Los cruentos enfrentamientos ocurridos desde la noche del miércoles en Apatzingán, Michoacán, entre supuestos integrantes de La Familia Michoacana y
elementos de la Policía Federal, se reprodujeron ayer en otros 12
municipios de esa entidad, incluida la capital, Morelia, donde los
delincuentes bloquearon cuatro de los seis accesos por carretera a la
ciudad con tráileres, autobuses locales y foráneos y automóviles, que
incendiaron. El saldo preliminar de estos hechos es de tres civiles y
dos efectivos militares muertos, según informó ayer el secretario de
Gobierno estatal, Fidel Calderón.
Así, a la cuota diaria de ejecuciones y levantones en
Michoacán y en otras entidades se suman ahora enfrentamientos en escala
cada vez mayor entre grupos de la delincuencia organizada y efectivos
policiales y militares. Es inevitable percibir una relación causal entre
la intensificación y el incremento de la violencia y el empeño
gubernamental en catalogar como
guerraalgo que, en rigor, no habría debido serlo: el tratamiento de la delincuencia organizada no como un complejo fenómeno social, sino como un enemigo a exterminar, ha derivado en la proliferación de escenarios de confrontación bélica en distintos puntos del territorio nacional; en la conversión de las organizaciones delictivas en bandos beligerantes –cuya capacidad operativa y de fuego se muestra, por lo demás, equivalente o incluso superior a la de las fuerzas públicas–, y en la transformación de los desafíos a la seguridad pública y a la vigencia de las leyes en una crisis de seguridad nacional.
El manifiesto fracaso de la actual política de seguridad pública
tendría que conducir al gobierno federal a una revisión autocrítica y
honesta de la misma, al reconocimiento de la complejidad y la dimensión
del problema que se enfrenta, y al correspondiente viraje en los
planteamientos y las acciones orientados a combatir la criminalidad.
Pero, lejos de la altura de miras necesaria para llevar a cabo
tales cambios, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón
Hinojosa, denigra su propia investidura y se comporta no como estadista,
sino como dirigente de facción: ayer, al referirse a las recientes
informaciones de que el presunto dirigente de La Familia, Servando Gómez, La Tuta, aún
conserva su plaza de profesor de primaria en Michoacán, Calderón
reiteró las insinuaciones sobre vínculos entre esa banda delictiva y el
perredismo michoacano, exigió explicaciones al gobierno encabezado por
Leonel Godoy y recriminó a éste un caso de penetración del crimen
organizado en las instituciones públicas que sin duda es inaceptable,
pero que no es privativo de esa entidad: episodios semejantes se han
producido en los tres niveles de gobierno, incluido el federal, como
quedó de manifiesto con la detención de altos mandos de la Policía
Federal y la Procuraduría General de la República vinculados con el narco y descubiertos durante la llamada Operación Limpieza.
Los reclamos referidos retratan a un gobernante más interesado en
agitar en su beneficio el escenario electoral de su entidad natal y en
fustigar a opositores políticos que en enfrentar de manera eficaz la
escalada delictiva. Tal actitud exhibe nuevamente la parcialidad que ha
caracterizado a la actual administración en distintos ámbitos –entre
ellos la seguridad pública y la procuración de justicia–, y descalifica
al propio gobierno ante el conjunto de sus interlocutores y ante la
sociedad.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/10/index.php?section=edito
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/10/index.php?section=edito
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