La
incertidumbre, nos dicen politólogos distinguidos, es uno de los
componentes de la democracia. No se extiende al conjunto del sistema
político, cuyo funcionamiento está sujeto a reglas que le imprimen
certeza, sino que se concentra en las elecciones; sus resultados son –o
deben ser– hasta cierto punto impredecibles. Así ha de ser porque este
proceso democrático clave se desarrolla conforme a las reglas de la
libre competencia de las fuerzas políticas, que se construye –al menos
en parte– en torno a factores relativamente permanentes como la
ideología, la libertad de expresión y de conciencia; pero de más en más
la decisión del elector tiende a depender de factores contextuales, por
consiguiente, incidentales. Por ejemplo, el estado de salud de la
economía, el descontento contra el gobierno en funciones, la situación
internacional, una crisis financiera o política que se produce así de
repente sin que nadie la hubiera previsto. Hay incluso motivaciones
banales: por ejemplo, el atractivo personal de un(a) candidato(a),
el(la) esposo(a) del candidato es un(a) bellezo(a), o causa rechazo;
muchos, muchísimos, votan por
xpara expresar su repudio a sus contrincantes; algunos votan por solidaridad con su pareja, o por el(la) candidato(a) de su periodista consentido(a); y están muy en su derecho de seguir al flautista.
Podríamos seguir enumerando motivos diversos del comportamiento
electoral, más o menos creíbles. Sólo quiero subrayar que en un sistema
democrático no hay fatalidades, nada es inevitable. Sin embargo, entre
nosotros se presenta un fenómeno inquietante: la incertidumbre parece
ausente de la elección presidencial de 2012. La importancia que han
adquirido en nuestro medio las encuestas es un reflejo de la
desesperación de los políticos por superar la niebla de ignorancia que
los rodea cuando se trata de anticipar las preferencias de los
electores, que no siempre son predecibles; no cabe duda de que son un
instrumento muy útil para tomarle el pulso a la opinión pública. Sin
embargo, me pregunto hasta qué punto las encuestas son engañosas porque
desempeñan un papel muy importante en la formación de opinión, y en
lugar de que las leamos como una fotografía del ánimo público en un
determinado momento, nos sirven para confirmar un prejuicio o para
predecir el futuro. Me pregunto si acaso las encuestas no generan una
opinión que se reproduce a sí misma, cuando no impulsan una inercia que
sugiere que el desenlace del proceso electoral está predeterminado. Si
así es, el PRI y su candidato tendrían que ser más cautelosos.
Según Consulta Mitofsky, el primero de diciembre la coalición
PRI-PVEM-Panal cuenta con 40 por ciento de las preferencias del
electorado, mientras que el PAN recibe 21 por ciento y la coalición
PRD-PT-MC 17 por ciento. Hasta ahora la distancia entre el PRI y los
otros dos contrincantes es de tales dimensiones que parece imposible que
Enrique Peña Nieto pierda la elección. Más todavía, si tomo una
licencia metodológica y considero que 22 por ciento de los ciudadanos
que no declararon su preferencia son votantes indecisos, su decisión
sólo modificaría los resultados previstos si de manera unánime votaran
por el PAN. En cambio, si lo hicieran por la coalición de las
izquierdas, su candidato se quedaría a un punto porcentual de distancia
(Dios mío, ¿otra vez?).
Hasta ahora vivimos en la estabilidad tripartidista; sin embargo, yo
no descartaría otros escenarios que pueden formarse en los meses que
vienen. Por ejemplo, puedo muy bien imaginar que la perspectiva de
restauración del PRI despierte en muchos ciudadanos una viva reacción de
rechazo que impulse la búsqueda de una escapatoria a este destino que
parece fatal. De ser así, es posible que frente al antiguo partido
oficial se forme una corriente antipriísta mucho más amplia y poderosa
que la que en este momento pueden representar, por separado, el PAN y
las izquierdas. No hablo de una coalición formal como la que han
propuesto muchos, sino de un movimiento de opinión, relativamente
espontáneo, que organice al electorado en torno al eje PRI/anti PRI.
¿Cuál de los dos partidos que hoy tienen menos preferencias saldría
beneficiado de este reacomodo? La condición previa necesaria para que
esto ocurra es la cristalización de la polarización, y ésta puede
producirse a raíz de un incidente menor que evoque los abusos típicos
del PRI o de los priístas. Entonces, es probable que el polo anti PRI se
forme en torno al candidato rival que cuente con más ventajas en ese
momento. Si esto ocurre, se simplificarían las opciones políticas a dos,
se colapsaría el centro político que algunos buscan con tanta ansiedad,
la república del amor quedaría atrás y el discurso se haría mucho más
agrio, los antagonismos se profundizarían y la campaña adquiriría un
tono apasionado, incluso lo sería más entre los ciudadanos que entre los
candidatos. En un escenario como este perdemos todos, pero también y en
primer lugar el PRI, que debe irse con pies de plomo en las próximas
semanas en lugar de dejarse llevar por encuestas que lo conducen a la
autocomplacencia antes que a la reflexión.
Vìa, fuente :
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/08/opinion/027a2pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/08/opinion/027a2pol
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