Poco se conoce de las angustias constantes en que vivía Albert
Camus, por más que esto se refleje en sus novelas y ensayos. Así,
Ignacio Solares recorre algunos pasajes axiales de la existencia y la
obra del autor de El extranjero para ofrecernos el retrato de un hombre
que, a pesar de sus enfermedades, siempre estuvo comprometido con la
justicia y la igualdad, con la mirada puesta en la trascendencia.
Por encima (o por debajo) de sus
creencias o de sus dudas filosóficas y religiosas, Albert Camus fue ante
todo un poeta (la gran diferencia con Sartre), y el poeta, que no
acepta el lenguaje en su intención puramente racional, descubre
pasadizos secretos entre todos los opuestos, entre razón y locura, cielo
e infierno, fe e incredulidad.
A posibles fórmulas de
trascendencia —¿cómo no pensar aquí en Dostoievski?— el artista
incorpora la suya: por la belleza se va a la reconciliación. Esa
belleza, que será depositaria de su esperanza de creador (Creador), lo
resume, preserva y hace de él un demiurgo. Verdad estética que, como
quería Platón, es la Verdad a secas. La estética de Camus —su prosa es
realmente una de las más bellas y exaltadas de la literatura francesa—
le permite integrar, hic et nunc, lo que quizá la razón había
fragmentado. Por ejemplo, su relación con la figura de Cristo. Si
descartaba tan radicalmente cualquier posible relación con la Iglesia
católica —a la que no dudó en calificar de criminal—, la figura de
Cristo parece haberlo atraído muy vivamente e, incluso, afirmó haberlo
“amado”. En La caída hay unas líneas reveladoras en este
sentido. “Cristo gritó su agonía y por eso lo amo, amigo mío… Lo malo es
que nos dejó solos… solos… pasara lo que pasara… incapaces de hacer lo
que Él hizo e incapaces de morir como Él”.
La poesía de Camus está cargada de nostalgia porque “el cielo no responde”.
Escribe Max-Pol Fouchet que
un día paseaban él y Camus en Argelia por una calle a la orilla del mar.
De pronto se encontraron ante un apiñamiento de gente. En el suelo
yacía el cadáver de un niño árabe desfigurado, sangrante, recién
aplastado por un autobús. La madre pegaba de gritos. El padre parecía
pasmado. La gente miraba estupefacta. El joven Camus, después de un
momento, habiéndose alejado unos pasos del grupo, mostró a su amigo el
cielo azul, refulgente, señalándolo con el índice. “Mira, el cielo no
responde”.
Esta simple frase resume el
drama de una sensibilidad —y toda una literatura— marcada por el enigma
(Enigma) más inescrutable, y que seguramente inspiró a Camus el relato
de la dramática muerte de un niño en La peste, ante el cual el
doctor Rieux pregunta: “Puesto que el orden del mundo está regido por la
muerte de un niño, piénselo, ¿no es mejor para Dios que no creamos en
Él, que no levantemos jamás los ojos al Cielo, donde Él siempre
permanece en silencio?”. Variación de la de Ivan Karamazov de
Dostoievski: “Ante una Creación que tortura a los niños, regreso mi
boleto”.
Albert Camus |
También en La caída se refiere a la nostalgia de Cristo por los niños que murieron por su culpa.
Él debía haber oído hablar de cierta matanza de inocentes. Si los niños de Judea fueron exterminados, mientras los padres de él lo llevaban a lugar seguro, ¿por qué habían muerto, si no a causa de Él? Desde luego que Él no lo había querido así. Le horrorizaba la idea de aquellos soldados sanguinarios, de aquellos niños partidos en dos. Pero estoy seguro de que, tal como Él era, no podía olvidarlos. Y esa tristeza que adivinamos en todos sus actos, ¿no era la melancolía incurable de quien escuchaba por las noches la voz de Raquel, que gemía por sus hijos y rechazaba todo consuelo? La queja se elevaba en la noche, Raquel llamaba a sus hijos muertos por causa de Él, ¡y Él estaba vivo!... Sabiendo lo que sabía, conociendo profundamente al hombre —¡ah, quién hubiera creído que el crimen no consiste tanto en hacer morir como en no morir uno mismo!—, puesto día y noche frente a su crimen inocente, se le hacía demasiado difícil sostenerse y continuar… “¿Por qué me has abandonado?”. Era un grito sedicioso, ¿no es cierto?... Y, querido amigo, sé bien de lo que hablo. Hubo un tiempo en que a cada minuto mismo no sabía cómo podría llegar al siguiente.
Camus sabía que el dolor nos emparienta con Cristo por más que, como en su caso, no se crea en Dios. En Cartas a un amigo alemán
escribe: “Sigo suponiendo que este mundo no tiene un sentido superior.
Pero sé que hay algo en él que sí tiene sentido, y es el hombre ante su
prójimo. Porque ese encuentro le da sentido a todo”. Frase que se
complementa con otra de La peste, donde se habla de “aquéllos a quienes les basta el hombre, y su pobre y terrible dolor”.
La exhaustiva biografía de
Herbert R. Lottman sobre Camus nos revela al gran escritor francés en
toda su grandeza creadora y, también, en toda su desesperación
existencial. Precisamente por mostrarnos cuánto luchó Camus contra la
enfermedad (era tuberculoso), contra la angustia y contra la depresión
es que la biografía de Lottman lo humaniza más y adquiere un mayor
relieve su trabajo artístico, realizado literalmente a contracorriente.
El único esfuerzo de mi
vida, ya que lo demás me ha sido dado y generosamente (salvo la fortuna
económica, que me es indiferente): vivir una vida de hombre normal. No
quería ser un hombre de los abismos. Pero este desmesurado esfuerzo no
ha servido para nada. Poco a poco, en vez de avanzar en mi intento de
una vida normal, veo acercarse más y más el abismo.
Nótese la relación de la
siguiente frase de su diario con la imagen de tristeza y de culpa que
nos dio de Cristo: “Morimos a los cincuenta años de una bala de
nostalgia que nos disparamos al corazón a los veinte”.
En una ocasión tomó un avión
en Orán, dejando a su mujer y a sus hijos en Argelia. Pero, poco después
del despegue, el aparato perdió uno de sus cuatro motores y el piloto
anunció que había que volver al aeropuerto para proceder a las
reparaciones necesarias. Camus comenzó entonces a sentir la
claustrofobia que solía apoderarse de él, y se desmayó.
Las siguientes reflexiones sobre una recaída de su enfermedad aparecen fechadas en su diario a finales de octubre de 1949:
Después de llevar tanto tiempo seguro de mi curación, este retroceso debería hundirme, me hunde, en efecto. Pero al venir tras una cadena ininterrumpida de abatimientos, por momentos me hace reír. En esos momentos, al fin me veo liberado. La locura es también liberación.
Su estado de ánimo le llevó a escribir en su diario, a raíz del suicidio de un amigo:
“Conmocionado porque lo quería mucho, por supuesto, pero también porque de repente he comprendido que tenía ganas de hacer lo mismo”.
“Conmocionado porque lo quería mucho, por supuesto, pero también porque de repente he comprendido que tenía ganas de hacer lo mismo”.
En alguna ocasión, desesperado, le dijo
a María Casares, su amante, que si en los siguientes meses no conseguía
llevar una vida normal —si la enfermedad seguía amenazando la vida a la
que estaba acostumbrado— tendría que tomar una decisión drástica. No le
explicó cuál, pero se apresuró a tranquilizarla: intentaría vivir.
Paradójicamente, en las
mismas páginas en las que Camus traza a grandes rasgos su porvenir
literario y sus nuevos proyectos, se percibe una nota de desolación de
cuando en cuando. “Por fin, lo que he buscado con tanto afán: hacerme a
la idea de una muerte muy próxima”. El 5 de febrero del 53 escribe:
“¿Morir sin haber resuelto todo, salvo…? Dejar al menos resuelta la paz
de aquéllos a los que se ha amado…”.
Al enviarle a René Char un ejemplar de su prólogo a L’Allemagne vue par les écrivains de la Résistance française,
de Konrad Bieber, que iba a aparecer en el transcurso del año, le
escribió que ese prólogo era un texto muy malo: “Puesto que ya no sé
escribir. Algo se acabó en mí y sólo queda el vacío”. Por suerte para él
y para la literatura, esos pasajes de desolación se combinaban con
otros de gran exaltación creativa.
Su mujer también era
depresiva y al enterarse de la relación amorosa del escritor con la
actriz María Casares, empeoró gravemente, al grado de que intentó
suicidarse. Camus escribió en julio de 1954 que en su familia vivía un
infierno que le consumía la poca energía que le restaba. Casi no salía
de su casa, dejó de ver a María y se pasaba la mayor parte del día al
lado de su mujer y sus hijos.
“¿Sabes lo que ocurre
conmigo? —le escribió el 17 de septiembre de ese año a René Char— Que
tengo unas ganas enormes de desaparecer, en resumen: de no ser nada ni
nadie”. Y seguidamente: “No he hecho nada durante este verano, en el que
sin embargo tenía puestas muchas esperanzas. Y esta esterilidad, esta
súbita insensibilidad me afectan enormemente y se transforman en
angustia”.
Albert Camus
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Francine y Albert Camus el día que recibió el Premio Nobel, 1957
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Cuando Camus volvió de
Estocolmo, después de recibir el Premio Nobel, su gran amigo argelino,
Emmanuel Roblès, se encontraba en París. Un día de la última semana de
1957, quedaron de comer juntos. Como Camus no llegaba, Roblès,
conociendo su puntualidad, telefoneó a su secretaria, quien le dijo que
el escritor había salido del despacho a las doce menos cuarto. Cuando
por fin llegó, Camus tenía la voz alterada, como si algo le ahogara.
Explicó que cuando estaba buscando un taxi en el bulevar Saint-Germain
había empezado a asfixiarse y, por fin, había conseguido que un
transeúnte le buscara el taxi; entonces había dado la dirección de su
médico y llegó a tiempo de recibir una inhalación de oxígeno. Le confesó
a Roblès que se sentía ridículo por ser tan vulnerable, que el
reconocimiento público no hacía sino aumentar su angustia.
A veces Suzanne Agnely, su
secretaria, tenía que acompañarlo hasta su casa cuando el simple hecho
de salir a la calle parecía aterrarlo. Ahora que era célebre temía que
se le acercaran, que lo rodearan, que le hicieran preguntas tontas a las
que no sabría qué responder, que los periodistas intentaran
entrevistarlo con cualquier pretexto. Además de con su médico habitual
empezó a ir con un psiquiatra.
Se describía a sí mismo como
“disminuido”. Ya no podía coger el metro a causa de la claustrofobia.
Cuando viajaba en avión, su secretaria advertía a Air France que el
escritor deseaba ir de incógnito y que podía encontrarse mal de repente,
en cualquier momento.
Decía que se metía en su piso
como para esconderse en su madriguera. Agregaba que, cuando se
encontraba mal, sentía la necesidad de alejarse de todos, quedarse solo,
como las fieras. A menudo utilizaba la expresión “animal enfermo”. Y si
la idea del suicidio le tentaba, en la práctica lo rechazaba por
“indigno”.
Sin embargo, todo esto, como decíamos, se combina con momentos de gran exaltación.
Todo mi esfuerzo, en todas
las situaciones, es para restablecer los contactos. E incluso a pesar de
esta tristeza mía, qué deseo de amar y qué embriaguez por momentos ante
la sola visión de una colina en el aire de la tarde.
Y:
Si pudiera prolongar la
alegría que me provoca la pura visión del mar. Antes que nada hacerme
dueño de mí mismo. Entregarme al puro momento presente, en donde la
nostalgia se transforma en plenitud…
Así lo dijo en una línea de El hombre rebelde: “Nuestro compromiso con el futuro es dárselo todo al presente”.
Ese intento de cura, de
reconciliación, que —como la “pura visión del mar”— se transforma en
poesía, en la que todo (Todo) recupera el sentido, incluso el dolor más
absurdo.
Aceptar lo absurdo de todo lo
que nos rodea es una experiencia necesaria, pero no debe convertirse en
un callejón sin salida. Suscita una rebeldía que puede transformarse en
una visión reveladora.
Esa visión reveladora que
sólo consiguen, a pesar del dolor que lleva implícito, los grandes
poetas. Él así lo escribió: “Hay que imaginar a Sísifo feliz”.
Albert Camus con
Jacques Lacan, Cécile Eluard, Pierre Reverdy, Louise Leiris, Pablo
Picasso, Zanie de Campan, Valentine Hugo, Simone de Beauvoir, Brassaï,
Jean-Paul
Sartre, Michel Leiris y Jean Aubier |
Fuente, vìa :
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/8010/solares/80solares02.html
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