Monterrey, NL.- Cuando elementos de la Marina-Armada
de México llegaron al rancho San José, en las inmediaciones de la presa
Padilla, a 15 kilómetros de Ciudad Victoria, Tamaulipas, vieron un
escenario desolador: la austera casona principal estaba semidestrozada
por impactos de bala y explosiones de granadas.
En la parte exterior de la finca había cuatro cuerpos. Cautelosos,
con las armas listas, exploraron los alrededores y encontraron dos
sujetos más heridos e inconscientes.
En el interior de la casa había un solo cuerpo, el de Don Alejo,
dueño de la finca y empresario maderero, con dos armas a su lado y
prácticamente cosido a tiros.
La inspección del rancho reveló que en todas las puertas y ventanas
había armas y casquillos. Eso les permitió imaginar cómo se dio la
batalla horas antes.
Los efectivos de la Marina buscaron más cuerpos en el interior de la
vivienda, pero no hallaron más. Les parecía difícil creer que una sola
persona hubiera causado tantas bajas a las atacantes con fusiles y
pistolas de caza deportiva.
Decenas de cartuchos percutidos y el olor a pólvora evidenciaban la
fiereza de quien peleó hasta el final en defensa de su propiedad.
Al final entendieron que aquel hombre había diseñado su propia
estrategia de defensa para pelear solo, colocando armas en todas las
puertas y ventanas.
La historia comenzó a escribirse la mañana del sábado 13 de
noviembre, cuando un grupo de hombres armados y amenazantes fue a darle
un ultimátum a don Alejo Garza Tamez, dueño del rancho: tenía 24 horas
para entregarles el predio o se atendría a las consecuencias.
Con la diplomacia de sus casi ocho décadas de vida, don Alejo les
dijo que no les entregaría su propiedad. Y ahí estaría esperándolos, les
dijo con llaneza.
Después del incidente, reunió a sus trabajadores y con tono grave y
enérgico les pidió que al día siguiente no se presentaran a trabajar,
que lo dejaran solo.
Durante ese sábado se dedicó a hacer un recuento de sus armas y
municiones y a preparar la estrategia de defensa de su casa como si
fuera un cuartel militar.
Dispuso armas en los flancos más débiles: las puertas y las ventanas
del rancho. La noche del sábado 13 fue larga y sin sueño, como en sus
mejores épocas de caza, pero amaneció temprano. Poco después de las 4 de
la mañana los motores de varias camionetas se oyeron lejos.
Los marinos que exploraron el rancho pudieron imaginar cómo fue
aquella madrugada, con gatilleros armados, seguros de la impunidad,
seguros de que pronto tendrían en su haber otra propiedad. Nadie, o casi
nadie, se resiste a un contingente de pistoleros que portan armas
largas. Sólo Don Alejo.
Las camionetas entraron al rancho y se apostaron frente a la finca.
Sus ocupantes descendieron, lanzaron una ráfaga al aire y gritaron que
venían a tomar posesión del rancho. Esperaban que la gente saliera
aterrorizada y con las manos en alto.
Pero las cosas no salieron como esperaban. Don Alejo los recibió a
balazos y pronto un ejército entero disparaba contra la vivienda
principal de la finca. El ranchero parecía multiplicarse y los minutos
debieron parecerles eternos a quienes habían visto en él una presa
fácil. Cayeron varios forajidos y los demás, enojados y frustrados,
arreciaron el ataque. De las armas largas, los sicarios pasaron a las
granadas.
Cuando al fin llegó el silencio, el aire olía a pólvora. Los agujeros
en los muros y ventanas de la estructura indicaban la violencia del
ataque. Cuando entraron en busca de lo que suponían era un amplio
contingente, les sorprendió hallar a uno solo. Don Alejo.
Los sicarios sobrevivientes hicieron un rápido reconocimiento del
terreno y optaron por abandonar la plaza. No se apoderaron del rancho,
porque pensaron que pronto llegarían los militares y prefirieron huir.
Dejaron lo que creyeron eran seis cadáveres, pero dos pistoleros estaban
heridos.
Poco después llegaron los infantes de Marina y, poco a poco,
pacientemente, reconstruyeron los hechos. Un ranchero, un hombre que
amaba su propiedad más que nada en el mundo la defendió literalmente
hasta la muerte.
En la última cacería de su vida, don Alejo sorprendió al grupo de
sicarios que quiso imponer en su rancho la ley de la selva, la misma que
ni el poder del Estado ha podido controlar.
Los marinos presentes no olvidarán nunca el cuadro: un anciano de 77
años se llevó por delante a cuatro sicarios antes de morir peleando como
el mejor soldado: con dignidad, honor y valentía.
Descanse en paz don Alejo Garza Tamez.
Claves
Hombre de palabra
• Don Alejo Garza Tamez era norteño de cepa. Nacido en 1933 en
Allende, Nuevo León, su infancia transcurrió en una de las zonas más
boscosas del estado.
• Allende, ubicado a 50 kilómetros al sur de Monterrey, es surcado
por la carretera Nacional 85 que conduce a Ciudad Victoria, Tampico y
Veracruz. Esa comunidad se encuentra al pie de la Sierra Madre Oriental.
• Su padre tenía un aserradero, y aprendió desde joven, junto con sus
hermanos mayores, a trabajar, aserrar y vender madera. Impulsados por
esta actividad, acabarían fundando en Monterrey la maderera El Salto,
tomando el nombre del lugar donde compraban el producto.
• De joven le tocó viajar constantemente a Parral, Chihuahua, y a El
Salto, Durango, para comprar la madera que vendían luego en Monterrey.
Su familia tuvo éxito en este ramo y abrió sucursales en Allende, su
tierra natal, y en Montemorelos.
• Desde niño don Alejo practicó la pesca y la cacería. Luego, de
joven, comenzó a coleccionar armas. Entre sus allegados era conocido
como buen tirador y, en compañía de sus amigos, cazaba venados, gansos y
palomas.
• Don Alejo Garza Tamez fue uno de los socios fundadores del Club de
Caza, Tiro y Pesca “Dr. Manuel María Silva”, ubicado en Allende, Nuevo
León.
• El empresario maderero también fue promotor de la avicultura en su
tierra natal. En alguna ocasión en que una helada quemó los sembradíos
de naranja de su pueblo, animó a los agricultores afectados a que se
iniciaran como productores de pollo y huevo.
• Junto con su hermano Rodolfo compraron en Tamaulipas el rancho San
José, mismo que dividieron. Don Alejo se quedó con la parte que colinda
con la presa Padilla y Rodolfo con el extremo situado junto al río
Corona.
• Su charla amena era reconocida por sus amigos. Era cosa sabida que su palabra valía tanto como un contrato.
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Fuente, vìa :
http://www.milenio.com/node/583407
http://www.milenio.com/node/583407
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