Asistimos a una nueva ofensiva contra una
parte de estas políticas, las de jubilación, alegando que el
envejecimiento de la población obliga a un nuevo ajuste. Como es
habitual en este tipo de planteamientos, se “naturalizan” los problemas
para justificar políticas que apelan a dilemas sociales más complejos.
Contamos ya con diversas aportaciones críticas (de Josep González
Calvet, Miren Etxezarreta, Juan Torres, Vicenç Navarro...) que permiten
cuando menos discutir aspectos clave del discurso dominante, y que
permiten explicar en parte por qué fallaron las anteriores previsiones
(realizadas por las mismas personas y los mismos centros de opinión),
como las que se refieren a la simple extrapolación de la evolución
demográfica. Seguramente, cuanto mayor es el período estimado de tiempo
en el que se hacen las previsiones, mayores son las posibilidades de
que éstas fallen y, por tanto, menor es la fiabilidad de las
extrapolaciones simplistas. Igual ocurre con otras variables clave en
los modelos, como la del empleo o la del aumento de la productividad
“per cápita”. Si algunas de las variables de los modelos son inciertas,
es asimismo discutible que la única forma de financiar la seguridad
social sea la actual, basada en contribuciones sobre los salarios. Y
buena parte de las justificaciones del ajuste actual se basan en
mantener inalterado el modelo de financiación (basado en contribuciones
salariales), lo que justifica la vía del recorte como la única
posible. Asimismo, están claros los intereses sociales de los
promotores de las reformas, defensores de la creación de un sistema
obligatorio, suplementario, de fondos de pensiones que daría una enorme
posibilidad de negocio al sistema financiero (por no repetir notas
anteriores, sigo aconsejando entrar en la web de Fedea y ver quiénes son
sus patronos, qué intereses tienen). Vale también la pena estudiar
cuál ha sido la evolución real de estos fondos, qué ha ocurrido en
países como Chile (donde constituyen el centro del modelo de
jubilación), y debería aún considerarse el papel que ha desempeñado la
expansión de los fondos de pensiones en la financiarización del sistema
económico y, en definitiva, en la generación del caos financiero
actual. Todo esto ya se ha comentado, aunque merece la pena profundizar
en ello, afinarlo y discutirlo.
II. Aunque las razones esgrimidas para oponerse a las actuales reformas son potentes y adecuadas, creo que hay otras cuestiones que deben plantearse, tanto para erosionar las razones del ejército de propagandistas del capital financiero como para empezar a buscar soluciones a los problemas en los que fundamentan su posición.
Una primera cuestión que hay que discutir es la visión acerca del mercado laboral que legitima las propuestas de alargar la edad de jubilación y calcular la retribución sobre la base del conjunto de la vida laboral. El supuesto subyacente en su análisis es que la vida laboral de cada cual es un mero proceso de elección individual, que la gente se jubila cuando quiere. Pero, por lo que sabemos del mercado laboral, las cosas son bastante diferentes, y ello por razones diversas. El empleo es más o menos estable en función del tipo de actividad que cada uno realiza, lo que a su vez guarda una estrecha relación con la posición social de cada cual, el género, la nacionalidad, etc. Algunos sectores de actividad están más sujetos a variaciones que otros, y, en general, las personas que ocupan muchos de los empleos de bajos salarios están más expuestas a experimentar períodos de desempleo que otras mejor situadas en la jerarquía social (especialmente porque, al diseñar estos empleos, las empresas tratan de cargar el riesgo y la variabilidad de muchas actividades sobre las espaldas y los bolsillos de la población asalariada más débil socialmente). Sabemos también que las ofertas de empleos a tiempo parcial o estacionales, característicos del mercado laboral femenino, están asociadas a esta misma lógica. Al final, lo que cada uno ha cotizado es el resultado de una vida laboral más o menos azarosa en la que las decisiones personales han tenido un papel secundario.
Asimismo, las condiciones de salud a las que uno llega a partir de los sesenta años son muy diferentes en función de la vida laboral anterior (incluida la doble presencia —en el espacio mercantil y en el doméstico— que, al menos hasta hoy, caracteriza a la experiencia vital de la mayoría de las mujeres). Propugnar que todo el mundo puede alargar de la misma forma su vida laboral hasta los 67 años es una muestra no sólo del clasismo que impera en la Academia económica, sino también del desconocimiento de los datos sobre salud que expresan una relación clara entre los años de vida y la experiencia laboral. Todo ello sin contar también con que, en el período final de la vida laboral, las personas experimentan desigualdades enormes en sus posibilidades de empleo: mientras que algunos pueden elegir libremente alargar la vida laboral (caso de los profesores de universidad) y otros negociar razonables sistemas de prejubilación (el personal de grandes empresas, especialmente en sectores como el financiero), a otros, en cambio, la pérdida del empleo les supone una vida de paro y precariedad en los años finales de su vida laboral mercantil...
Una política justa debería ser capaz de reconocer todas estas desigualdades y tratar de paliarlas, algo que podría hacerse de formas diversas: variando las edades de jubilación según los empleos y las condiciones objetivas, estableciendo medidas compensatorias (vía impuestos) en favor de los colectivos afectados por mayores alteraciones en el empleo, estableciendo escalas de pensión aceptables para todo el mundo… Unas propuestas que exigen no sólo intervenir en las políticas de jubilación, sino también reorganizar la vida empresarial y laboral. Se trata de algo que resulta evidente cuando se considera la necesidad de alcanzar una adecuada articulación entre actividad mercantil y actividad doméstica, adaptándolas a ciclos de vida y necesidades cambiantes y con el objetivo de reducir sustancialmente las desigualdades de género. O cuando nos planteamos que todo el mundo debe tener derecho a una vida social digna (de trabajo, relaciones sociales y participación social). O cuando, simplemente, nos planteamos la necesidad de introducir medidas justas en campos como la salud.
La estilización del mercado laboral de la que parten los defensores de una sola medida no es más que la proyección de sus condiciones de empleados académicos de elite a un mundo real mucho más diverso (y, para muchas personas, inhóspito). Sin duda, plantear políticas como las que propongo no sólo constituye una confrontación de clase, sino que obliga a cambiar la situación relativa de ciertos grupos de trabajadores, lo que puede generar tensiones y resistencias en el seno de las mismas organizaciones obreras. Por poner un ejemplo, computar toda la vida laboral en el cálculo de las pensiones empeora claramente la pensión de los empleados que han podido mantener un empleo a lo largo de su vida laboral (o que han experimentado una carrera ascendente), pero puede mejorar, en cambio, la pensión de aquel trabajador que ha perdido un “buen” empleo relativo y en los últimos años de su vida laboral ha tenido que sobrevivir en empleos peores. Aunque las reformas se proponen con el claro objetivo de reducir el tamaño de las prestaciones y, por tanto, merecen un rechazo frontal, hay que aprovechar el debate para introducir mejoras que generen más equidad; como el reciente aumento de las cotizaciones de los autónomos, un sistema que en el pasado ha favorecido injustamente a los pequeños empresarios bajo la coartada de proteger a los trabajadores autónomos menos afortunados.
III. Tomémonos en serio el envejecimiento, un éxito en gran medida de las sociedades modernas. Si muchos vamos a vivir más años y a partir de un cierto momento vamos a tener menos vigor laboral (aunque, insisto, posiblemente hay una enorme variedad de situaciones y, en parte, una posibilidad de reorganizar la vida laboral), es lógico que una parte mayor de la renta global se distribuya vía pensiones. El problema estriba en cómo organizar un nuevo sistema más igualitario, de distribución de la renta. Si la renta total sigue creciendo, ello significa que estaremos en condiciones de distribuir mayor producto entre todos. Si la renta se estanca o disminuye, a causa de la caída demográfica o simplemente porque la crisis ecológica impide mantener los niveles de destrucción/despilfarro actuales, seremos globalmente más pobres, y parece razonable que también en este caso la austeridad se reparta entre todos. Por esto parecería lógico que, cada vez más, las políticas distributivas se debatieran en su globalidad y no que, como se hace con el recorte de las pensiones, simplemente se obligue a un colectivo a cargar sin más con todo el ajuste. Esto es especialmente injustificado en España, un país que, pese a tener un porcentaje de población mayor de 65 años algo superior a la media de los países de la OCDE (el 25% frente al 24%), dedica a pensiones 3 puntos menos del PIB (el 9,2% frente al 12,3%), lo que supone que un porcentaje mayor de la población se reparte una menor proporción de la renta total. Creo que en el futuro va a ser difícil mantener el actual nivel de despilfarro productivo, aunque existen enormes posibilidades de racionalizar nuestro modelo de vida y alcanzar niveles de vida satisfactorios, pero precisamente por ello considero que debemos introducir el debate de la distribución general, que incluye no sólo las pensiones, sino también los salarios, las rentas del capital y los impuestos.
Hay otro aspecto del envejecimiento que se pasa por alto. Lo que ya sabemos es que en una sociedad envejecida no sólo se requieren más pensiones, sino también más trabajo, especialmente para atender a la franja de personas mayores, necesitadas de grandes dosis de cuidados. Se trata de una atención que hoy sigue cargándose injustamente sobre las mujeres (incluida la nueva “subcasta” de las inmigrantes pobres), una situación que debe generar un nuevo debate acerca de cómo cubrir estas necesidades sociales, de cómo repartir justamente esta carga de trabajo, de cómo garantizar un final de vida digno a todo el mundo. Algo que la Ley de Dependencia ha planteado sin resolver satisfactoriamente, y algo que exige también cambios en la esfera laboral, las políticas públicas y los roles de genero. También aquí los partidarios del ajuste desconocen o ignoran una dimensión básica de la cuestión.
IV. Parar la ofensiva del recorte va a costar. Lo hemos visto en Francia, en Alemania y en el Reino Unido. Y a pesar de todo hay que responder. No sólo con políticas defensivas del statu quo, sino también planteando alternativas que reconozcan la complejidad de los dilemas a los que hay que dar respuestas. Que planteen justicia, equidad frente a lo que en su mayor parte son brutales intereses crematísticos justificados por intelectuales de elite que nunca van a experimentar en carne propia los padecimientos que proponen como “medidas necesarias”.
II. Aunque las razones esgrimidas para oponerse a las actuales reformas son potentes y adecuadas, creo que hay otras cuestiones que deben plantearse, tanto para erosionar las razones del ejército de propagandistas del capital financiero como para empezar a buscar soluciones a los problemas en los que fundamentan su posición.
Una primera cuestión que hay que discutir es la visión acerca del mercado laboral que legitima las propuestas de alargar la edad de jubilación y calcular la retribución sobre la base del conjunto de la vida laboral. El supuesto subyacente en su análisis es que la vida laboral de cada cual es un mero proceso de elección individual, que la gente se jubila cuando quiere. Pero, por lo que sabemos del mercado laboral, las cosas son bastante diferentes, y ello por razones diversas. El empleo es más o menos estable en función del tipo de actividad que cada uno realiza, lo que a su vez guarda una estrecha relación con la posición social de cada cual, el género, la nacionalidad, etc. Algunos sectores de actividad están más sujetos a variaciones que otros, y, en general, las personas que ocupan muchos de los empleos de bajos salarios están más expuestas a experimentar períodos de desempleo que otras mejor situadas en la jerarquía social (especialmente porque, al diseñar estos empleos, las empresas tratan de cargar el riesgo y la variabilidad de muchas actividades sobre las espaldas y los bolsillos de la población asalariada más débil socialmente). Sabemos también que las ofertas de empleos a tiempo parcial o estacionales, característicos del mercado laboral femenino, están asociadas a esta misma lógica. Al final, lo que cada uno ha cotizado es el resultado de una vida laboral más o menos azarosa en la que las decisiones personales han tenido un papel secundario.
Asimismo, las condiciones de salud a las que uno llega a partir de los sesenta años son muy diferentes en función de la vida laboral anterior (incluida la doble presencia —en el espacio mercantil y en el doméstico— que, al menos hasta hoy, caracteriza a la experiencia vital de la mayoría de las mujeres). Propugnar que todo el mundo puede alargar de la misma forma su vida laboral hasta los 67 años es una muestra no sólo del clasismo que impera en la Academia económica, sino también del desconocimiento de los datos sobre salud que expresan una relación clara entre los años de vida y la experiencia laboral. Todo ello sin contar también con que, en el período final de la vida laboral, las personas experimentan desigualdades enormes en sus posibilidades de empleo: mientras que algunos pueden elegir libremente alargar la vida laboral (caso de los profesores de universidad) y otros negociar razonables sistemas de prejubilación (el personal de grandes empresas, especialmente en sectores como el financiero), a otros, en cambio, la pérdida del empleo les supone una vida de paro y precariedad en los años finales de su vida laboral mercantil...
Una política justa debería ser capaz de reconocer todas estas desigualdades y tratar de paliarlas, algo que podría hacerse de formas diversas: variando las edades de jubilación según los empleos y las condiciones objetivas, estableciendo medidas compensatorias (vía impuestos) en favor de los colectivos afectados por mayores alteraciones en el empleo, estableciendo escalas de pensión aceptables para todo el mundo… Unas propuestas que exigen no sólo intervenir en las políticas de jubilación, sino también reorganizar la vida empresarial y laboral. Se trata de algo que resulta evidente cuando se considera la necesidad de alcanzar una adecuada articulación entre actividad mercantil y actividad doméstica, adaptándolas a ciclos de vida y necesidades cambiantes y con el objetivo de reducir sustancialmente las desigualdades de género. O cuando nos planteamos que todo el mundo debe tener derecho a una vida social digna (de trabajo, relaciones sociales y participación social). O cuando, simplemente, nos planteamos la necesidad de introducir medidas justas en campos como la salud.
La estilización del mercado laboral de la que parten los defensores de una sola medida no es más que la proyección de sus condiciones de empleados académicos de elite a un mundo real mucho más diverso (y, para muchas personas, inhóspito). Sin duda, plantear políticas como las que propongo no sólo constituye una confrontación de clase, sino que obliga a cambiar la situación relativa de ciertos grupos de trabajadores, lo que puede generar tensiones y resistencias en el seno de las mismas organizaciones obreras. Por poner un ejemplo, computar toda la vida laboral en el cálculo de las pensiones empeora claramente la pensión de los empleados que han podido mantener un empleo a lo largo de su vida laboral (o que han experimentado una carrera ascendente), pero puede mejorar, en cambio, la pensión de aquel trabajador que ha perdido un “buen” empleo relativo y en los últimos años de su vida laboral ha tenido que sobrevivir en empleos peores. Aunque las reformas se proponen con el claro objetivo de reducir el tamaño de las prestaciones y, por tanto, merecen un rechazo frontal, hay que aprovechar el debate para introducir mejoras que generen más equidad; como el reciente aumento de las cotizaciones de los autónomos, un sistema que en el pasado ha favorecido injustamente a los pequeños empresarios bajo la coartada de proteger a los trabajadores autónomos menos afortunados.
III. Tomémonos en serio el envejecimiento, un éxito en gran medida de las sociedades modernas. Si muchos vamos a vivir más años y a partir de un cierto momento vamos a tener menos vigor laboral (aunque, insisto, posiblemente hay una enorme variedad de situaciones y, en parte, una posibilidad de reorganizar la vida laboral), es lógico que una parte mayor de la renta global se distribuya vía pensiones. El problema estriba en cómo organizar un nuevo sistema más igualitario, de distribución de la renta. Si la renta total sigue creciendo, ello significa que estaremos en condiciones de distribuir mayor producto entre todos. Si la renta se estanca o disminuye, a causa de la caída demográfica o simplemente porque la crisis ecológica impide mantener los niveles de destrucción/despilfarro actuales, seremos globalmente más pobres, y parece razonable que también en este caso la austeridad se reparta entre todos. Por esto parecería lógico que, cada vez más, las políticas distributivas se debatieran en su globalidad y no que, como se hace con el recorte de las pensiones, simplemente se obligue a un colectivo a cargar sin más con todo el ajuste. Esto es especialmente injustificado en España, un país que, pese a tener un porcentaje de población mayor de 65 años algo superior a la media de los países de la OCDE (el 25% frente al 24%), dedica a pensiones 3 puntos menos del PIB (el 9,2% frente al 12,3%), lo que supone que un porcentaje mayor de la población se reparte una menor proporción de la renta total. Creo que en el futuro va a ser difícil mantener el actual nivel de despilfarro productivo, aunque existen enormes posibilidades de racionalizar nuestro modelo de vida y alcanzar niveles de vida satisfactorios, pero precisamente por ello considero que debemos introducir el debate de la distribución general, que incluye no sólo las pensiones, sino también los salarios, las rentas del capital y los impuestos.
Hay otro aspecto del envejecimiento que se pasa por alto. Lo que ya sabemos es que en una sociedad envejecida no sólo se requieren más pensiones, sino también más trabajo, especialmente para atender a la franja de personas mayores, necesitadas de grandes dosis de cuidados. Se trata de una atención que hoy sigue cargándose injustamente sobre las mujeres (incluida la nueva “subcasta” de las inmigrantes pobres), una situación que debe generar un nuevo debate acerca de cómo cubrir estas necesidades sociales, de cómo repartir justamente esta carga de trabajo, de cómo garantizar un final de vida digno a todo el mundo. Algo que la Ley de Dependencia ha planteado sin resolver satisfactoriamente, y algo que exige también cambios en la esfera laboral, las políticas públicas y los roles de genero. También aquí los partidarios del ajuste desconocen o ignoran una dimensión básica de la cuestión.
IV. Parar la ofensiva del recorte va a costar. Lo hemos visto en Francia, en Alemania y en el Reino Unido. Y a pesar de todo hay que responder. No sólo con políticas defensivas del statu quo, sino también planteando alternativas que reconozcan la complejidad de los dilemas a los que hay que dar respuestas. Que planteen justicia, equidad frente a lo que en su mayor parte son brutales intereses crematísticos justificados por intelectuales de elite que nunca van a experimentar en carne propia los padecimientos que proponen como “medidas necesarias”.
Fuente, vìa :
http://www.kaosenlared.net/noticia/envejecimiento-pensiones-contra-reduccionismo-neoliberal
No hay comentarios:
Publicar un comentario