Todo comenzó cuando un día que oriné sangre recordé la trágica película Biutiful
y asustado comencé a hacer llamadas hasta dar con un buen urólogo. No
opté por el sector público porque sabía que ello podría implicar varios
días de espera hasta llegar con un especialista, y era evidente que no
había tiempo que perder.
Después de hacerme un ultrasonido, el doctor me informó que se
trataba de un tumor y que 90 por ciento de los tumores de vejiga son
cáncer. Decidí hacer uso de mis ahorros para poder operarme de
inmediato, pues sabía también que mi seguro privado no cubriría el
procedimiento médico por no haber completado aún los primeros dos años
de antigüedad. El resultado de histopatología indicó que se trataba de
un extraño tumor benigno, que en ocasiones reaparece y, cuando esto
sucede, puede tornarse maligno. El médico determinó que debía recibir
ocho aplicaciones semanales de quimioterapia preventiva. Dado que en la
operación había gastado la mitad de mis ahorros, decidí recurrir al
Seguro Popular para la etapa de quimioterapia. Fui remitido al área de
Urología del Hospital Civil Viejo de Guadalajara. Después de múltiples
intentos, logré que me recibiera un especialista. Éste me indicó que yo
debía
conseguir por fuerala medicina y llevárselas para programar la aplicación. Ante mi desconcierto me sugirieron ir a Trabajo Social a ver si me podían
ayudar de alguna forma. La respuesta de éstos fue que intentarían conseguir algo con Cáritas y el DIF,
para juntar dinero por lo menos para una aplicación.
Dado el desolador panorama, me seguí tratando por la vía privada, hasta que llegó el momento de hacer el primer
procedimiento de rutina, llamado cistoscopia. El proceso para acceder a una cama del hospital civil tomó dos meses. Acompañado de un buen libro, hice las largas filas abstraído del rudo entorno. Así llegué a la cama 15 del pabellón Julio Clemen. Una amplia sala con altos y anchos muros coloniales, donde tenían todo tipo de pacientes: desde un señor sin la mitad del cráneo, que parecía un cuadro de Picasso y, sin embargo, reía; otro que tenía quemado el cuerpo entero, del que emanaban olores terribles y cuya camilla estaba cubierta por un mosquitero a sólo tres camas de la mía; otro señor con apoyo respiratorio, hasta casos sencillos como el mío. Tenía que pasar al menos 30 horas ahí.
Llegó la hora de comer pero, para mi sorpresa, el carrito con cajas
de unicel pasó de largo. Pregunté por mi comida a una enfermera y su
respuesta fue que
si los doctores no lo indican, no hay comida. Tampoco me permitían salir, pese a estar en perfectas condiciones para hacerlo, porque podía perder la apetecida cama. ¿Cómo es posible eso? Los baños no cuentan con papel higiénico. Pedí una frazada para pasar la noche, pero resulta que tampoco cuentan con frazadas, porque
esas cosas las deben traer los pacientes. ¿Qué cubren entonces los mil pesos que uno paga? Porque gratis, cien por ciento gratis, no es.
Por fin llegó un camillero. Me llevó a uno de los 12 quirófanos. El
doctor que estaría a cargo del procedimiento era más bien un estudiante
en su práctica social. No había visto los estudios ni el informe del
especialista que me había operado meses atrás. Igual me dijo: de todos
modos, usted tiene cáncer, pero no se preocupe, que está apenas
comenzando. Yo le respondí que el estudio de patología indicaba que no
era cáncer. Me respondió: todos los tumores de vejiga son cáncer. Yo le
insistí que el primer urólogo que vi me dijo que no tengo cáncer. Me
respondió con una sonrisa irónica que casi permitía adivinar que no le
gusta su profesión:
ándele pues, entonces no tiene cáncer. El anestesista pidió a la enfermera un material que no le pudieron dar. Vaya al quirófano cinco o al siete y pídales que le presten uno, insistió… pero fue inútil. De todos modos, resolvió de alguna forma.
Cuando desperté me llevaron de regreso al pabellón colonial.
El casi doctor me informó que habían encontrado una lesión tumoral de
cinco centímetros y retirado una muestra para analizarla. Contrariado,
le pregunté si habían eliminado el resto del tumor que había vuelto a
brotar. Su respuesta fue que no, porque no estaba previsto en el
procedimiento más que la revisión y el retiro de una muestra. Mire
señor, me dijo, si usted se quiere quejar, vaya a un hospital privado;
aquí el paciente debe guardar silencio y escuchar lo que dice el médico.
Le pedí su apellido, pues sólo sabía que se llama Francisco, pero no me
hizo caso, se dio la media vuelta y se fue. Yo mismo me quité el suero y
aún bajo el efecto de la anestesia me fui persiguiendo al casi doctor
por el largo pasillo.
Cuando lo alcancé estaba hablando agitadamente por celular. Poco
después llegaron tres colegas suyos. Me preguntaron que qué prefería, si
que ellos analizaran la muestra, lo cual tomaría dos meses, o que lo
hiciera yo por fuera. Opté por lo segundo. Me entregaron la bolsa de
plástico con mi trocito de vejiga flotando en formol. Les pedí una
receta de antibióticos. Cuando me la dieron, agregaron: pida cita en
urología para dentro de tres meses, y traiga los resultados del estudio.
Pero si es cáncer debería regresar antes, ¿no? –apelé, a lo cual uno de
ellos respondió: no le hace, usted pida cita para dentro de tres meses.
Esto sucedió hace un mes.
El resultado del laboratorio indicó:
sin evidencia de malignidad. El nuevo urólogo del sector privado que acabo de ver me confirmó que no tengo cáncer y que gozo de buena salud. Debo repetir el procedimiento de rutina cada tres meses por lo menos por un año. ¿Será aconsejable regresar al Seguro Popular? ¿Qué pasa con los compatriotas que no tienen otra opción? Sin duda ingresaré estas quejas ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico, ante Derechos Humanos y ante el Ministerio Público. Después de esta experiencia, cada vez que escucho por radio y televisión el ridículo silbido de la campaña del gobierno presumiendo que gracias a Calderón ahora todos los mexicanos tenemos servicio de salud, constato que nos están tomando el pelo.
Vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/03/opinion/019a2pol
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