lunes, 29 de noviembre de 2010

Cultura : Gozo por contagio* Carlos Pascual. Mientras crecía en México, las familias con “aspiraciones de sociedad” celebraban los quince años de sus hijas con ceremonias pomposas orquestadas en extraños ritos austríacos, incluso bajo el sopor tropical del verano.

Carlos Pascual
¿QUIERES SER MI CHAMBELÁN?
Mientras crecía en México, las familias con “aspiraciones de sociedad” celebraban los quince años de sus hijas con ceremonias pomposas orquestadas en extraños ritos austríacos, incluso bajo el sopor tropical del verano. El vestido le solía sentar fatal a la quinceañera, como le vendría a Sissy una noche de horror en la selva. Durante los ensayos para la fiesta, bajo las órdenes de alguna coreógrafa improvisada –que quizás había mostrado como currículum su vieja edición de Ana Karenina– los chambelanes, jovencitos aspirantes a Vronskys en incómodos trajes rentados, se empujaban inquietos, esperando el momento en que tuvieran que salir a la pista con los primeros acordes de un vals vienés, inaugurando la vida social de la “afortunada nueva señorita”.
Los riesgos estéticos de la transculturación son innumerables. Por todo el mundo se encuentran ejemplos de lo poco agraciadas que resultan muchas veces las transposiciones culturales en medios que les son completamente ajenos. La tradición vienesa fin de siècle en la clase media emergente en el México del siglo XX es sólo uno de los ejemplos; otro es la salsa afroantillana en el corazón de la Europa del siglo XXI.
¿CUÁNTOS METROS TIENE?
Siempre que hablo con eslovenos sobre mi departamento me congelan con una pregunta: ¿cuántos metros tiene? Es evidente que en Eslovenia, por lo menos en el mundo inmobiliario, size matters. En México no solemos mencionar el sistema métrico para describir un departamento; te dirán: “hay una terraza bellísima, llena de bugambilias”; “tiene un balcón divino, que da a un parque”; “está lleno de ventanas enormes con luz toda la tarde” (ojo, el tamaño importa, pero no se cuantifica). Quizás por ello Estados Unidos nos arrebató la mitad del territorio: no sabíamos cuántos metros cuadrados tenían Texas ni California, sólo sabíamos que eran amplios y tenían vista al mar.
Hace un par de días hablaba con alguien de mi pasión por la bicicleta durante la primavera y el verano liublianés. Él me preguntó sobre mi rendimiento: “¿Kilómetros?, no lo sé”, le contesté. “¿Pero entonces?”, él me miró consternado: “Ah, ya, entiendo, para ti la bicicleta no es lo importante.” “¡Y cómo no va a ser importante! –le dije yo–, ¡si voy montado en ella! De hecho, comienzo a quererla.” Mi nuevo amigo había llevado la academia al baile; había convertido un gozo en una disciplina. Y ustedes ¿han presenciado la salsa afroantillana en la Europa Central del siglo XXI?
EL CALIFORNIA DANCING CLUB
Antes de que una eterna crisis descendiera sobre el milagro económico mexicano, era común que casi todas las familias de clase media urbana tuvieran, bajo su techo, una o dos trabajadoras domésticas “de planta”, es decir, trabajadoras llegadas del campo sin contrato, ni seguro social, ni salario fijo. Las muchachas –como se les llamaba entonces de común, o “gatas” cuando se les quería bajar aún más su desfavorecida condición– trabajaban hasta siete días a la semana, bajo un esquema de virtual esclavitud, en un mundo que les era absolutamente ajeno. Sólo tenían para ellas mismas las tardes de los domingos.

Salsa en el California Dancing Club
No era un secreto lo que hacían las “muchachas” aquellos domingos después del mediodía: “Se van por ahí a dar rienda suelta a sus más bajas pasiones”, diría una tía de la época con mezcla de asco y comprensión. Yo no les alcanzaba a ver sus más bajas pasiones, pero sí las veía salir de las casas, reuniéndose en corrillos en estacionamientos, en centros comerciales, en paradas de autobuses, luciendo lustrosos vestidos que compraban en los mercados itinerantes de la ciudad. Adornadas en telas de poliéster verde limón, rosa mexicano, azul turquesa o azul cielo, las muchachas iban dejando a su paso moreno un aroma de encierro, de piel impoluta y crema Teatrical.
Uno de los sitios emblemáticos para los furtivos encuentros dominicales entre estas muchachas y su galanes fue y es el California Dancing Club, un gran salón de baile donde entonces se programaban maratones tropicales. Una buena cantidad de la población urbana del México contemporáneo fue concebida aquellas tardes de domingo, entre las pistas de baile y el regreso de las muchachas a sus palacios de encierro.
“VOY, POR LA VEREDA TROPICAL…”
México es conocido en el mundo por su música de mariachi, pero ésta no se baila; se escucha, se goza y se sufre en mesas de cantina, en parques públicos o bajo la ventana de la mujer pretendida. La letras hablan de desengaños, de reveses en el amor, de venganzas lubricadas con alcohol. Por ello en México tuvimos que adoptar a lo largo del siglo XX, y de forma urgente y terapéutica el tono afroantillano y la “cuba libre”; para celebrar la vida después de llorarla.
Con los primeros acordes tropicales el mexicano siente que el mundo le vuelve a sonreír; por ello, cuando escuchamos una salsa, un mambo o un danzón, nos volteamos a ver entre nosotros, para cerciorarnos de que al otro le está sucediendo lo mismo: que volvemos a entender el cosmos con las articulaciones, con la piel, con la cintura; que hemos dejado de intentar leer al mundo con la pesada loza de la razón; las desgracias y los recibos de electricidad tendrán que enfrentarse mañana o cualquier otro día; hoy nos jugaremos el equilibrio del espíritu –y por ello del mismísimo orden del universo– al ritmo del chachachá.
EN BUSCA DEL TEMPERAMENTO PERDIDO
Al europeo promedio se le dificulta entender la cosmovisión tropical quizás porque, en su cultura, la fatalidad es sólo un índice de las estadísticas. Un factor que se puede amortizar con ahorro y previsión (y una pizca de falta de memoria histórica). La desgracia, en cambio, es una visitante común de nuestros pueblos. Los huracanes, las inundaciones, los terremotos y otros desastres naturales, como la política regional, impiden una planeación a largo plazo.
Llegué a Eslovenia ya sabiendo que no era Eslovaquia, que el territorio y su pueblo habían formado parte del Imperio Austro-Húngaro, del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos y de la Yugoslavia de Tito, de forma sucesiva. Que su lengua es su gran aglutinante espiritual. Eslovenia es, en muchos sentidos, el exacto opuesto de México, no sólo porque sus pobladores se suben a sus montañas en vez de darles la vuelta, sino, sobre todo, por su agradable falta de excesivos contrastes sociales.
A mi llegada a la ciudad de Liubliana me sorprendió el gran interés por mi lengua materna y por mi cultura nativas. Los eslovenos interesados en Hispanoamérica son legión y muchos de ellos producen una curiosa palabra cuando son cuestionados sobre su especial interés: temperamento. ¿Tenemos un temperamento especial? Y si ellos no lo tienen, ¿cuándo lo perdieron?, ¿lo piensan encontrar por contagio?, ¿se puede adquirir temperamento, como se adquiere una filiación política?
Más de cuatro meses de invierno me prepararon para recibir con no poca alegría una invitación para ir a bailar salsa, pero lo que encontré esa noche me dejó frío. No me esperaba esa precisión en los pasos, esa destreza gimnástica, ese seguimiento absoluto de reglas que hasta ahora no podría articular. Pero, ¿qué estaba buscando?, ¿qué es lo que faltaba detrás de esas sonrisas y júbilo como grandes palmeras de cartón?
LA REBELIÓN DE LAS MASAS O “HIJO, NO TE JUNTES CON ESOS MUCHACHOS”
La música que marcó el siglo XX en el mundo occidental surgió de las poblaciones y los barrios marginales. La opresión, los contrastes sociales, el desencanto y la miseria acompañaron el nacimiento del tango, del blues, del jazz; estos ritmos surgían de la periferia y eran de inmediato calificados de vulgares y pedestres por la “buena sociedad”. Sus normas, su estilo, sus matices se iban conformado entre los desfavorecidos, mientras los jóvenes más despiertos y rebeldes de las clases agraciadas comenzaban a infiltrarse en sus ámbitos. Al final, los nuevos medios masivos de comunicación terminarán por darles la gran plataforma para convertirse en la música de todo un pueblo.

Salsa en una academia de baile en Liubliana
Por lo general, para entonces, las nuevas formas musicales comienzan a anquilosarse. Se llenan de normas, de grupos colegiados, de autoridades inapelables; comienzan a morir. Es casi una regla: una vez que la nueva música entra en las casas del privilegio, su corazón creativo casi ha dejado de latir. Ya es un producto facturable; pronto será una pieza de museo que se bailará en lugares ñoños y estériles.
EL ETERNO NO-RETORNO
“De pronto se puso a corregirme los pasos, ¿lo puedes creer?” El que hablaba era un mocetón de Valencia con un litro de cerveza entre las vísceras. Le había sucedido en una fiesta de salsa al aire libre. Quien le corregía era una eslovena de diecinueve años. “La tipa me decía ¡así no!, ¡así no!, ¡así!. ¡Imagínate! A mí, que tengo bailando salsa desde que era un crío. Nada. La chica me dijo que así no se podía bailar.”
La academia lo entorpece todo. Los bailes populares del siglo pasado –que siempre fueron propiedad de todos– se encuentran en muchas latitudes secuestrados por una estructura de pequeños prestigios que se ejercen a través de organizaciones con nombres desternillantes. Se estudian los videos de grandes maestros y se practican los pasos en gimnasios llenos de espejos para mostrar los avances en reuniones de entendidos. Los bailes se mantienen en una precaria existencia, dentro del formol de ritos sectarios, y vuelven a ser noticia sólo cuando se organiza alrededor de éstos algo que es como la última declaración de su muerte: las competencias internacionales.
Creo que irse haciendo viejo es, entre otras cosas, ir acumulando sitios a los que uno no puede volver. Y para mí, la salsa y otros ritmos afroantillanos, o los espacios y momentos en que los disfruté, son quizás algunos de esos sitios –buscar el latido de una comunión tropical en un club de salsa en Budapest o en Liubliana es quizás como calzarse zapatos de dos colores para caminar por las calles y querer pensar que el mundo no se ha nublado nunca.
Crecí rodeado de toda la música del mundo. Mi generación en México escuchó rock, jazz, tango, ópera, raggae, country, folk, además de nuestra música nativa. El jazz, el rock, el raggae eran música que uno elegía para ayudar a definirse en la confusión de la juventud temprana; la música nativa, el mariachi, el son veracruzano, el son huasteco eran como hermanos que uno no alcanza a elegir, pero que ama profundamente; la música tropical en cambio era la prima de cintura avispada que aparecía cada tanto para hacer todo más bullicioso y digerible.
La escuché quizás por primera vez a través de puertas que escondían la intimidad de aquellas mujeres venidas del campo y que vestían turquesas y celestes los domingos por la tarde. Quizás también por primera vez, bajo su ritmo, vislumbré el enigma de la comunión una tarde en que trepado a un monumento público observé a cientos, quizás miles de estas mujeres y sus parejas bailar una cumbia bajo la luz naranja del atardecer.
Me descorazona ver cómo algo que llaman temperamento se quiere adquirir como un producto. El temperamento existe en todas partes, pero sus matices y acentos particulares se configuran con los datos duros de la vida, no con prendas de vestir y pasos sistematizados. Hay ciertas alegrías que parten de muy particulares desgracias; quererlas reproducir en laboratorio sólo puede generar muecas tristes.
Tendríamos que abrir más espacios de baile libre donde los especialistas no tuvieran entrada. Y bailarlo todo. Y bailarlo de nuevo y con diferentes formas; donde las sonrisas no fueran como palmeras de cartón contra puertos de artificio pintados sobre una tela; donde pudiéramos bailar otra vez como aún a veces se anda en bicicleta; sin ir a ningún sitio, sin pensar en la distancia, ni medir el rendimiento. Sólo bailar contra el aire y volvernos a jugar el espíritu en un giro, y, de pronto, abrir los ojos y reconocer a los otro y darnos cuenta que de alguna manera maravillosa les está sucediendo lo mismo.
*Versión corta de un ensayo publicado originalmente en esloveno en los
números 229 y 230 de la revista Literatura, de Liubliana, Eslovenia.
Fuente, vìa, tomado de :
http://www.jornada.unam.mx/2010/11/28/sem-carlos.html

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