Desde abril de 2007, apenas a cuatro meses de iniciada la guerra
contra el crimen organizado, “Felipe Calderón admitió que habría
cometido un error de cálculo sobre la profundidad y amplitud de la
corrupción y también sobre la penetrante influencia del narcotráfico en
México, que estaba más allá de toda comprensión”.
Lo
anterior se desprende de la información proporcionada por José María
Aznar al embajador de Estados Unidos en Madrid, Eduardo Aguirre, pocos
días después de que el otrora mandatario español conversara en Los Pinos
con Calderón Hinojosa. Testimonio que, como otros de los muchos que aún
faltan, conocemos por la extraordinaria labor informativa desplegada
por Wikileaks y su fundador Julian Assange, ahora prisionero en Londres
merced a las exigencias del Departamento de Estado, mismo al que
previamente el portal desnudó.
Un “error de
cálculo” de tal magnitud, cometido por el hombre que presidió el partido
gobernante, coordinó el Grupo Parlamentario de Acción Nacional en San
Lázaro durante el gobierno del cambio, dirigió Banobras y encabezó la
Secretaría de Energía, resulta inexplicable si lo limitamos al
desconocimiento e inexperiencia del abogado, economista y administrador
público, y no lo asociamos a la urgencia que tenía –y aún mantiene--,
por legitimarse como titular del Ejecutivo federal, como hasta hoy lo
postulan los más agudos y avezados expertos en fuerzas armadas y
seguridad nacional.
En su origen, pues, la guerra tiene como una de sus causales cubrir un agudo déficit de legitimidad.
En
noviembre de 2009, tres años después de comenzada la guerra, Carlos
Pascual supervisó un documento que sostiene que “la estrategia de
seguridad del presidente Felipe Calderón carece de un aparato efectivo
de inteligencia para producir información de alta calidad y operaciones
específicas”.
Por si el diagnóstico del
procónsul del imperio no fuera suficiente, el texto establece como uno
de los desafíos “la falta de confianza entre y dentro de las
instituciones del gobierno de México”, que llevó a disputas burocráticas
que los ciudadanos conocieron y padeció el país. Allí está, en Londres,
el embajador Eduardo Medina-Mora, y en el Palacio de Covián el cuarto
titular en apenas cuatro años.
Además,
ridiculiza a la Secretaría de la Defensa Nacional porque “soldados
desplegados en puntos calientes operan virtualmente a ciegas”, en una
línea de análisis de Pascual, sus comentaristas y espías que para el 29
de enero de 2010 juzgaron a las tropas y mandos verdes como “torpes,
descoordinadas, anticuadas, burocráticas, parroquiales y con aversión al
riesgo”. Por el contrario, reconocen la labor de la Secretaría de
Marina, muy bien coordinada con el aparato de inteligencia
estadunidense, lo que permitió asesinar a Arturo Beltrán Leyva sin que
nadie rinda cuentas frente a las interrogantes quién, por qué y para qué
dio esa orden.
El reporte no tiene empacho en
llamar “fracaso del Cisen”, el hecho de que México “se ha quedado sin un
coordinador interinstitucional efectivo de las agencias de espionaje”.
Es imposible omitir que Guillermo Valdés Castellanos se ganó la
dirección general a base de encuestas hechas a modo para favorecer desde
temprano al candidato Calderón.
Por desgracia
no es el único ni el principal caso. Reporteros que dan seguimiento
acucioso a Genaro García Luna, como Anabel Hernández, amenazada de
muerte, aseguran que la permanencia del ingeniero como secretario de
Seguridad Pública resulta inexplicable sin la importante función que
desempeñó en la campaña presidencial de su jefe para allegarle recursos
económicos, presumiblemente de orígenes oscuros, sucios.
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