Islamophobia, cartel de Ridzdesign
Gracias
al pastor de una minúscula secta de Florida, el noveno aniversario del
atentado a las Torres Gemelas nos ha ofrecido elementos para
reflexionar sobre las relaciones entre propaganda y mediocracia, hechos y
opiniones, racionalidad y emociones colectivas.
Después de este 11 de
septiembre de 2010 tan complicado, uno se podría zafar de las
desconcertantes proclamas del fanático religioso de Florida declarando
que el Terry Jones de Gainesville nos ha hecho reír más que el Terry
Jones de Monthy Pyton.
T. J.
(así lo llamaremos en estas páginas) ha sido pintado como un
exhibicionista, un exaltado, un idiota, un loco, un mojigato
fundamentalista, un imbécil en busca de publicidad, un cínico astuto,
un oscuro provocador. Y también como un peligroso subversivo, el
árbitro del destino del planeta y, según el presidente Obama, un
“doble” que facilita el reclutamiento para Al Qaeda.
Sin embargo, su acción
(mejor dicho su intención, o su amenaza) ha sido una gran enseñanza,
quizás inconsciente, sobre el uso que se puede hacer de los medios
masivos en la época de la mediocracia y de los fundamentalismos.
La historia del hombre,
en sus rincones más oscuros, está alumbrada por las llamas con las que
tiranos y fanáticos siempre han tratado de imponer una sociedad que los
refleje a ellos mismos, cancelando los pensamientos disonantes y las
voces estridentes. Son las llamas de las quemas de libros, obras
peligrosas para la autoridad establecida. Pero, como escribió el poeta
alemán Heinrich Heine en 1821: “Ahí donde se queman libros se acaban
quemando también seres humanos.”
En El agente secreto
(1907), de Joseph Conrad, Verloc, un espía infiltrado en grupos
anarquistas debe cometer un atentado contra el Real Observatorio de
Greenwich, porque “si el meridiano cero estalla”, los periodistas no
sabrán qué escribir para justificar una acción de ese tipo.
Conrad planteó una teoría
de la comunicación y la propaganda que, después de un siglo, ya no es
un instrumento exclusivo de anarquistas, fanáticos o terroristas, y ni
siquiera prerrogativa de dictadores o magnates de los medios masivos.
Los hechos como simples pretextos para la propaganda: es la práctica
común de todos los que quieren ser escuchados con atención en la
sociedad mediocrática. Exactamente como T. J.
El 30 de octubre 1938, los
marcianos invadieron Estados Unidos. “Señoras y señores, esto es lo
más terrorífico que nunca haya presenciado...” Es la famosa broma de
Orson Welles que, por medio de su programa radiofónico, aterrorizó a
Estados Unidos leyendo una dramatización del libro de H. G.
Wells, La guerra de los mundos. Más tarde, recordando aquel incidente,
Welles dijo: “Por lo que hicimos, tenía que acabar en la cárcel, pero,
al contrario, acabé en Hollywood.” Este comentario es muy revelador
sobre el sistema de comunicación que tenemos, sobre sus necesidades y
sus apetitos. Hemos pasado de los hechos a los acontecimientos (evento,
en español, y aun contra Carlos Fuentes, es “lo que puede o no
suceder”. Por eso cambio a acontecimiento), de la realidad, a lo
“noticiable”.
En plena época de optimismo kennedyano, Daniel Boorstin publicó The Image: A Guide to Pseudo-Events in America (1962),
que explicaba cómo la sociedad estadunidense estaba construyendo, a
través de los medios masivos de comunicación, una hiperrealidad pública
artificial. Mediante este procedimiento, escribía Boorstin, la
verosimilitud de los seudo acontecimientos toma el lugar de la realidad
de los hechos.
El reverendo Terry Jones promoviendo su campaña de quema del Córan. Foto: John Raoux
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En los años sesenta,
los seudo acontecimientos buscaban manipular la percepción de la
realidad de su audiencia, o sea los medios masivos, los políticos y la
opinión pública. Hoy, en cambio, esa misma audiencia es parte activa en
la realización de los seudo acontecimientos y quien sepa seducir y
despertar los apetitos de los medios puede convertirse en una
celebridad. Exactamente como T. J.
El sistema emocional de
los medios masivos necesita nuevos héroes todos los días, cerillos para
prender el fuego de las ansiedades y los entusiasmos colectivos. En
1968, Andy Warhol profetizó un futuro (nuestro presente) donde todo
mundo tiene quince minutos de celebridad. Nueve años después,
apiadándose de tanta brevedad, David Bowie en Héroes extendió la gloria inesperada a just for one day.
Después de todo, los mitos de los cuentos populares ilustran a la
perfección la fugacidad de las quimeras: Cenicienta tiene que volver
antes de medianoche, cuando se deshaga el hechizo y deba regresar a su
vida real. La varita del hada puede crear un mundo perfecto, pero las
zapatillas de cristal no aguantan los golpes poderosos del tiempo que
transcurre.
Hoy los reality shows
tratan, en todas formas, de alargar lo más posible el período de
celebridad de sus maniquíes, las seudo personas lanzadas al aire con
alas catódicas, de plasma o de cristal líquido, ya que es demasiado
gasto buscar y presentar a diario nuevas estrellas. Sin embargo,
liberados de escrúpulos improductivos, los medios han descubierto la
crónica negra como fuente inagotable de ídolos (cuya veneración
incluye, obviamente, el asco y la repugnancia): asesinos en serie,
madres infanticidas, narcotraficantes siniestros, viejos jefes de
gobierno que se acuestan con jóvenes prostitutas, fanáticos religiosos,
estrellas de rock con implantes de silicones hasta en el cerebro.
Ahora bien, este inmenso circo de freaks es el mar donde los medios masivos han pescado también a T. J.,
que entre julio y agosto concedió más de 150 entrevistas, y que al
principio de septiembre figuró entre las noticias más importantes en
todos los noticieros del mundo. El jefe de prensa del presidente de
Estados Unidos, Robert Gibbs, declaró polémicamente que “hubo más gente
en sus ruedas de prensa que escuchando sus sermones”.
Ya en 2008, un pastor de
la Westboro Baptist Church, en Topeka, había organizado una quema del
Corán. Sin embargo, los medios decidieron pasar por alto sus delirios.
¿Por qué, entonces, T. J., aquel personaje salido de una película de John Ford, se volvió tan rápidamente una estrella de los medios?
Todo surgió de las
simplificaciones sensacionalistas que se infiltran en el mercado
informativo. El proyecto de Park51, un centro cultural islámico cerca
de la zona del World Trade Center, incluye un teatro, una tienda de
libros, un restaurante, una ludoteca para niños, una alberca, un
gimnasio, una mezquita y un área ecuménica para la oración
interreligiosa. Todo eso fue bautizado por los medios como “la mezquita
de Ground Zero” que, en palabras de Sarah Palin, es “una provocación
inútil”, “una puñalada al corazón”. Para T. J. fue fácil pedir como rescate para salvar al Corán de las llamas: la renuncia a “la mezquita de la victoria islámica”. Con el timing perfecto de su provocación, el pastor de Florida logró una atención quizás inesperada.
A los ojos de los medios
masivos –que, hay que recordarlo, son empresas que venden un producto:
las noticias–, las emociones y los instintos son agentes de comercio
más hábiles que los pensamientos y las argumentaciones. Por eso, la
amenaza de un gesto simple y primitivo como la quema de un libro ha
capturado todo medio de comunicación y excitado su hambre de mensajes
sencillos y emocionales, y nuestra necesidad milenarista (¿milenaria o
milenarista?) de ansiedades colectivas. Los símbolos, los eslóganes y
los pretextos son muy poderosos en la sociedad mediatizada y
“emocionalizada”, porque, gracias a la continua repetición, se hacen más
verdaderos que la realidad.
¿Cómo es posible que la
simple amenaza de un gesto simbólico por parte de un anónimo bigotudo
de una ciudad perdida en Florida haya preocupado al general Petraeus,
comandante en jefe de las tropas estadunidenses en Afganistán?
Hoy la Web 2.0 de Twitter, Facebook o Flickr, que se funda en los UGC
(contenidos generados por los usuarios), ha transformado el tiempo
regulado por la salida de los periódicos o por el horario de los
noticieros en un flujo continuo e inagotable de datos en tiempo real.
Hemos perdido la ritualidad de la cita diaria con las noticias y hemos
logrado la actualización instantánea, directa y global.
En el mundo mediatizado no
existe un poder gubernamental que pueda controlar la información en
todo el territorio de su competencia. El mismo régimen chino, que
utiliza la censura en la web, tuvo muchos problemas para ocultar la
noticia del Premio Nobel concedido a Liu Xiaobo.
El espacio físico como
ámbito del control nacional no funciona en el mundo de Twitter. Existe,
al contrario, un tecnoespacio donde vivimos en la instantaneidad
temporal y en la simultaneidad espacial. Sólo los límites tecnológicos
del momento demarcan esta cancha. La geografía ya no es un orden y una
brújula, sino un vacío líquido donde emociones y datos informativos se
mueven y se agregan como gotas de mercurio. La democracia
representativa que selecciona las aportaciones de sus ciudadanos ya no
existe en la Web 2.0. En ese mundo hay una nueva forma de democracia
directa, donde todo se manifiesta y se mide con todo. Aquí es la bolsa
valores de la curiosidad (sea intelectual o morbosa) la que decide el
destino de un hecho, de un acontecimiento, de un seudo acontecimiento.
Es la reputación que decide el destino de una noticia. Somos todos
rehenes de las emociones que los medios nos hacen sentir, indignación
incluida.
T. J.
era un platillo exquisito: sencillo, tosco, sanguíneo, irreflexivo,
simbólico. Un excelente “producto informativo” que ya no era sólo el
pastor Jones, sino también un icono, un símbolo. Una vez mediatizado,
fue cargado de responsabilidades que no eran suyas, sino de su imagen
lanzada en la hiperrealidad de las noticias.
Una imagen nunca
representa solamente lo que hay en ella, porque despierta temores,
prejuicios, lugares comunes, deseos y esperanzas. En el circo emocional
de los medios masivos, un gesto que sea mediático y mediatizado se
vuelve emblema y, entonces, significa mucho más de lo que es. He allí
por qué un idiota puede ser investido del poder de representar a una
nación entera, un poder falaz, inexistente, pero adecuado al mundo
sensacionalista de los medios y de los fundamentalismos.
Medios masivos y
fundamentalismos comparten las modalidades de acceso a la mente de sus
clientes: explotación del miedo y de la ansiedad colectiva, reducción
del razonamiento a eslogan, inducción a la pasividad y a la renuncia al
análisis personal, ofrecimiento de una identidad colectiva fundada
sobre un sentimiento antagónico, destrucción de la opinión pública y
construcción de una emoción pública.
La mezcla entre medios y
fundamentalismos es entonces explosiva, porque liquida la confrontación
racional de ideas diferentes. De hecho, también quien no tiene nada
que ver con un cierto fanatismo, es inducido a asumir una actitud
visceral e instintiva cuando se enfrenta con la realidad ofrecida por
los medios. Es así como nos estamos deslizando, de la confrontación de
razones típica de la democracia, al choque de emociones típico de la
mediocracia. Hoy la opinión pública es más bien emoción pública.
Vivimos entonces en una
época de fundamentalismos (religiosos y de otras especies) que son
hábilmente aprovechados por dos poderes que, cada cual con sus fines,
se respaldan mutuamente: los políticos y los medios.
El problema es que, en un
mundo que ha perdido su capacidad de reflexionar racional y civilmente;
en un mundo que ya no tiene como patrimonio común la actitud de
comprensión del otro, la ignorancia es peligrosa, especialmente frente a
un micrófono.
El sensacionalismo es una
necesidad contable. Para los consejos de administración de los grandes
grupos editoriales, obviamente. Ese tono que envuelve las noticias nos
hace rehenes de las imágenes que pasan frente de nuestros ojos. Para
existir, la realidad tiene que ser narración, tiene que transformarse en
eslogan, tiene que mediatizarse, o sea “emocionar”; tiene que
simplificarse y ser digerible para el estómago delicado de los
consumidores de noticias.
Desafortunadamente, los
medios no son institutos filantrópicos, no son fundaciones para el
desarrollo educativo. Son empresas económicas con un objetivo claro:
ganar dinero vendiendo noticias, o mejor dicho, vendiendo el mayor
número de consumidores impulsivos, excitados e irracionales a los
anunciantes de comerciales.
El hombre no vive, como
los animales, en una realidad natural, sino en una realidad cultural.
Nuestra vida es simbólica, representamos todo lo que hacemos. Toda
cultura pone a sus nativos en una representación de sí misma por medio
de una clasificación y selección de la realidad. Hoy navegamos en la
red, mañana nadaremos en ella, o sea, seremos tan parte de ella que
aceptaremos con entusiasmo la falsedad de las creaciones que nos
propondrá, porque serán las metáforas o las realizaciones de nuestros
deseos o de nuestros pensamientos.
Cuando el mundo era o
parecía desconocido, el hombre trataba de comprender sus leyes. Luego
ha tratado de remplazarlo por un mundo diferente, más confortable y
quizá más humano, al estar realizado por el hombre mismo. Pero hacerse
Dios no es quizá tan excitante como parece cuando somos solamente seres
humanos.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/16/sem-fabrizio.html
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/16/sem-fabrizio.html
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