(APe).- “Lo bajamos. El hijo de puta se parapetó detrás de un árbol y se
defendía con una 22. Lo cagamos a tiros y no se caía el hijo de puta”.
Media sonrisa bosquejaba el rostro de ese hombre llamado Ernesto. Quién
sabe qué extrañas razones hacen que uno siga asociando el nombre Ernesto
únicamente a la utopía y la entrega. No caben allí las traiciones ni la
perversidad. Pero la historia entrega largos listados que podrían
incluso derivar en alguna rara confusión ideológica. Después de todo,
Rodolfo no fue únicamente aquel portador de dos yambos aliterados –como
él mismo definió en su autobiografía para aludir a su nombre y apellido-
sino que hay unos cuantos del otro lado de la vida (o más bien de la
muerte).
“No se caía el hijo de puta”, contaron que dijo en tren de confesiones escuchadas entre los que no tenían que sobrevivir puertas adentro del infierno un Ernesto. Era el subcomisario Ernesto Frimón Weber. Lo llamaban “el Maestro”, un sustantivo que asociamos fácilmente a hombres como Paulo Freire o Simón Rodríguez pero que, para entender claramente maestro en qué, también era apodado “el 220”.
Aquella tarde de otoño germinal Rodolfo Walsh (Rodolf Fowolsh, como se llamaba a sí mismo en la infancia) caminaba en los alrededores de las avenidas San Juan y Entre Ríos, entre el asfalto porteño que no lo defendería de los crueles. Había dejado apenas un rato antes los primeros ejemplares de su Carta a la Junta Militar en un buzón de Plaza Constitución. No contaba con que sus últimos respiros toparían con el jefe del Grupo Operativo de la Policía Federal que salía a la calle y que comandaba Weber. Cómo imaginar que delante de sí, disparándole la primera bala estaría un hombre de apellido homónimo a aquel otro Weber (Max) que justamente definió que el Estado es una entidad que detenta el monopolio de la violencia y los medios de coacción mucho antes de su nacimiento.
Debieron pasar 34 años para que su mujer, Lilia Ferreira, escuchase decir que “se condena a Ernesto Frimon Weber a la pena de prisión perpetua, inhabilitación absoluta y perpetua” por la muerte de su hombre y las de tantos otros vulnerados como Alice Domon, Angela Auad, María Esther Balestrino de Careaga, Azuzena Villaflor, Leonnie Duquet, entre otros.
***
Tenía 11 años aquel día que para él se vistió de gloria. Las dos ruedas de su bicicleta flamante eran el sueño al que asirse y desde el que podía soñar con volar. Tantas veces lo haría luego, con el correr de los años. Lo llamaban “Nano” desde su infancia en Sarandí y la meta en la vida era la de trepar al cielo con esas acrobacias que lo transformaban en el aire para devolverlo con elegancia al suelo absolutamente intacto. Una vez –cuentan los que lo conocieron- llegó a la televisión grande: en el programa de Susana Giménez, entre el glamour y las estrellas de la fama, le pagaron 3000 dólares por una presentación.
Aquella tarde de hace diez años Diego “Nano” Lamagna se subió al 24 y se bajó en el centro porteño. Apenas unos minutos después de las tres un enfermero intentaba vanamente atarlo a la vida con infructuosa respiración boca a boca. Atrás, muy lejos, quedaban ancladas sus cabriolas por el aire. Ya no habría un par de ruedas que lo elevaran aunque más no fuese una sola vez hasta la gloria. El 21 de diciembre de 2001 su mamá, en Sarandí, recibió la noticia. A su muchacho lo habían acribillado en la masacre y ya nunca volvería.
A pocos metros del suyo, el cuerpo de Gastón atravesaba sus últimos borbotones. Desde hacía tres años le peleaba a la vida arriba de una moto y fue –como tantos otros motoqueros- parte de la caballería, recorriendo las calles, llevando agua a los manifestantes, repartiendo limones para frenar los efectos de los gases lacrimógenos.
“Vi a Gastón en la pantalla del televisor, lo llevaban colgando y el cronista decía que era uno de los muertos... Pensé que no podía ser, que estaba soñando. No se le veía la cara y me desesperé. Pero reconocí su contextura física, su remera, su riñonera”, contó alguna vez Mari, su mujer. Gastón Riva era un sobreviviente. Había empezado a trabajar a los 14 y en el 92 había primereado en las luchas de Somisa cuando los despidieron masivamente. Después “hizo de todo, trabajó en una maderera, en el campo juntando huevos... Como era un pibe le daban esos trabajos de mierda. Siempre cuenta... o sea... contaba, que apenas terminaba de juntar, las gallinas ya habían puesto 200 huevos más”.
La última noche –y ella no puede dejar de leerlo como una premonición- cenó toda la familia junta y no era habitual. Mari, Gastón y los tres chicos: Camila, Agustina y Matías.
“Nos vemos después de tomar el poder”. Diego, un amigo y compañero de militancia de Carlos “Petete” Almirón, dijo que esa fue la última frase que cruzó con él –entre risas- ahí nomás de Plaza de Mayo. Poco después, un disparo policial en el pecho le arrebataría la vida y ya no habría poder que se la devolviese. Estudiaba sociología, hacía changas con el padre y militaba en la Correpi y en la Coordinadora de Desocupados 29 de Mayo.
“Que se vayan todos...y están todos menos los que murieron”, dijo amargamente alguna vez su mamá, Marta. Tendría 33 años si lo hubiesen dejado. En la noche del 19 de diciembre le pidió a Marta que le enseñara a hacer una omelette. A la noche siguiente, cerca de las 10, dejaba de respirar en el hospital. En una de tantas discusiones con ella él le respondía “¿vos no ves esos chicos que se mueren de hambre, esas mamás embarazadas, desnutridas? Tenemos que salir a hacer algo, es la única manera de que nos atiendan”.
Los tres, Nano, Gastón y Petete murieron bajo las balas comandadas por el entonces subcomisario Ernesto Weber. Ya no Ernesto Frimón sino Ernesto Sergio, su hijo.
***
Hay círculos que nunca cierran. Simplemente aparecen las puntas de iceberg que recuerdan cada tanto que están ahí. Agazapados. Esperando el momento justo para mostrarse. Brazos de un Estado que les ordena la muerte como bandera y estandarte.
Ernesto Frimon y Ernesto Sergio. Los dos Weber.
Cuentan que el padre era un maestro en el uso de la picana. Una vez más, las coincidencias. La picana, ese invento de Polo Lugones –policía de los tiempos de Uriburu e hijo del poeta que supo ser anarquista, socialista, conservador y, finalmente, fascista- no sólo fue usado para torturar a miles y miles de militantes y luchadores, sino también a la misma hija de su creador: Pirí Lugones, secuestrada en diciembre del 77 y asesinada tres meses más tarde.
Ernesto Frimon y Ernesto Sergio. Los dos Ernesto cargan con demasiados nombres en su mochila. Probablemente el hijo hubiera escuchado tantas vanaglorias de su padre que, ya subcomisario, lo habrán colmado de orgullo: Walsh, las monjas francesas, la madre de las Madres...y también –según describió vastamente Adriana Meyer en Página 12, algunos años atrás- participó de los secuestros de Graciela Daleo, Norma Arrostito y Alicia Milia.
Pero luego el hijo tendría sus propias y personales condecoraciones: “Weber tuvo durante las horas del conflicto un rol preponderante en la represión de los manifestantes, especialmente en la zona de Avenida de Mayo donde se produjeron homicidios y lesiones aún no esclarecidos”, escribieron los jueces de la Cámara Federal Gabriel Cavallo y Horacio Vigliani. Es que la jueza María Servini de Cubría sólo lo había indagado a Weber por lesiones. Y no transcurriría demasiado hasta participar en la represión de la legislatura y la detención de 15 mlitantes que repudiaban la sanción del Código Contravencional.
La condecoración y el reconocimiento le llegaría en 2005, durante el gobierno de Néstor Kirchner, en que fue ascendido a comisario y quedó completamente a cargo de la Comisaría 27 de Capital.
Cazadores de portadores de sueños que germinan desde la tierra más honda. Los acribillan a mansalva. Los pisotean o arrojan sus cuerpos al riachuelo. Picanean sus utopías y asesinan la dignidad. Sin saber que alguien recogerá las alas. Que alguien nacerá desde lo más hondo para volver a intentarlo. Para gritar a los cuatro vientos que la vida no se negocia y que -como alguna vez escribió un maestro de verdad como José Martí- “hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí”. Y desde allí renacerán.
“No se caía el hijo de puta”, contaron que dijo en tren de confesiones escuchadas entre los que no tenían que sobrevivir puertas adentro del infierno un Ernesto. Era el subcomisario Ernesto Frimón Weber. Lo llamaban “el Maestro”, un sustantivo que asociamos fácilmente a hombres como Paulo Freire o Simón Rodríguez pero que, para entender claramente maestro en qué, también era apodado “el 220”.
Aquella tarde de otoño germinal Rodolfo Walsh (Rodolf Fowolsh, como se llamaba a sí mismo en la infancia) caminaba en los alrededores de las avenidas San Juan y Entre Ríos, entre el asfalto porteño que no lo defendería de los crueles. Había dejado apenas un rato antes los primeros ejemplares de su Carta a la Junta Militar en un buzón de Plaza Constitución. No contaba con que sus últimos respiros toparían con el jefe del Grupo Operativo de la Policía Federal que salía a la calle y que comandaba Weber. Cómo imaginar que delante de sí, disparándole la primera bala estaría un hombre de apellido homónimo a aquel otro Weber (Max) que justamente definió que el Estado es una entidad que detenta el monopolio de la violencia y los medios de coacción mucho antes de su nacimiento.
Debieron pasar 34 años para que su mujer, Lilia Ferreira, escuchase decir que “se condena a Ernesto Frimon Weber a la pena de prisión perpetua, inhabilitación absoluta y perpetua” por la muerte de su hombre y las de tantos otros vulnerados como Alice Domon, Angela Auad, María Esther Balestrino de Careaga, Azuzena Villaflor, Leonnie Duquet, entre otros.
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Tenía 11 años aquel día que para él se vistió de gloria. Las dos ruedas de su bicicleta flamante eran el sueño al que asirse y desde el que podía soñar con volar. Tantas veces lo haría luego, con el correr de los años. Lo llamaban “Nano” desde su infancia en Sarandí y la meta en la vida era la de trepar al cielo con esas acrobacias que lo transformaban en el aire para devolverlo con elegancia al suelo absolutamente intacto. Una vez –cuentan los que lo conocieron- llegó a la televisión grande: en el programa de Susana Giménez, entre el glamour y las estrellas de la fama, le pagaron 3000 dólares por una presentación.
Aquella tarde de hace diez años Diego “Nano” Lamagna se subió al 24 y se bajó en el centro porteño. Apenas unos minutos después de las tres un enfermero intentaba vanamente atarlo a la vida con infructuosa respiración boca a boca. Atrás, muy lejos, quedaban ancladas sus cabriolas por el aire. Ya no habría un par de ruedas que lo elevaran aunque más no fuese una sola vez hasta la gloria. El 21 de diciembre de 2001 su mamá, en Sarandí, recibió la noticia. A su muchacho lo habían acribillado en la masacre y ya nunca volvería.
A pocos metros del suyo, el cuerpo de Gastón atravesaba sus últimos borbotones. Desde hacía tres años le peleaba a la vida arriba de una moto y fue –como tantos otros motoqueros- parte de la caballería, recorriendo las calles, llevando agua a los manifestantes, repartiendo limones para frenar los efectos de los gases lacrimógenos.
“Vi a Gastón en la pantalla del televisor, lo llevaban colgando y el cronista decía que era uno de los muertos... Pensé que no podía ser, que estaba soñando. No se le veía la cara y me desesperé. Pero reconocí su contextura física, su remera, su riñonera”, contó alguna vez Mari, su mujer. Gastón Riva era un sobreviviente. Había empezado a trabajar a los 14 y en el 92 había primereado en las luchas de Somisa cuando los despidieron masivamente. Después “hizo de todo, trabajó en una maderera, en el campo juntando huevos... Como era un pibe le daban esos trabajos de mierda. Siempre cuenta... o sea... contaba, que apenas terminaba de juntar, las gallinas ya habían puesto 200 huevos más”.
La última noche –y ella no puede dejar de leerlo como una premonición- cenó toda la familia junta y no era habitual. Mari, Gastón y los tres chicos: Camila, Agustina y Matías.
“Nos vemos después de tomar el poder”. Diego, un amigo y compañero de militancia de Carlos “Petete” Almirón, dijo que esa fue la última frase que cruzó con él –entre risas- ahí nomás de Plaza de Mayo. Poco después, un disparo policial en el pecho le arrebataría la vida y ya no habría poder que se la devolviese. Estudiaba sociología, hacía changas con el padre y militaba en la Correpi y en la Coordinadora de Desocupados 29 de Mayo.
“Que se vayan todos...y están todos menos los que murieron”, dijo amargamente alguna vez su mamá, Marta. Tendría 33 años si lo hubiesen dejado. En la noche del 19 de diciembre le pidió a Marta que le enseñara a hacer una omelette. A la noche siguiente, cerca de las 10, dejaba de respirar en el hospital. En una de tantas discusiones con ella él le respondía “¿vos no ves esos chicos que se mueren de hambre, esas mamás embarazadas, desnutridas? Tenemos que salir a hacer algo, es la única manera de que nos atiendan”.
Los tres, Nano, Gastón y Petete murieron bajo las balas comandadas por el entonces subcomisario Ernesto Weber. Ya no Ernesto Frimón sino Ernesto Sergio, su hijo.
***
Hay círculos que nunca cierran. Simplemente aparecen las puntas de iceberg que recuerdan cada tanto que están ahí. Agazapados. Esperando el momento justo para mostrarse. Brazos de un Estado que les ordena la muerte como bandera y estandarte.
Ernesto Frimon y Ernesto Sergio. Los dos Weber.
Cuentan que el padre era un maestro en el uso de la picana. Una vez más, las coincidencias. La picana, ese invento de Polo Lugones –policía de los tiempos de Uriburu e hijo del poeta que supo ser anarquista, socialista, conservador y, finalmente, fascista- no sólo fue usado para torturar a miles y miles de militantes y luchadores, sino también a la misma hija de su creador: Pirí Lugones, secuestrada en diciembre del 77 y asesinada tres meses más tarde.
Ernesto Frimon y Ernesto Sergio. Los dos Ernesto cargan con demasiados nombres en su mochila. Probablemente el hijo hubiera escuchado tantas vanaglorias de su padre que, ya subcomisario, lo habrán colmado de orgullo: Walsh, las monjas francesas, la madre de las Madres...y también –según describió vastamente Adriana Meyer en Página 12, algunos años atrás- participó de los secuestros de Graciela Daleo, Norma Arrostito y Alicia Milia.
Pero luego el hijo tendría sus propias y personales condecoraciones: “Weber tuvo durante las horas del conflicto un rol preponderante en la represión de los manifestantes, especialmente en la zona de Avenida de Mayo donde se produjeron homicidios y lesiones aún no esclarecidos”, escribieron los jueces de la Cámara Federal Gabriel Cavallo y Horacio Vigliani. Es que la jueza María Servini de Cubría sólo lo había indagado a Weber por lesiones. Y no transcurriría demasiado hasta participar en la represión de la legislatura y la detención de 15 mlitantes que repudiaban la sanción del Código Contravencional.
La condecoración y el reconocimiento le llegaría en 2005, durante el gobierno de Néstor Kirchner, en que fue ascendido a comisario y quedó completamente a cargo de la Comisaría 27 de Capital.
Cazadores de portadores de sueños que germinan desde la tierra más honda. Los acribillan a mansalva. Los pisotean o arrojan sus cuerpos al riachuelo. Picanean sus utopías y asesinan la dignidad. Sin saber que alguien recogerá las alas. Que alguien nacerá desde lo más hondo para volver a intentarlo. Para gritar a los cuatro vientos que la vida no se negocia y que -como alguna vez escribió un maestro de verdad como José Martí- “hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí”. Y desde allí renacerán.
Vìa, fuente :
http://www.pelotadetrapo.org.ar
http://www.pelotadetrapo.org.ar
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