La escasa
luz invernal que caía sobre las montañas en Neltume alcanzaba para que
la foto de su tropa le engalanara el futuro. El comandante Rosauro
Martínez Labbé se trepó al tronco de un árbol y apuntó a la formación de
la compañía de comando número 8 Llancahue un centenar de hombres a los
que él mismo había entrenado para matar guerrilleros. Como un lenguaraz,
Malinche, “voluntariamente obligado”, el único hombre de la tropa que
había nacido en esas tierras lo guiaba por la espesura hacia un combate
ficticio: el ejército chileno había descubierto un raquítico grupo de
militantes del Momivimento de Izquierda Revolucionario (MIR), que
acampaban sin armas en plena cordillera para sembrar el germen de una
guerrilla, soñando con derrocar al dictador Chileno Augusto Pinochet. La
imagen cuelga hoy de la pared de madera en una pequeña casa de
Panguipulli, donde el hijo de aquel baqueano recuerda la omnipresencia
del entonces joven capitán Martínez Labbé en aquella cacería, la más
atroz de las que Chile prefiere olvidar.
Según una
investigación basada en los testimonios de cinco soldados conscriptos de
ese comando, documentos judiciales y entrevistas con sobrevivientes, el
hoy diputado comandó en los alrededores de Neltume, una masacre
publicitada como un gran triunfo militar. Oficialmente en septiembre de
1981 se contaron 11 víctimas pero según parece habría que anexar nuevos
nombres. A medida que se entrevista testigos los muertos sobran, los
cadáveres vistos por los soldados no coinciden con las listas oficiales.
En ese mismo lugar, el Movimiento Campesino Revolucionario, brazo
rural del Movimiento de Izquierda Revolucionario, había tenido una
participación central en el proceso de toma de fundos madereros
alrededor del pueblo de Neltume, a unos 900 kilometros de Santiago,
durante el inicio del gobierno de Salvador Allende.
Entre
diciembre de 1968 y 1973 hicieron un trabajo de base que logró sumar a
los campesinos y trabajadores del Complejo Forestal Panguipulli a un
proceso de expropiación. Entre ellos uno se ganó la fama y el bautismo
de los pobladores: lo llamaron El Comandante Pepe. Se llamaba Gregorio
José Liendo Vera. Los primeros días de octubre del 73, él y otros 11
dirigentes de los fundos expropiados a sus dueños fueron fusilados en el
polígono de tiro del Regimiento Llancahue.
Ocho años
después, en ese mismo regimiento, unas cuatro hectáreas rodeadas de un
pantano al que en la zona le dicen hualve, Rosauro Martinez Labbé
entrenó a los conscriptos que integrarían la base de la Operación
Contraguerrilla Machete, como bautizaron la expedición en busca de los
miristas.
La zona
sufrió de manera intensa e incesante la represión política. Quienes no
fueron asesinados, pasaron por la tortura y la cárcel, o lograron
escapar al exilio. Algunos de los líderes más jovenes y brillantes
lograron ubicarse en distintas ciudades de Europa, muchos de ellos en
Holanda, Suecia y Francia. Allí estaban cuando en 1978 fueron convocados
por el MIR a una reunión en Praga, donde se los anotició: serían
protagonistas de la Operación Retorno.
Esa
decisión de la cúpula del movimiento se encastraba en otras estrategias,
de orden más global, en las que la Unión Soviética y Cuba, propiciaban
la creación de zonas revolucionarias en América Latina. En Chile el
líder del MIR –asesinado en 1974–, Miguel Enriquez, impulsó un
Movimiento de Resistencia Popular que debía sumar a las izquierdas y
hasta el progresismo de la Democracia Cristiana. La idea –explica el
doctor en historia Robinson Silva en su libro Resistentes y
clandestinos, la violencia política del Mir en la dictadura profunda
(1978-1972)—era que ese movimiento sería capaz de “conectar la
vanguardia con las masas”, para “crear así un ejército revolucionario
que enfrentara la dictadura”. La Operación Retorno se continuaba con
otro grupo de miristas destinados a Nahuelbuta, en la región de Arauco, y
a las ciudades, sobre todo Santiago, Valparaíso y Concepción. En los
papeles y los documentos de la conducción se argumentaba la necesidad de
hacer volver a los militantes a Neltume; el destino de la misión
parecía echado a pesar del sueño de los protagonistas.
***
Los
soldados que fueron entrevistados para esta investigación son hoy
hombres de 52 años. Nacieron casi todos en 1961. Esa fue la clase que el
entonces teniente Mario De Toro Gallardo llegó a seleccionar al
gimnasio fiscal de La unión en marzo de 1981: hijos de familias
campesinas de los alrededores de Paillaco, Río Bueno y Puerto Nuevo. El
año anterior en esa zona no había habido reclutamiento. Por eso la
mayoría de ellos tenía 19 años. La Unión es una ciudad tranquila, de
unos 45 mil habitantes, de casas de madera como en todo el sur de Chile.
En el gimnasio se los hizo desnudar y correr ante los oficiales para
seleccionar a los más fuertes. Uno de ellos –lo llamaremos soldado C–
recuerda en el living de su casa los ojos verdes e intensos del teniente
De Toro: “Yo tenía unos lindos mostachos. El me miró y me dijo. Tu vas a
ir para allá, y allá yo te voy a cortar esos bigotes”.
La
sutileza de la amenaza no alcanzaba a volver imaginable la pesadilla en
la que entraban esos “pelaos”. La llegada fue brava. “De entrada
conocimos lo que era estar activo todo el tiempo. Un minuto tranquilo,
sin hacer algo, cualquier cosa, y llegaba el palmazo. Porque pestañeabas
en la guardia, porque no hacias lo que se esperaba, porque demorabas,
porque tenías mal el uniforme, por cuaquier cosita venían los castigos”.
Hablan parecido, hablan con las mismas maneras del sur. Lo hacen en sus
casas, en algun bar, en una leñera. Lo hacen en un patio. Hablan arriba
de un auto. Muchos de ellos se han negado, pero algunos prefieron
recordar. Todos piden que sus nombres no se escriban. Eran 130. Insisten
en el anonimato. Quieren fundirse en ese número. Los nombres de sus
instructores, de los militares que los torturaron y de los que los
condujeron en la montaña, de los que mataron desarmados a los
guerrilleros salen de sus bocas. Y entre todos ellos se repiten los de
Arturo Sanhueza Ross, Mario de Toro Gallardo, Iván Fuentes Sotomayor,
Claudio Peppi Oneto, Sergio Aguilera, Hilario Nahuelpán Huayquimil, José
Miguel Basaúl, Eduardo Inostroza. Y todos vieron en la montaña la
sombra del conductor de la Operación Machete, que luego fue la Operación
Pilmaiquén: Rosauro Martinez Labbé, el capitán del Comando.
“La
experiencia de nosotros por años quedó en silencio, guardada. Nadie más
hablo de eso. Yo traté de buscar material, de los instructores que
teníamos en ese tiempo. No hay nada; traté de buscar el Teniente Mario
Toro Gallardo, no sale nada. Lo único que sale es sobre el diputado por
Chillan que fue nuestro capitán, Rosauro Martínez Labbé”. El hombre,
canas y el porte de quien nunca dejó de entrenar, es el hijo de un
sindicalista. Ha sido un guía honesto y cuidadoso para contactar a sus
compañeros de la Compañía de Comandos. Se han ido encontrando durante
estos años: en bodas, en las esquinas de Osorno o Valdivia, en buses, y
en las iglesias evangélicas de las que muchos se hicieron fieles,
después de haber abandonado el alcohol, en el que algunos cayeron cuando
dejaron la conscripción. Esta búsqueda de la memoria de los soldados de
Neltume comenzó hace ya tres años, cuando este cronista inició la
investigación para un libro, aún en proceso, que intenta reconstruir los
hechos.
***
Los
guerrilleros del Mir eran sobre todo jóvenes. Cinco de ellos habían sido
obreros madereros en el Complejo Panguipulli, y exiliados. René Bravo,
de 25; Julio Riffo, de 30; Próspero Guzmán, de 27 y Juan Ojeda, de 27,
vivieron en Holanda. José Monsalve, de 27, en Canadá. Raúl Obregón, de
31, en Suecia. Pedro Yáñez, de 31, había nacido en Constitución, y venía
de Francia. Dos de los hombres que fueron enviados vía la Argentina y
Neuquén a cruzar caminando para instalarse en la montaña –Luis
Quinchavil, de 38, y José Campos, de 30– eran de Temuco. Quinchavil,
vino de Holanda, y Campos, de Noruega. Fueron detenidos por gendarmes
argentinos. De la lista de once miristas muertos en Neltume, son los
únicos que no cayeron bajo la metralla del Comando de Rosauro Martínez;
sus compañeros creen que fueron entregados a militares chilenos. Están
desaparecidos. Patricio Calfuquir, de 28, y Miguel Cabrera, de 30, jefe
de todo el grupo, eran de Pitrufquen y Temuco. Cabrera –conocido por
todos como Paine—había vivido dos años en una ciudad holandesa cercana a
Utrech.
El grupo
partió desde París hacia Cuba en marzo del 79, en varias tandas. Allí,
en el campo cubano, se entrenaron con las técnicas vietnamitas para
guerrilla rural. Fueron 25, la mayoría hombres, aunque hubo algunas,
pocas y valerosas mujeres. Se buscaron un nombre: Destacamento
Guerrillero Toqui Lautaro. Allí forjaron el temple y aprendieron entre
otras cosas a cavar para hacer refugios en la tierra, los llamados
“tatús”. La historia de la gesta mirista está contada en clave épica por
algunos de los sobrevientes en un libro de buena prosa: Guerrilla en
Neltume. Una historia de lucha y resistencia en el sur chileno. Lo editó
LOM. Y lo firma el Comité Memoria Neltume.
Algunos
sobrevivientes no suscriben en todo lo que el libro cuenta. Entre otros,
Elsa, la única mujer que estuvo durante meses en la montaña, y que
había bajado del campamento antes de la llegada de militares de media
docena de divisiones armados para la guerra. Las diferencias tienen que
ver con la responsabilidad de los jefes miristas que orquestaron la
Operación Retorno. Y con el escaso apoyo material, político y humano que
tuvieron los que se aventuraron a Neltume. Solo para comprender el
nivel de debilidad con el que los guerrilleros se enfrentaron a al
ejército chileno es clave en la derrota que nunca se les permitió
armarse. Tampoco se los dejó tomar contacto con los pobladores de la
zona. Cuando el sábado 27 de junio de 1981 una patrulla de la Compañía
de Comando Nro 8 del Regimiento Llancahue enviada por Rosauro Martínez
Labbé los descubrió, cerca del lago Quilmo, los 12 que formaban parte
del campamente no tuvieron más que correr, en bandada, hacia las quilas
alrededor de las carpas, y escapar punta y codo, como habían aprendido
en Cuba. Solo Miguel Cabrera, y su segundo, Raúl Obregón, sabían que los
fusiles FAL y las municiones –escasas como la comida- estaban en uno de
los 7 tatús que lograron construir, a un día de marcha rápida, en otro
rincón de la fría, nevada, arisca montaña.
***
Al
principio de la investigación parecía improbable que ese hombre muerto
de un tiro en la cabeza al que los jefes mostraban cuando los soldados
iban llegando a la montaña, a fines de junio del 81, hubiera existido.
Los militares demoraron 63 días hasta que lograron atrapar a dos de los
guerrilleros, el 29 de agosto: René Bravo y Julio Riffo. El 13 de
septiembre acribillaron al primer guerrillero. Durante ese tiempo los
militares acosaron a los pobladores de la zona, y los torturaron para
que revelaran el paradero de los buscados: creían que el MIR había hecho
contacto con las bases y que se sostenían enmontañados gracias a la
ayuda de estos. Es probable entonces que ese muerto exhibido por los
jefes a los conscriptos haya sido un campesino al que nadie nunca
reclamó y que no está por lo tanto ni en el informe Retigg ni en las
listas de detenidos desparecidos que manejan los familiares. Al cabo de
las entrevistas con cinco soldados, es que el muerto que no coincide con
la lista de miristas abatidos es una certeza. Todos lo vieron. Verlo
era el bautismo para comenzar la acción del Operativo Machete. A medida
que se cotejan los testimonios de los soldados surgen nuevas víctimas.
Al contar los caídos, sobran los muertos.
El soldado
A tiene una memoria poderosa: guarda detalles que sorprenden a sus dos
compañeros, a quienes llamaremos B y C. Sentado a la mesa en la casa de
uno de ellos, en Paillaco, recuerda la Casa Hilton, o Rancho Hilton,
como nombraron la base de operaciones que se instaló en Remeco Alto, en
la montaña, entre Neltume y Liquiñe. Y el río en el que los obligaban a
bañarse en pleno invierno como una manera de sostener la moral alta.
Justamente ahí estaba apostado haciendo guardia con otro conscripto un
día, entre las tres y las cuatro de la tarde. “Lloviznaba, hacia mucho
frio, y la distancia vimos que traían a un hombre tirando, atado de las
manos o el cuello a un caballo negro. Lo amarraron a un árbol. Venía ya
herido, mordido por un perro. Solo me recuerdo el rostro de dolor. Le
daban orden al perro pastor alemán para que lo atacara”. El relato de A
coincide con otros dos soldados que en distintos momentos vieron al
campesino al que interrogaban haciéndolo morder y uno que lo vio llegar
al regimiento en Valdivia, donde habría muerto. “El perro era de la CNI
de Valdivia, le decían Casán–dice el ex conscripto y suelta el humor
campesino–. Nos reíamos de ese perro: en las patrullas quedaba colgando
de las quilas pataleando en el aire, porque las cortábamos con el
machete mas alto de la altura de sus patas”.
Mientras
el ejército torturaba campesinos tratando de conseguir datos para ubicar
a los doce que escaparon el 27 de junio, los guerrilleros, divididos en
un grupo al mando de Miguel Cabrera y el otro al mando de Patricio
Calfuquir escapaban con un solo objetivo: llegar a los fusiles y la poca
comida que guardaban en dos tatús acondicionados durante ese año que
llevaban en la montaña. Las primeras exploraciones fueron en febrero de
1980, los primeros campamentos en julio de ese año. En agosto llegó un
contingente, y finalmente en octubre se enmontañó Cabrera, el Paine. Los
problemas habían ido en aumento sobre todo por la dificultad para
aprovisionarse de comida: a medida que se internaban hacia la
cordillera, quedaba más atrás. Había que comer menos, racionalizar más.
El estómago de los guerrilleros comenzó a achicarse. Cada uno, a
adelgazar. El gasto de energías para moverse por esas montañas era
superior al que habían podido en el campamento cercano a La Habana donde
se entrenaron con un calor cubano. Pero ni esa escasez soportable podía
darles idea del hambre desesperante que llegarían a tener cuando los
descubrieron y en un segundo perdieron el abrigo, los pertrechos, los
mapas, los chocolates, las latas de conservas, el aceite, el arroz, los
porotos, todo lo que pensaban comer.
Los
soldados reunidos en Paillaco repasan el entrenamiento en la Compañía de
Comandos y hablan de comida. El primer mes conocieron, además del
carácter de cada instructor y la manera de pegar con la palma abierta,
con la culata del fusil, con el puño, el espantoso hambre. El día que
recibieron visita por primera vez los advirtieron: apenas podían tocar
la comida que sus madres les habían preparado; no debían saciarse.
Ninguno hizo caso. Los 130 se dieron una bacanal de empanadas, de
chancho, de patos de campo, de pollos de sus propios gallineros, de
calzones rotos, de mote con huesillos, de leches asadas, de torta de
hojas. Cuando sus madres se fueron y volvieron a las barracas escucharon
el grito de los tenientes de Rosauro Martínez. Cuerpo a tierra. Punta y
codo. Abdominales. Cien. Fuerzas de brazo. Saltos de rana. Cien. Hasta
que cada uno vomitó todo lo que había comido no pararon. Los
instructores de Rosauro eran tipos duros, formados como él por las
técnicas norteamericanas con que se educaron los soldados que habían ido
a perder a Vietnam. Y repetían el método.
La comida,
como elemento central de una forma de dominación. El soldado A suele
soñar con un campesino al que le tocó cuidar mientras lo torturaban. “Un
día nos encontramos en Remeco Alto a un campesino, en el sector norte,
para el lado del Lago Quilmo. El venía a caballo con un quintal de
harina en el lomo. Lo tomamos prisionero con el teniente Claudio Peppi
Onetto. Fue bajado del caballo cuando se le pidió la identidad y uno de
los apellidos concordaba con uno de los que buscaban. Lo llevamos a
Remeco, a una zona donde hay galpones. Le dieron una pala y le dijeron
que empezara a cavar, que si no hablaba y decía donde estaban, ahí mismo
lo iban a enterrar. El no decía nada, no sabía nada, era un campesino
nomás po. Y se quedaba callado. Cavaba y lloraba en silencio. Nos
obligaban a darle mantequilla de maní, que venía en las raciones NA del
ejército (insumos norteamericanos), y galletas de agua. Con esa mezcla
que tenía que comer y tragar rápido, y entre su llanto, y comer se le
gastaba la saliva y se ahogaba. Al hombrecito al final lo trasladaron y
ya no supimos lo que pasó con el”.
***
Faltaban
días y noches de frío y hambre para el final. Las muertes se sucederían
sin pausa recién después del 29 de agosto. Dos mil hombres entrenados,
todos los jefes de la Compañía de Comando de Martínez Labbé, los de la
Unidad Anti Terrorista (UAT) conducida por el capitán Conrado García
–ahora procesado por tres de los homicidios –, los del Regimiento
Cazadores, los del Maturana, los de la CNI, entre ellos los de Anti
Terrorismo y los de la Brigada Azul –creada especialmente para eliminar
militantes del Mir en todo Chile– no habían podido a lo largo de 63 días
ni siquiera herir a uno de los doce guerrilleros. La montaña se los
había tragado. La montaña los protegía. Y si no hubieran persistido en
la aventura, si no hubieran creído que aún deshechos y debilitados como
estaban podrían conseguir ayuda de sus jefes en Santiago para resistir,
hubieran vuelto caminando a la Argentina, o se hubieran ido desplazando
de a poco hacia “el llano”, como le dicen allá arriba a la tierra menos
escarpada que desciende hacia Panguipulli, Temuco y Valdivia.
Perdidos
en dos patrullas los del Toqui Lautaro se habian reunido finalmente en
uno de los refugios 42 días despues de que los descubrieran. Habían
podido hacerse de los fusiles que Paine guardaba en un tatú, pero en las
reservas había apenas un par de kilos de arroz, una bolsa de porotos y
algo de leche en polvo. Era todo. Comieron durante semanas una especie
de sopa en la que a cada uno le tocaban diez porotos. Y luego, como
postre, una cucharadita de azúcar. El hambre los adelgazó hasta los
huesos y les quitó las defensas; se enfermaron. El frío gangrenó la
pierna de Pedro Yañez hasta que hubo que amputarla con una cortapluma. A
varios los comenzó a devorar el pie de trinchera: una infección que
viene con las bajas temperaturas y ataca los dedos de los pies. En la
bota de Yáñez, que supuraba a cada paso, los demás veían su propio
destino. Todos los sobrevivientes coinciden: ni en el más doloroso de
los momentos hubo quejas. La entereza moral del grupo era increíble.
Resulta difícil configurarse esa ética guerrillera del sacrificio, pero
hay que pensar que cada uno de ellos estaba allí con “la firme idea de
derrotar a la dictadura”.
A fines de
agosto se decidieron: cinco de ellos debían bajar a buscar ayuda. Con
dificultades para dejar la zona se dividieron en dos grupos: tres por un
lado, y Riffo y Bravo por otro. Mientras el trío logró sortear los
pueblos y llegar a Temuco, los otros dos avanzaron sin problemas hasta
Huellahue, un paraje antes de Lanco. El hambre los empujó hacia el
enemigo. Pidieron comida en una casa de campo. Los lugareños los
ayudaron, y les recomendaron un rincón cercano para descansar. Mientras
tanto les avisaron a los policías. Sólo tenían una pistola con un
cargador. No llegaron a usarla. Detenidos fueron llevados a Lanco, y
luego a Valdivia. Dos soldados aseguran haberlos visto allí, porque los
encerraron unas piezas en las debieron custodiarlos. Se los llevaron en
helocópteros. “Nadie duda de que fueron trasladados por la CNI a
Santiago para ser torturados. Es casi de lo único de lo que no tenemos
pruebas. Pero un mirista que fue luego interrogado por los mismos
torturadores contó que a él le decían que había hablado muy pronto, no
como sus compañeros de Neltume a los que tuvieron que darles muchos
días”, cuenta una fuente que conoce la investigación de esta trama. No
es necesario detallar la crueldad de los interrogatorios de la CNI y la
DINA. Los jóvenes neltuminos conocieron el abismo del dolor. Y en esas
condiciones fueron devueltos a su zona para guiar los pasos de sus
asesinos. Los militares supieron que sin tortura no había chance de
llegar al resto. El fracaso de su acción militar masiva era vergonzozo. A
tal punto la detencion de Bravo y Riffo cambió las cosas que la
Operación Contraguerrillera Machete terminó el 29. Y entonces comenzaron
la Operación Pilmaiquén.
En la
causa que investiga Emma Diaz, la Ministra en Visita Extraordinaria de
la Corte de Apelaciones de Valdivia, en el expediente 1675-2003, se
acumulan los testimonios de algunos militares que participaron del
operativo. Al menos tres admiten lo mismo que asegura el soldado C, solo
que no revelan el costado siniestro de la escena. “Nos llevaron a unas
cabañas en las termas de Liquiñe. Ahí estábamos una patrulla de la
Compañía de Comando –al mando de Moscardón– con la CNI; y ahí tenían a
dos hombres jóvenes. A esos dos cabros los sacaban a buscar a sus
compañeros a la montaña”, contó el ex conscripto. A ese testimonio se
suma el del soldado D, entrevistado en La Unión hace dos años: “en
septiembre los tuvieron varios días caminando por la montaña para que se
encontraran con sus compañeros guerrilleros. A uno lo ataban con un
lazo a la cintura y lo largaban varios metros adelante. Así fue como
terminó encontrando a los otros y uno de ellos salió muerto”.
Es uno de
los pasajes más difíciles de esta historia. El 13 de septiembre uno de
los jóvenes en manos de Mosquetón y la CNI no pudo evitar el encuentro
con sus compañeros, pautado varias semanas antes, cuando decidieron que
un grupo se alejaría hacia el llano para buscar ayuda. Los que quedaban
en la montaña, desesperados por el hambre y la enfermedad, esperaban la
ayuda de la Dirección del MIR. El joven guerrillero silbó el canto de un
pájaro austral tal como había convenido: ese canto significaba que la
ayuda estaba presta. Así, los demás le salieron al encuentro. Y la
balacera comenzó. Los fusiles y las ametralladoras del ejército
dispararon. Los del MIR eran dos: respondieron, pero sobre todo
intentaron escapar. Era imposible defenderse: no era una guerra, mucho
menos una pelea igualitaria. La superioridad de fuerza de los militares
era total. Aún así en la emboscada no fueron exitosos: solo le dieron a
uno. Mataron a Raúl Obregón Torres.
Los demás
avanzaron. A Pedro Yáñez Palacios la amputación de la pierna no le había
frenado la infección. Ya no quiso seguir, y se quedó solo en una
especie de cueva, bajo el tronco de un árbol, que hacía de escondite,
con un fusil FAL y un cargador. Pasó allí varios días. Al final
desvariaba del dolor. Lo escuchó una patrulla que conducía el teniente
Mario de Toro Gallardo. “Dicen que les dijo milicos de tal por cual”,
cuenta el hijo del baqueano. Y el soldado A, el mismo que conoció el
rigor de Toro Gallardo cuenta que fue el teniente el que casi lo
secciona con su ametralladora. Con Yáñez ya eran dos los abatidos. Para
entonces el capitán Martínez seguía todo desde una casa de familia, la
del baqueano que los guiaba por la montaña, Juan de Dios Osval Peña, un
hombre ya mayor al que los militares le decian “Tata”. Entrevistado por
María José Flores, profesora de historia de la Universidad de Los Lagos
–autora de una tesis en torno a lo ocurrido en Neltume– su hijo, Isrrael
Enrique Peña Patiño, recordó al entonces joven Rosauro. “El capitán
Martínez fue una persona relevante. Era el que mandaba. Por el hecho de
que mi papá trabajara con ellos había una protección especial sobre
nosotros, nos cuidaban en la noche”, dijo. Enrique Peña estaba en
primero básico, y sabe que era primavera porque los incidentes fueron
después de la última nevada de ese año. Martínez pasaba mucho tiempo en
su casa a la espera de que sus hombres dieran con los guerrilleros. En
agradecimiento, el propio Martínez visitó al Tata Peña un año después y
le llevó de regalo una fotografía en la que se ve al baqueano rodeado de
soldados marchar por la montaña. “El capitán se encargo de tomar la
foto y de regalársela a mi papá. El la agrandó, y le dijo: ‘Tata aquí le
traigo un recuerdo para que nunca de olvide de su trabajo en Neltume’.
Dice mi papá que ellos iban caminando y de repente este capitán
Martínez, corrió y les pegó un grito para que se alinearan y él de
arriba de un tronco les sacó la foto”. En esa visita Martínez le ofreció
al baqueano una casa amoblada, una jubilación y estudio para su hijo,
el niño al que le había enseñado a leer. Pero don Peña no quiso. “No
aceptó –contó el hijo– porque ser guía tampoco fue algo que él hizo a
buena voluntad, sino que ‘voluntariamente obligado’, como solía decir”.
***
Israel
Peña también recuerda cómo en septiembre del 81, cuando algunas nevadas
todavía blanqueaban la cima de la montaña, su padre llegó a contar que
habían matado a tres en Remeco, en la casa de doña Floridema Jaramillo.
La mujer era la madrina de José Eugenio Monsalve Sandoval. José, nacido
en Neltume, escapaba del cerco militar junto a Patricio Calfuquir
Henriquez, y Próspero del Carmen Guzmán Torres. Los empujaba la
inanición. Calfuquir tenía los pies infectados, volaba de fiebre.
Acorralados decidieron quebrar con el mandato de las jefaturas del MIR:
no tomar contacto con lugareños. Doña “Flora” lo había visto crecer,
tenía que ayudarlo. Era su madrina, la comadre de su mamá. Les abrió la
puerta, les hizo sopaipillas, y hasta le prestó la cama al enfermo. Pero
muerta de miedo –dijo luego–, hizo lo que el capitán Martínez le había
pedido a todos los campesinos: avisar si veían a los buscados. Mandó a
su hijo Juan Carlos Henríquez Jaramillo, de 15 años, a alertar a los
pacos. Los pacos pasaron a avisarle al capitán Martínez. Fue el primero
en llegar a la casa.
En la
causa en la que los abogados Magdalena Garcés y Vladimir Riesco pidieron
el desafuero de Martínez es clave esta escena ocurrida hace 32 años.
Los querellantes son las familias de los tres jóvenes miristas: acusan
al diputado de RN por homicidio calificado agravado por premeditación y
alevosía.
El
diputado Martínez Labbe es un símbolo de cómo la dictadura de Pinochet
se camufló en el juego democrático y logró con votos, lo que había
conseguido a sangre y fuego en los peores años del régimen. En
diciembre, fue como representante del distrito 41 que incluye las
comunas de Chillán, Chillán Viejo, Coihueco, Pinto, San Ignacio, El
Carmen, Pemuco y Yungay de la Provincia del Ñuble. Anteriormente había
sido Alcalde de Chillán. Y no es el único político sospechado de haber
participado en la represión.
Para una
sociedad en la que ya 520 condenados por crímenes de lesa humanidad hay
quizás es difìcil comprender la naturalización y el silencio en la
sociedad chilena frente a estos casos. La médula de esta investigación
fue publicada en el sitio Ciper chile, de investigación, dirigido por
Mónica González. Sin embargo, la prensa oficial chilena calla. El cerco
de protección de los medios chilenos sobre figuras como Martínez LB
parece de un blindaje impenetrable. Acaso, el lunes 7 de abril cuando
sea confirmado que Martínez Labbe deba sentarse frente a la Corte de
Valdivia, que juzgará si se lo desafuera de la protección que le da su
cargo de diputado, los diarios y las revistas deberán hablar sobre el
tema.
Las
pruebas, según los abogados, dejan claro que Martinez Labbé encabezó una
operación comando no para lograr detener miristas, sino para
eliminarlos; que además se hizo con una “superioridad de fuerzas
abrumadora”, y que como era imposible que las víctimas se defendieran
con algún éxito, se “actuó sobre seguro”. De hecho no hay un solo
militar o soldado rasguñado por un tiro de FAL mirista. Las únicas bajas
fueron las de un conscripto muerto por una ráfaga que se le escapó a un
oficial, y el suicidio de un sargento.
Uno de los
testimonios que inculpan a Martínez Labbé es el del sargento de
carabineros Alfonso Rosas, jefe del destacamento Neltume. En su
declaración cuenta que cuando llegó a la casa el capitán habló con
Flora. La mujer le avisó que los guerrilleros estaban durmiendo.
Martinez dio instrucciones de cercar el lugar. Rosas se quedó en parte
de atrás de la casa, Martínez la rodeó por el cerro hasta quedar en el
frente. Esperaron a que llegaran más de 30 hombres de la Compañía de
Comando Llancahue. Entonces atacaron. En La Unión hay dos soldados que
estuvieron allí. Aunque se los contacta, se niegan a hablar. Faltan a
las citas. Dejan de atender el teléfono. Pero la memoria no tiene
dueños: entonces, por las noches, cuando los jefes militares dejaban de
acosarlos, los pelados se reunían a conversar. Los entrevistados por
Ciper recuerdan los relatos. “A Martinez Labbé no solamente lo vieron
que mandaba, él también disparó. Se acuerdan clarito porque cuando quiso
disparar su ametralladora se le trabó. Entonces la tiró a un lado y le
quitó la que llevaba Inostrosa, el que andaba con él y salió la
balacera”, relata el soldado B.
Inostrosa
existe. Se llama Eduardo Alberto Inostrosa Reyes y era cabo 1ro de la
Compañía de Comando. En su declaración el cabo cuenta esa tarde, lo del
niño, la balacera. Y deja caer: “De la casa salió un joven que fue
impactado por alguno de la patrulla de llegada. Por una ventana salió
otro que logró escapar aunque le dispararon al parecer en la espalda”.
Da cuenta así del final de Calfuquir, que muere habiendo gastado el
cargador de su FAL, adentro de la casa. La autopsia indicó cinco
disparos el cráneo estallado. De Prospero Guzmán, el que salió al frente
y recibió 28 balazos de sub ametralladora, con el cráneo también
deshecho. Y del final del ahijado de Flora, José Monsalve, que herido
escapó por la montaña hasta que no pudo avanzar más y quedó tirado en
una quebrada. La declaración de Inostrosa coincide con la de Juan Carlos
Henríquez Jaramillo, el jovencito que corrió a avisarle a los
carabineros. El chico contó que el capitán le dijo a su madre:
“Señora le vamos a destruir su casa pero se la vamos devolver, ante lo cual su madre dijo que bueno. El capitán inmediatamente dio la orden de fuego”. Juan Carlos también contó el final de José, que era una especie de primo para él, que se había arrastrado herido hasta la quebrada: “Le dispararon y lo mataron ahí mismo, a una distancia de cinco metros más o menos. Él estaba arrollado bajo unos coligues y no tenía el fusil en sus manos pues éste estaba a unos cinco metros al lado de una mata de chilcos. No le dijeron que se rindiera porque la persona estaba arrollada debajo de los coligues, herido, como escondido, y no disparó contra los militares”.
“Señora le vamos a destruir su casa pero se la vamos devolver, ante lo cual su madre dijo que bueno. El capitán inmediatamente dio la orden de fuego”. Juan Carlos también contó el final de José, que era una especie de primo para él, que se había arrastrado herido hasta la quebrada: “Le dispararon y lo mataron ahí mismo, a una distancia de cinco metros más o menos. Él estaba arrollado bajo unos coligues y no tenía el fusil en sus manos pues éste estaba a unos cinco metros al lado de una mata de chilcos. No le dijeron que se rindiera porque la persona estaba arrollada debajo de los coligues, herido, como escondido, y no disparó contra los militares”.
***
El soldado
D también tiene pesadillas en la montaña. Más avejentado, lejos de todo
deporte, acepta contar la historia sentado en su auto. La larga de un
tirón, no mide las palabras. Es como si hubiera estado allí esperando a
que alguien le preguntara. “El jefe nos dijo: soldados, es feo matarse
entre chilenos, pero hay que hacerlo porque estos tipos no pueden
volverse vivos”. Fue el 21 de septiembre del 81. Eran los últimos
muertos de una semana que había comenzado el 13 con la de Raúl Obregón
en la emboscada; y había continuado con la masacre en la casa de Flora
Jaramillo. Durante varios días el soldado, y al menos tres militares que
declararon ante la justicia vieron a Julio Riffo y René Bravo cautivos
de los hombres de Mosquetón y de la CNI: dormían en las cabañas de las
termas de Liquiñe que eran usadas como campamento militar. Los detenidos
eran conducidos, dice el soldado, por Arturo Sanhueza Ros, uno de los
tenientes de Martínez Labbé.
–¿Donde los vio?
–Esos los
anduvieron trayendo por toda la montaña. Eran tres. Los llevaban para
arriba, había un caminito, como una huella que le llamaban y ahí lo
echaban correr pa allá como un lazo de 20 metros, buscando sus amigos.
Les pedían que busquen a sus amigos para que hagan contacto.
–¿Quien los tenía, qué jefe?
–Sanhueza. El teniente Sanhueza.
Al soldado
los días se le confunden, pero está seguro que todo ocurrió entre el 15
de septiembre y el 20 y tantos. Pasaron 32 años. La vida después de la
operación Pilmaiquén continuó también para los militares, y para
Sanhueza Ross, premiado por su actuación en la montaña, con un ascenso.
Se convirtió en “El Huiro”, jefe de la Brigada Azul, dedicada a la
persecusión del MIR, y fue uno de los más sanguinarios miembros de la
CNI. Fue procesado como uno de los asesinos del periodista de la revista
Análisis, José Carrasco, por participar de la Operación Albania, y por
el crimen de cinco frentistas desaparecidos en 1987.
El soldado
D recuerda el frío de ese septiembre, la nieve que lo cubría todo en
ese paraje cercano a Liquiñe. Estaba junto a otros dos conscriptos de la
Compañía de Comandos manejada por Martinez Labbé cuando llegó una
camioneta Toyota de la que bajaron a tres hombres. “Conversamos nosotros
con uno de sus ellos y el preguntamos qué tenía, porque andaba
cojiando. Nos dijo que tenía congelamiento en los pies, en el dedo
gordo, ese ya habia desaparecido. Lo tenía amarrado. Eran tres, dos eran
guerrilleros, el otro era uno que decía que el les había dado remedios
nomás”. Todo indica que se trataba de Riffo y Bravo. No hay indicio
alguno de quién puede haber sido el campesino. Es otro muerto que sobra,
que no está en las listas de víctimas de la dictadura.
–Es que los milicos juntaban un lote grande y después los fusilaban.
–¿En qué lugar fue el fusilamiento?
–Ahí, en
Liquiñe, como cinco kilómetros pa tras. Fue ahí en un acantilado. Puta,
si yo pudiera recorrer esos cinco kilómetros, yo cacho al tiro dónde es.
Es un camino precordillerano, una huella nada más. A ellos los bajaron
la Toyota grande y con su cruz al hombro. Pero si fue lo mismo que
cuando tu ves una de esas películas en las que Jesucristo caminó al
calvario, lo mismo, pero tal cual. Eran unas cruces de guaye, amarrados
con alambre así nomás. Amarrados de acá –señala la muñeca de un lado–, y
del otro lado –hace el gesto de amarrar en la otra–.
“Es feo
matarse entre chilenos, ustedes no han visto nada”, les dijo el jefe de
la operación. Y los dejaron a la espera. Escucharon los disparos. Y
entonces les tocó el trabajo de enterrarlos.
–Ahí los
sacamos de la cruz y los envolvimos en polietileno. Tuvimos que esperar a
que los vinieran a buscar. Yo tenía mucho miedo.
–¿A qué le tenía miedo?
–¿A qué va a ser po? A los muertos po. Día y noche estuvimos con ellos.
Ilustraciones: Walter Montes de Oca
Foto: Gentileza Museo y Memoria de Neltume
vía:
http://www.elciudadano.cl/2014/05/10/105380/rosauro-martinez-un-asesino-en-el-congreso/
No hay comentarios:
Publicar un comentario