cuatro asistieron diariamente, entre ellos la
corresponsal de Proceso. No hubo un solo reportero latinoamericano, ni
siquiera un chileno.
Durante la audiencia del 10 de diciembre, Isabelle Ropert, cuyo
hermano Henri, también colaborador franco-chileno de Salvador Allende,
fue detenido, torturado y ejecutado, acabó su testimonio declarando que
los medios de comunicación chilenos no prestaban la mínima atención al
juicio.
“Llamamos a todos los canales de televisión. Unos directivos nos
preguntaron dónde podíamos comprar algunas imágenes”, denunció
indignada.
Los medios franceses, en cambio, publicaron amplios reportajes sobre
los cuatro desaparecidos chilenos en vísperas del proceso penal. Luego
desplegaron la información sobre el fallo.
Georges Klein, Alfonso Chanfreau, Etienne Pesle y Jean Yves Claudet
tenían mucho en común a pesar de que nunca llegaron a convivir. Además
de sus orígenes franceses, creyeron en Salvador Allende y cada cual a su
manera se involucró de lleno en su proyecto político.
Klein, psiquiatra, militante socialista y luego comunista, fue uno de
los consejeros cercanos de Allende. Se encontraba a su lado el 11 de
septiembre de 1973, cuando los militares golpistas bombardearon el
Palacio de la Moneda. Fue detenido y trasladado al regimiento de
artillería Tacna junto con otras 40 personas. Todos fueron maltratados y
humillados.
El 13 de septiembre los militares subieron a un camión a un grupo de
20 presos, entre ellos Klein. Se perdió su pista. Desde ese día su
familia lo sigue buscando.
Después del golpe militar, Alfonso Chanfreau, militante del MIR
(Movimiento de Izquierda Revolucionaria), se convirtió en responsable
clandestino de su organización para la ciudad de Santiago. Fue detenido
por la Dina el 30 de julio de 1974, atrozmente torturado en el centro de
detención secreto de la calle Londres 38 y luego en el de la Villa
Grimaldi; fue regresado a la calle Londres y más tarde desapareció.
En 1953 el sacerdote francés Etienne Pesle se fue a vivir a Chile.
Tenía 26 años. Unos 13 años más tarde dejó el sacerdocio para casarse
con Aydée Méndez Cáceres, con quien tuvo dos hijos. Estaba a cargo de la
reforma agraria en la región de Temuco. El 12 de septiembre de 1973 fue
detenido 24 horas y luego liberado. El 19 de septiembre fue aprehendido
de nuevo por integrantes de la Fuerza Aérea Chilena y nunca más volvió a
reaparecer.
Fue en Argentina donde se perdieron las huellas de Jean Yves Claudet.
Ingeniero, militante del MIR, lo detuvieron dos veces después del golpe
militar. En 1974 fue expulsado a Francia.
Empezó entonces a desempeñarse como enlace entre los miristas
exiliados en Europa y los que se habían refugiado en Argentina. El 30 de
octubre de 1975 llegó a Buenos Aires. Al día siguiente la policía
secreta argentina lo detuvo en el hotel Liberty, donde se había
hospedado. Fue uno de los primeros casos de colaboración entre las
fuerzas represivas del Cono Sur que luego se unieron en el marco del
Plan Cóndor.
Durante los ocho días del juicio de los militares chilenos se
sucedieron ante la Corte Penal esposas, hijos, hermanos de los cuatro
desaparecidos, excompañeros y colegas suyos, presos políticos que
sobrevivieron a la tortura, psiquiatras, juristas, magistrados,
historiadores, sacerdotes, responsables de ONG, periodistas…
Hablaron sin que el presidente de la corte les impusiera límite de
tiempo. Muchos se notaban a la vez emocionados, intimidados y con gran
ansia de decir, explicar, contar, denunciar lo que sabían, lo que habían
vivido o aguantado. Casi todos llegaban con apuntes. Era obvio que
llevaban meses pensando en su comparecencia. Pero muy pronto acabaron
olvidándose de sus textos y dejaron que sus palabras brotaran
espontáneas, a veces dolorosas y siempre púdicas.
Los expertos convocados como testigos de contexto también se notaban
impresionados por el riguroso protocolo de la corte y por la importancia
del momento que vivían.
Con el curso de los días estos testimonios tan múltiples, estos
enfoques tan distintos, estos destinos tan diversos acabaron por dar la
verdadera dimensión de la dictadura de Augusto Pinochet, de los estragos
que causó a lo largo de 17 años y de los que sigue causando hoy,
después de casi cuatro décadas durante las cuales la justicia no ha
podido ejercerse libremente en Chile.
Agudas y precisas fueron las preguntas que planteó la Corte Penal a
cada uno de los testigos y de las partes civiles. Siempre densas fueron
las respuestas, aun las más breves. Y de ese intercambio que se prolongó
durante horas y horas de audiencias surgieron muchas reflexiones sobre
Chile, y también de alcance universal. Una frase repetida casi como
leitmotiv ilustra la lección esencial de ese juicio: “Para dar vuelta a
la hoja, es preciso leerla primero”.
Mucho se habló de la imposibilidad de lograr una reconciliación
nacional y de construir una sociedad sana, democrática, sin un
reconocimiento colectivo de los crímenes de Estado, sin el respeto del
derecho de saber de cada ciudadano, sin justicia.
La labor incansable de todas las asociaciones chilenas de víctimas
de la dictadura evidenció la necesidad de documentar todos estos
crímenes para que no se borren de la historia y de la memoria de los
pueblos. Juristas recordaron que ese deber de memoria es también
responsabilidad de los Estados e insistieron sobre el peligro que corren
las sociedades vueltas amnésicas; recalcaron que un juicio, aun si es
simbólico, permite que las víctimas sean por fin reconocidas
oficialmente como tales y que los verdugos sean denunciados por lo que
son.
El jueves 9 de diciembre por la tarde compareció ante la Corte Penal
de París Stéphane Hessel, hoy uno de los pocos hombres dignos de
encarnar la conciencia moral francesa.
Judío nacido en Alemania en 1917, se naturalizó francés en 1937.
Durante la Segunda Guerra Mundial fue miembro activo de la resistencia
contra la ocupación nazi de Francia. Fue detenido, torturado y
trasladado a distintos campos de concentración de los cuales logró
escapar.
En 1948 se desempeñó como vicepresidente de la comisión de las
Naciones Unidas encargada de elaborar la Carta Universal de los Derechos
Humanos. Al lado de Eleanor Roosevelt, cumplió esa misión con toda su
energía. Durante su larga carrera diplomática Stépahne Hessel defendió
con la misma integridad sus convicciones humanistas.
Acogido con gran respeto por el presidente de la Corte Penal de
París, Hessel, que cumplió 93 años, causó una fuerte impresión cuando
dijo: “No estoy aquí para testimoniar sobre lo que pasó en Chile. Estoy
aquí para hablar en nombre de la evolución del derecho internacional,
que siempre es demasiado lenta. Para mí este juicio representa un paso
adelante porque vivimos en un mundo en el que los crímenes impunes pesan
sobre la conciencia internacional”.
Ese mismo 9 de diciembre los magistrados de la Corte Penal también
escucharon y plantearon muchas preguntas a Louis Joinet, relator
especial de las Naciones Unidas sobre la cuestión de la impunidad y
artífice de la Convención de la ONU sobre las desapariciones forzadas.
Joinet, convocado ante el tribunal como testigo de contexto, se
mostró convencido de que el juicio contra los militares chilenos crearía
jurisprudencia internacional.
Según lo que contó el magistrado, fue después de una misión de
investigación sobre violaciones de los derechos humanos que realizó en
Chile, en 1974, que decidió lanzar su cruzada contra el crimen de
desaparición forzada. Recalcó:
“Me aterró constatar la amplitud del fenómeno de las desapariciones
en el Chile de Pinochet. Y me preocupó descubrir que la perpetración
sistemática de ese crimen no estaba prevista en el arsenal jurídico
internacional. Fue por eso que pedí la creación de un grupo de trabajo
sobre el tema en la ONU. Pero en las Naciones Unidas las cosas van muy
despacio.”
No fue sino hasta 1980, seis años más tarde, cuando se pudo crear ese
grupo de trabajo. Se esperó 12 años más para que, en 1992, la Asamblea
General de las Naciones Unidas sentara las bases de La declaración sobre
la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas.
Pasaron otros 11 años antes de que se acabara, en 2003, la redacción de
la convención homónima. Ésta fue aprobada en 2006 por la misma asamblea
y entró en vigor el pasado 23 de diciembre de 2010.
“Treinta y seis años de lucha obstinada”, resume escuetamente Joinet,
cuyo grupo de trabajo logró que la desaparición forzada fuera
reconocida por la Convención como un crimen perpetuo.
Precisó: “Esa noción de crimen perpetuo es capital. Mientras no se
elucide la desaparición de la víctima, el crimen no puede prescribir. La
muerte de los perpetradores, además, no puede impedir que los
familiares de las víctimas sigan exigiendo la búsqueda de los cuerpos o
de sus restos. El derecho de saber es capital para todas las familias de
desaparecidos”.
Saber dónde está el cuerpo del ser amado desaparecido… Encontrar
aunque sea un fragmento de su cuerpo para poder por fin enterrarlo y
despedirse de él. Construir su vida con esa obsesión y a pesar de ella.
Tal es el destino de miles de familias chilenas. Entre ellas las de
Georges Klein, Alfonso Chanfreau, Etienne Pesle y Jean Yves Claudet.
Delgada y rubia, Vanessa Klein se veía casi frágil, de pie, ante los
tres magistrados de la Corte Penal. Pero cuando empezó a hablar, todo el
mundo percibió su temple.
Tenía 14 meses cuando su padre fue detenido en el Palacio de la
Moneda el 11 de septiembre de 1973, y 18 meses cuando dejó Chile para
vivir en Río de Janeiro con su madre brasileña. Entiende español pero
nunca lo pudo hablar. Un bloqueo.
“Mi familia tuvo que mandar a hacer un certificado falso de
fallecimiento de mi padre para que mi madre pudiera sacarme del país”,
confesó.
Hoy es psicóloga. Está casada, tiene dos hijos. Lleva una vida
compleja “habitada” por la ausencia de su padre y la búsqueda de sus
huellas, protegiendo de su desasosiego a su familia y pendiente de su
madre, cuya salud mental es inestable.
“Tenía 11 años cuando mi madre sufrió una crisis fuerte después de
haber visto una foto de una isla de América Central en la revista
National Geographic. Estaba segura de haber reconocido a mi padre.
Entendí que lo seguía esperando, que lo creía vivo. Hace poco me dijo
que sería importante volver a encontrar esa revista.”
Vanessa habló mucho. Dejo fluir recuerdos, vivencias, heridas,
miedos. A veces se quedaba silenciosa. El presidente Stephan respetaba
esos instantes.
“Viajé en varias oportunidades a Chile para convivir con mi familia
paterna y descubrir parte de mis raíces. Me involucré con la Comisión
Nacional de Verdad y Reconciliación”, que empezó sus labores a
principios de 1990. “Fue así como me enteré de toda la historia de mi
padre. Fue un choque. Me tocó seguir una terapia”, manifestó.
También dijo: “Una vez que haya acabado ese juicio todos tendremos
que vivir con el fallo. Nosotros viviremos reparados por haber sido
escuchados y porque por fin se habrá hecho justicia. Ellos tendrán que
vivir con su condena. Sus hijos, sus nietos, sus amigos, sus vecinos,
todos sabrán lo que han hecho y por qué fueron condenados. Habrá
constancia judicial aquí en Francia de la responsabilidad de cada quien
en las atrocidades cometidas. Todo estará escrito y filmado. No se podrá
borrar nunca.”
Antes de volver a sentarse, Vanessa mencionó una frágil esperanza: en
2009 se encontraron trozos de huesos que quizás podrían pertenecer a su
padre. “Nos tomaron muestras de ADN a mí y a su madre… Estamos
pendientes”.
Mientras hablaba Vanessa, una foto de su padre apareció en una gran
pantalla empotrada en una pared del tribunal. Y así fue con los cuatro
desaparecidos. Antes de escuchar los testimonios, el presidente de la
corte hacía desfilar en esa misma pantalla fotos en blanco y negro:
aniversarios, nacimientos, fiestas, marchas. Luego escogía un retrato
que quedaba a la vista de todos mientras comparecían testigos y
parientes.
“Es paradójico –recalcó al final del jucio uno de los abogados–: los
ausentes de este juicio no son los desaparecidos que estas fotos
resucitaron, sino sus verdugos, cuyas bancas siguieron vacías.”
Natalia Chanfreau tiene 37 años. Es profesora de historia. Está
casada y tiene dos hijos. Vivió su niñez exiliada en Francia, luego se
regresó a vivir a Chile con su madre, en 1983.
Empezó su testimonio en forma abrupta:
“No tengo el mínimo recuerdo de mi padre. Tenía un año cuando
desapareció. No estoy aquí para hablar de él. Sólo quisiera explicar lo
que significa ser hija de un desaparecido. Es capital para mí. Es la
primera vez en mi vida que puedo expresarme sobre eso.”
Creció la atención del tribunal.
La voz de Natalia llenó el silencio. “Quisiera hablar de la espera
permanente: vivir esperando noticias, esperando justicia. Quisiera
hablar de la duda: no tener certidumbre alguna nunca. ¿Qué decir a mi
hijo mayor sobre su abuelo? Acabé por mencionarle la palabra
desaparición. No la entendió. Siempre hablé de mi padre como detenido
desaparecido, nunca como muerto. Sin embargo, me oí decir a mi hijo que
había sido secuestrado, matado, y que no sabíamos dónde estaba
enterrado. Buscaba preservarlo de la duda. No lo logré. El crimen de la
desaparición se perpetúa en él. Ahora insiste en saber dónde está
enterrado su abuelo.
“Quisiera hablar también de la falta de justicia. En 1992 quise creer
en la justicia chilena. El juicio por la desaparición de mi padre iba
por buen camino gracias a la juez Gloria Olivares, que actuó con mucha
valentía. Pero acabamos ante la corte marcial que cerró el caso.
Presentamos otra demanda. Todo está estancado desde hace seis años. Dejé
de creer en la justicia de mi país.
“Y por último quisiera hablar de la fuerza que me anima siempre. La
heredé de mi madre, de mi padre y de sus compañeros de lucha. Heredé
también su sed de justicia.”
Al final de su testimonio, el presidente de la Corte Penal le preguntó:
“¿La amnistía es el olvido?”
Se enderezó Natalia aún más: “Cuando se nos dice que debemos dar
vuelta a la hoja, que ya es tiempo de olvidar, siento que se nos dice:
‘Olvídense de sus vidas, de las de sus desaparecidos. Hagan como si todo
esto no hubiera ocurrido nunca’”.
Érika Hennings es la madre de Natalia. Fue detenida algunos días
después de Alfonso Chanfreau. Fue trasladada al centro de detención
clandestina de la calle Londres, donde su esposo ya había sufrido
cruentas torturas.
–¿Nos puede hablar de las torturas que usted sufrió a su vez o
prefiere que lea las declaraciones suyas que aparecen en el acta de
acusación?– le preguntó el presidente Stephan.
–Prefiero que las lea usted –contestó Érika.
Con una voz neutra al extremo el magistrado leyó:
Érika Hennings, desnuda, atada sobre una cama metálica. Alrededor
suyo una decena de verdugos. Toques eléctricos. Obscenidades. Sus
alaridos. En el cuarto contiguo está su marido. La oye. Luego soldados
entran en la sala donde se tortura a Érika. Alfonso está con ellos.
Tiene los ojos vendados, pero reconoce la voz de su mujer… Estas
sesiones de torturas se repiten varias veces.
“No me querían hacer hablar. Sólo me usaban como instrumento para torturar a Alfonso”, precisó Érika.
Convivió dos días y dos noches con su marido en el infierno de la
calle Londres. Lo veía postrado, gimiendo cuando salía de los
interrogatorios.
“Oía sus gritos desde la sala común donde estábamos amontonados
todos. A veces éramos unos 60 detenidos, a veces 100. Yo tenía el número
25 y él el 24.”
Agregó: “Estoy contenta de haber podido compartir esos días con él.
Nos protegíamos. Tratábamos de pensar que no era tan grave. Una vez
Alfonso me dijo que sentía que se iba a morir. Desde hace 36 años mi
papel en la vida es testimoniar, resistir y exigir justicia”.
En Chile, en 1992, antes de que la justicia militar impidiera que se
enjuiciara a los verdugos de Alfonso Chanfreau, Érika Hennings fue
confrontada con ellos en la oficina de la juez Gloria Olivares.
“Fue tan importante para mí encontrarme cara a cara con Miguel
Krassnoff y Basclay Zapata Reyes, ambos enjuiciados por esta Corte Penal
de París ante la que estoy declarando. Los miraba fijamente mientras la
juez leía testimonios en su contra. Fue profundamente reparador. Lo que
me dejó atónita fue verlos tan ordinarios, tan como cualquiera. En mi
recuerdo eran enormes, altos, gordos…”
“No sé improvisar”, se disculpó Roberto Pesle. “Escribí algo. Lo voy a leer.”
Temblaban sus manos y su voz. Empezó a leer. Luego renunció y habló del 12 de septiembre de 1973.
“Mi padre trabajaba para la reforma agraria en la región de Temuco,
pero estaba involucrado sobre todo en un proyecto de cooperativa de
viviendas.
“El 12 de septiembre mis hermanas y yo estábamos jugando cartas con
él cuando militares irrumpieron en la casa. Lo reventaron todo. Buscaban
armas. Mi madre llegó en el momento en que se llevaron a mi padre
esposado. Es todo lo que recuerdo. Sé que lo liberaron, que lo volvieron
a detener y que nunca lo volvimos a ver. Pero mi memoria borró los días
que siguieron al 12 de septiembre.”
Roberto Pesle es un hombre de 44 años, bien parecido, con rasgos
chilenos. Vive en Francia y tiene dos hijos. Es diseñador gráfico.
“Mi madre movió cielo y tierra para encontrar a mi padre. Nunca fue
militante, pero de la noche a la mañana se volvió resistente. Tomó
riesgos enormes durante la dictadura. Fue perseguida, golpeada,
amenazada, pero no capituló. Recorrió morgues, cárceles, fue a ver fosas
comunes, visitó a presos locos. Hoy está agotada. Por eso no pudo estar
aquí.”
Brotaban recuerdos. Entre ellos la doble vida de su adolescencia.
Roberto estudiaba en un internado alejado de su casa que frecuentaban
hijos de familias derechistas, y pasaba el fin de semana en su barrio
popular y resistente.
“Aprendí muy pronto a manejar estos dos medios. Esa doble vida me
permite ahora entender la doble cara de Chile. Sé que gran parte de la
gente de mi generación no vio ni entendió nada. Sé por qué es tan
difícil que se oigan nuestras voces.”
Finalmente la familia tuvo que exiliarse en Francia. Después de
algunos años su madre se regresó a Chile. Roberto se quedó en Francia.
Su hermana tomó el relevo de su madre y sigue luchando para esclarecer
el destino de Etienne Pesle.
“Sigo teniendo una doble vida. Junto con mi hermana y mi madre busco
la verdad pero mantengo a mis dos hijos al margen de esa historia. Más
tarde, cuando lo sepan todo, actuarán en función de su conciencia.”
Nepomuceno Paillalef Lefianao era el superior jerárquico de Etienne
Pesle. Hoy es un señor de 75 años, casi ciego, que sufre diabetes,
necesita dos inyecciones de insulina diarias, y camina a duras penas.
Llegó a París acompañado por su hijo y fue con él que compareció ante la
Corte Penal. El presidente Stephan permitió que declarara sentado.
Con una lucidez asombrosa explicó que los terratenientes de la región
de Temuco tenían a Etienne Pesle en la mira. Confirmó las declaraciones
de otros testigos: uno de ellos, Emilio Sandoval Poo, reservista en la
Fuerza Aérea de Chile, estuvo directamente involucrado en su detención.
Sandoval Poo, que nunca fue perseguido por la justicia y se ha
convertido en próspero hombre de negocios, es uno de los 14 acusados del
juicio francés.
Paillalef Lefianao multiplicó detalles, datos, informaciones sobre los secuestradores y verdugos de Pesle.
Al final de su interrogatorio el presidente Stephan le preguntó:
–¿Por qué aceptó viajar a Francia para comparecer ante esta corte a pesar de su estado de salud tan delicado?
Contestó Paillalef Lefianao:
–Es la primera vez desde hace 37 años que hablo de esto. En la vida
de todos los días hay mucha gente que hace grandes discursos sobre los
derechos del hombre. Esteban (Etienne en francés) actuaba. Era un hombre
de bien. Cuando desapareció no hice nada. Tenía cuatro hijos. Mi esposa
y yo perdimos nuestro trabajo. Nuestra situación se volvió muy
precaria… Cuando me enteré del juicio, me pareció que había llegado el
momento de cumplir con mi deber.
Nepomuceno Pillalef se quedó callado sentado en su silla. El
presidente de la corte lo miró con respeto. El anciano se notaba sereno,
aliviado. Su hijo lo ayudó a levantarse.
El miércoles 15 de diciembre la Corte Penal de París trató el caso de
la desaparición de Jean Yves Claudet, secuestrado en Buenos Aires en
1975 por los servicios secretos argentinos a petición de la Dina.
A lo largo de todo el día diversos expertos internacionales sobre el
Plan Cóndor se sucedieron en el tribunal. Entre ellos destacaron John
Dinges y Martín Almada.
Dinges, reconocido periodista estadunidense autor de Operación
Cóndor. Una década de terrorismo internacional en el Cono Sur –libro de
referencia sobre el tema, publicado en 2004– explicó con profusión de
detalles cómo había nacido esa colaboración estrecha entre los servicios
de inteligencia de Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay e Uruguay.
Insistió sobre el hecho de que esa alianza se había sellado en Santiago
de Chile por iniciativa de Augusto Pinochet el 26 de noviembre de 1975.
A su vez, el abogado paraguayo Martín Almada contó cómo había
descubierto los Archivos del Terror. Así se le llama hoy a la multitud
de documentos de los servicios de inteligencia de Paraguay abandonados
en una oficina de la Sección Política y Afines de la Policía de
Investigaciones de Asunción, que documentan la represión de la dictadura
del general Alfredo Stroessner y los entretelones del Plan Cóndor.
Bien avanzada la tarde se dio la palabra a los familiares de Jean
Yves Claudet. Pero no pudo comparecer Ahrel Danus, su esposa, que
llevaba años esperando ese juicio. Falleció de cáncer en Chile tres
semanas antes de que se iniciara el proceso.
Sus dos hijos, hoy médicos en Chile, tenían nueve y 12 años cuando
desapareció Claudet. Vivian exiliados en Francia. No asistieron al
juicio.
Marcelle y Jaqueline son sus hermanas. La primera se quedó viviendo
en Chile hasta 1981, cuando tuvo que refugiarse en Francia. La segunda,
más involucrada en la lucha política, fue “repatriada” a Francia en
1974.
Marcelle contó: “En la familia no hablábamos demasiado de Jean Yves,
pero nunca dejamos de mover cielo y tierra para encontrar sus huellas.
Algún tiempo después de su desaparición, mi madre dijo: ‘Agradezco si lo
están torturando porque significa que sigue vivo’. Yo hoy digo: Ojalá y
lo hayan matado muy pronto. Así no tuvo que aguantar torturas”.
Recordó Jacqueline: “A finales de octubre, Jean Yves vino a
visitarme, acababa de nacer mi hija. Quería conocerla. Me dijo que
viajaba a Canadá. En realidad se iba a Argentina para cumplir una
misión. Su última misión. Nunca lo volví a ver”.
Fuente, vìa :
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/86881
http://proceso.com.mx/rv/modHome/detalleExclusiva/86881
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