lunes, 22 de noviembre de 2010

Cultura , Kierkegaard: Dios aquí y ahora, no allá y entonces. Ignacio Solares. El presente texto forma parte del libro Cartas a un joven sin Dios. En él se establece un diálogo epistolar con un supuesto interlocutor preocupado por las posibilidades de trascendencia y significación de la vida. Éste es el capítulo dedicado al pensamiento kierkegaardiano.

Querido amigo:
Imposible escribir sobre Kierkegaard sin pasión. Porque para él los poderes de la filosofía no eran distintos a los de la pasión y ésta, en su forma más plena, no es sino el encuentro con Jesucristo, aquí y ahora. Por eso escribió esta frase reveladora: “Todo verdadero cristiano es contemporáneo de Jesucristo”.
El gran antagonista de la filosofía kierkegaardiana es el tiempo (por eso es tan antihegeliana): despertar es descubrir la irrealidad del tiempo. El mal está en el tiempo. ¿Por qué es malo el tiempo? Por ser relativo, ilusorio, irreal. El tiempo carece de sustancia: es sueño, es mentira, es maya, dicen los budistas, palabra que se traduce por ilusión.
Ahora bien, creo que hay que hacer una importante distinción: hay un tiempo que llamaremos —desafiando el pleonasmo— cronológico, y un tiempo psicológico. Aquél existe objetivamente, con independencia de nuestros deseos y frustraciones. Es el que conocemos con el movimiento de los relojes, de los astros y de las distintas posiciones que ocupan entre sí los planetas. Ese tiempo que nos consume —igual nos descubre la juventud, el deseo sexual, que nos los arrebata—, desde que nacemos hasta que morimos.
Ah, pero hay también un tiempo psicológico, del que somos conscientes en función de lo que realizamos o dejamos de realizar, de lo que deseamos o de lo que odiamos. Un tiempo que gravita en forma muy distinta sobre nuestro estar-en-el-mundo. Ese tiempo que pasa vertiginoso cuando gozamos y que se vuelve eterno cuando sufrimos. ¿Lo has experimentado? En una ocasión le pidieron a Einstein una definición sencilla, para todo público, de su Teoría de la Relatividad, y contestó:
“Es muy sencillo: no es el mismo tiempo el que pasamos al lado de la mujer amada que el que pasamos en la antesala del dentista”. Proust lo dijo en forma más bella: “El tiempo de que disponemos cada día es elástico: las pasiones que sentimos lo dilatan, las que inspiramos lo acortan y el hábito lo llena”.
Bueno, pues Kierkegaard va aún más lejos y dice que en realidad hay un solo tiempo: el psicológico, porque en el momento en que tomamos conciencia de él, plenamente, nos salimos del tiempo, tenemos una experiencia atemporal. Por algo parecido dice Shakespeare en uno de sus versos más célebres: Time must have a stop. En efecto, el tiempo debe detenerse para saber quién eres. Porque eso que eres, verdaderamente, está más allá del tiempo. La apreciación del instante presente nos abre los ojos: descubrimos que la identidad —el reconocimiento de nosotros mismos y del mundo que nos rodea— es un acontecimiento explosivo y no tanto un saber reflexivo. Más aún, que ese acontecimiento debe pertenecer a un momento único en el orden universal, puesto que es irrepetible: el encuentro de una persona concreta, de carne y hueso, consigo misma. “No digo Dios o eterno, digo instante y Cristo”, escribe Kierkegaard. Y agrega:
Ni tiempo ni eternidad, porque lo eterno, que no existía antes, ha nacido en este instante preciso y es mi único tiempo real. Por eso, tal instante debe tener un nombre propio: llamémosle plenitud de los tiempos.
El encuentro con el aquí y ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el gran encuentro de los tres tiempos. De lo que fui y de lo que seré,
pero muy en especial de que soy, de lo que estoy siendo.
De este modo, y tajantemente, la filosofía del instante se opone a la del Absoluto hegeliano: mirando siempre y exclusivamente hacia el futuro, gota tras gota, escalón tras escalón. No muy lejos andaba Marx con su concepto de la Historia y el (supuesto) paraíso de la abolición del Estado al final de los tiempos. Es indudable que tiene grandes atractivos esta filosofía hegeliana-marxista (cortadas con la misma tijera): engendra esperanzas, instituciones, acciones inmediatas, proclamas revolucionarias. Tiene una coherencia, una lógica, una comunicación didáctica: ¡vamos a cambiar al mundo, a dejar de conformarnos con el aquí y ahora miserable! Responde a las angustias sociales más acuciantes. Mientras haya un solo pobre en la tierra nadie tiene derecho a la salvación. Ya sea religiosa o atea, ofrece un abrigo colectivo, multitudinario.
Sören Kierkegaard, (1813-1855)
Sören Kierkegaard, (1813-1855)

La postura de Kierkegaard, por el contrario, apunta a lo individual y nos asegura que ese lejano futuro que anhelamos está sujeto a lo que hagamos, cada uno de nosotros mismos, aquí y ahora, al abrir los ojos por la mañana y al cerrarlos por la noche. Nuestro gran compromiso con la Historia es dárselo todo al presente, más allá de condicionamientos y compromisos sociales.¿Cómo ves, amigo? Sin un despertar previo de cada individuo consigo mismo no hay Nada. Y esa Nada es lo más angustioso que nos puede suceder.
La mirada de Hegel, dirá Kierkegaard, por querer ver tan hacia delante, pierde lo inmediato. Ve sólo la aglomeración de los hechos, pero no puede ver al individuo y su misterio, que tiene enfrente. En este sentido, Kierkegaard fue el primer filósofo en darse cuenta del peligro que encierra la creciente tendencia del mundo contemporáneo hacia la masificación y al anonimato, tanto en los regímenes de derecha como de izquierda. En esto fue, sin duda alguna, un profeta, aunque poco agradable a los políticos y a los intelectuales populistas. Gracias a sus conceptos de “multitud”, de “sujeto impersonal”, de “existencia inauténtica”, Sartre y Heidegger pudieron concluir el alto valor de la vida individual, del“existencialismo”. Ya Kierkegaard había dicho que en el hombre “su existencia precede a su esencia”. O sea: para saber quién eres tienes que empezar, simple y sencillamente, por ser, y tomar clara conciencia de ello.
“El hombre se pierde en la multitud para no ser”, dirá Kierkegaard. Por cobardía, ante el riesgo que supone la existencia personal —y esa explosiva toma de conciencia en el instante presente—, el hombre se refugia en el anonimato. Demasiado débil para ser “alguien” por sí mismo, busca ser algo por el “número” y por el “poseer cosas”, algo que verás profundamente enraizado en la sociedad contemporánea, sea del signo político que sea. El lucro es el nuevo dios que al mismo tiempo nos aplasta y nos enfrenta al prójimo como a una bestia de caza. Hoy, el signo estampado sobre la frente de cada hombre no es¿quién es?, sino ¿cuánto vale? Lo importante es ¿qué y cuánto produce? Para entonces entrar en contacto con él a partir del beneficio que puede proporcionarme ¿cuánto debo ganar para comprar lo que él hace? ¿Cuánto debo hacerme valer para tenerlo? Malévola estratagema que nos condena a competir unos con otros sin cesar (y sin piedad) para así multiplicar nuestras contradicciones, enconar nuestras llagas y exacerbar nuestras inclinaciones innatas hacia la autodestrucción.
Casa natal de Kierkegaard en Copenhague (segunda casa de la derecha)
Casa natal de Kierkegaard en Copenhague (segunda casa de la derecha)

El Sören Kierkegaard que de pronto —en un “agobiante” amanecer— abrió los ojos al Mal de la multitud, no quiere luchar contra ella, entrar en su terreno argumentativo (con el demonio no se discute), sólo quiere oponerle la Gracia de Jesucristo, que se da en el instante presente y tomando plena conciencia de uno mismo ante Él. Escribe:
Míralo, ahí está Él —el Dios vivo—. ¿Dónde? Ahí, ¿no lo ves? Es tu contemporáneo, quizás aún más que muchos de los que lo rodeaban en vida. Es Dios y sin embargo no tiene dónde apoyar su cabeza, y no se atreve a apoyarla en hombre alguno para no escandalizarlo.

En efecto, no todos los contemporáneos de Cristo, en la acepción histórica de la palabra, supieron que estaban ante el hijo de Dios. Por eso hacerse contemporáneo de Cristo no es tanto ser un testigo ocular, sino abrirse a la gracia de la fe (visión que implica una experiencia plena, más allá de los propios ojos y sus limitaciones en el tiempo y el espacio). Poco importa que Jesús haya vivido en el siglo primero de nuestra era: no por ello estaba más cerca de sus contemporáneos de lo que puede estarlo ahora mismo del auténtico cre yente. En este sentido, cada vez que alguien se convierte al cristianismo puede decírsele:“Hoy ha nacido, para ti en especial, un Salvador”.
El problema es que la fe comienza exactamente ahí donde encuentra su límite el pensamiento. Lo que Kierkegaard reclama, lisa y llanamente, es el tercer sacrificio exigido por San Ignacio de Loyola, aquél que más regocija a Dios: el sacrificio del intelecto. Por eso para creer hay que ir más allá de la razón y mantener el espíritu fijo... ¡en el absurdo! Kierkegaard hace suyo el dicho de Tertuliano: Credo quia absurdum. Que la realidad del hombre sea la de un individuo solitario frente a Dios, que todo hombre, desde el más inteligente, rico o poderoso al más limitado, pobre o miserable, deba enfrentar tarde o temprano esta prueba de dolorosa humildad, lo quiera o no, es un asunto que escapa a toda lógica y a todo método especulativo porque, en efecto, se trata de un asunto de lo más absurdo. Además, no implica una meta a alcanzar, sino un trabajo sin fin, de día a día, de momento a momento.
Nadie ha ilustrado mejor esta situación que Albert Camus —ya mencionábamos la gran influencia que tuvo de Kierkegaard— en El mito de Sísifo.
Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar una roca hasta la cima de una montaña. Una vez que llegaba ahí, sin remedio, la roca escapaba de sus manos y volvía a caer. Sísifo bajaba por ella para volver a llevarla hacia lo alto. Así, una y otra vez.
Los dioses habían supuesto, con toda razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo cotidiano inútil y sin esperanzas. Camus, sin embargo, le da sentido a esta actividad aparentemente absurda. Dice:
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este Universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña plena de oscuridad, forman por sí solos un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz.
Esta situación es para Camus aún más absurda porque se trata de un Universo sin amo, o sea sin Dios (resulta extraño que Kierkegaard haya influido tanto a ateos tan irredentos como Sartre y Camus). Yo estaría de acuerdo con Kierkegaard de que es aún más absurda, precisamente, porque existe Dios. Mejor dicho, la fe no evita el absurdo sino que lo ahonda y, sobre todo, lo vuelve más angustioso.
Adelantándose a la psicología moderna, Kierkegaard distingue cuidadosamente entre miedo y angustia. El miedo es ubicable: tiene un objeto que nos amenaza, sea el que sea: una fiera, un asaltante, una enfermedad. La angustia en cambio es difusa, no tiene un rostro del cual huir; en ocasiones, peor, crea la necesidad de huir de todos los rostros. Por eso, lo primero que intentan los psicólogos con sus pacientes es transformar la angustia en miedo: encender una pequeña vela en las tinieblas que los rodean y, más o menos, ubicar al supuesto peligro que presienten, aunque nada puedan contra él. Pero si estamos en plena oscuridad, es esa primera vela la que importa: las demás no harán sino completar y complementar el trabajo de iluminación que con ella se inició.
Kierkegaard agregaría que ese vago y difuso peligro que presienten es, precisamente, por “el vértigo de la libertad” para enfrentarse a sí mismos y a Dios. O sea, la responsabilidad de ser quien tengo que ser, no quien quiero ser o el que los demás quieren que sea.
¿Recuerdas que en una de mis primeras cartas te aconsejaba que no huyeras de la angustia, que si lograbas abandonarte a ella y mantener tranquilamente la conciencia de estar angustiado, si podías a cada momento ubicarla, reconocerla, merecerla; si hasta lograbas reconciliarte con ella y darle un sentido trascendente, entonces quizá quedaras a salvo de sus efectos más nocivos y podía hasta volverse tu aliada? Ahora verás por qué, según Kierkegaard.
La angustia te aísla, es cierto. Nunca está el hombre más solo que cuando se angustia. Ah, pero ahí radica, sin embargo, la función positiva de la angustia.
Al conmover violentamente al hombre en su ser, al destruir en él la ilusión del tiempo cronológico, al ponerlo frente a sus propios límites, lo coloca también ante lo único que de veras vale la pena en nuestra existencia: el reconocimiento de nuestra propia identidad. Ése que se angustia soy “yo” más que nunca lo he sido.
A partir de ahí, y sólo de ahí, es posible dar el salto desesperado hacia la fe. “Déjate caer”, aconseja Kierkegaard, en una de sus sugerencias que más me conmueven desde que lo leí por primera vez en mis años juveniles. Por supuesto, hay que dejarse caer a pesar de nuestro temor (temor y temblor los llama él) de que no haya una red que nos proteja.
La angustia y la desesperación se manifiestan así en función positiva como camino hacia la fe. Pero te aconsejo que no trates de razonar demasiado sobre esto. “Porque la fe es fuerza del absurdo y no de la razón. De otro modo, sería sabiduría de la vida, y no fe”, escribe Kierkegaard.
Te preguntarás, por supuesto, cómo era el hombre que escribió una filosofía tan original y, yo diría, tan abismal. A mí me atrae sobremanera su personalidad. Por eso el juicio de un aficionado a la filosofía como yo resulta curiosamente tautológico. Creo que, fundamentalmente, se basa en un juicio emocional. Una obra me gusta porque me transmite algo de un ser humano que me gusta. Ahora bien, ¿cómo sé yo que ese ser humano me interesa, me atrae o me seduce? Y aquí viene la tautología: lo sé precisamente porque su obra lo hace.
A excepción de unos meses en Berlín y de otras breves escapadas a la misma ciudad, la vida de Kierkegaard transcurrió íntegramente en Copenhague, la capital de Dinamarca, “la Atenas de ese Sócrates cristiano”, la llama Eusebi Colomer, uno de sus biógrafos.
Caricatura de Kierkegaard
Caricatura de Kierkegaard

La suya es una vida breve y solitaria —murió a los cuarenta y un años—, jalonada por tres relaciones conflictivas: la relación con su padre, con su novia y, muy especialmente, con la Iglesia danesa, a la que llegó a aborrecer, por decir lo menos. Basta contarte que, en una ocasión en que murió un obispo, del que se dijo en los periódicos que “testimoniaba la Verdad” (así, con mayúscula), Sören se sintió tan indignado que se enfermó del estómago y al día siguiente contestó públicamente.¿Cómo ver en el difunto obispo —digno representante del orden establecido y de la respetabilidad cristiana-burguesa— un representante de la Verdad? Escribió:
Un testimonio de la Verdad es un hombre cuya vida está profundamente iniciada en los combates de la interioridad, en el temor y el temblor, en los estremecimientos, las tentaciones, la angustia del alma y los sufrimientos del espíritu. Un testimonio de la Verdad es un hombre que, precisamente, atestigua la Verdad en la pobreza, en la humillación y el menosprecio, ignorado, aborrecido, escarnecido, desdeñado, ridiculizado. Un hombre que es azotado, maltratado, arrastrado a un calabozo y finalmente crucificado. Esto es ser un testimonio de la Verdad y ésta su vida, muerte y resurrección. Y el obispo Mynster fue exactamente todo lo opuesto a lo antes señalado. Por eso decimos: hay algo aún más contrario a la esencia del cristianismo que la peor herejía o cisma, más contrario que todas las peores herejías y cismas juntos, y esto es: jugar a ser cristiano.
Llegó a tal grado su confrontación con la Iglesia establecida que, además de escribir contra ella en los periódicos, de plano repartía volantes a las afueras de las igles ias antes de la misa. En alguno de ellos decía:
Deja de tomar parte en el culto tal como ahora es, y no contribuirás a la degradación del cristianismo, o sea de Dios mismo. Hermano mío, seas quien seas, abre los ojos al Mal que propaga nuestra Iglesia con sus intereses económicos, sus mentiras y sus dogmas.

Fue el principio del fin. La tensión de la polémica agotó su naturaleza enfermiza. Atacado de parálisis en las piernas, cayó al suelo en plena calle (afuera precisamente de una iglesia). Hubo de ser llevado como un pobre cualquiera al hospital de asistencia pública. En su lecho de muerte, rehusó recibir la comunión a no ser de manos de un laico. Dijo: “Mi elección está tomada. Los sacerdotes son funcionarios hipócritas y reales, y los funcionarios hipócritas y reales nada tienen que ver con Jesucristo”.
Kierkegaard se sabía un elegido de Dios para transmitir un mensaje en particular, y nunca dudó de su misión en esta pobre tierra de dolor y de pecado. Mira lo que escribió en su diario después de terminar con su novia, Regina Olsen, el único amor de su vida:
Hoy rompí mi compromiso. Regina hizo una terrible escena de llanto, gritos y lanzamiento de vajilla. Ni ella ni nadie pueden entender mi comportamiento, pero yo sé que esto es lo que debo hacer. Debo mostrar, como Abraham, mi disposición a sacrificar lo más amado en aras de la causa que me ha encomendado Dios. No puedo permitirme distracciones. Mi vida será un experimento en nombre de la relación de Dios con el género humano. El mío será quizás el autoexamen de conciencia más intenso llevado a cabo. Necesito averiguar hasta lo más hondo y profundo qué significa exactamente ser humano. Salgo para Berlín mañana.
¿Cómo ves? Ese hombre solitario y angustiado, que escribía durante toda la noche, se sabía un profeta. También en su diario lo escribió en forma de un relato que, curiosamente, tiene un gran parecido con la historia del Titanic:
Imaginad un navío muy grande, todavía mayor que el mayor de nuestros navíos de hoy en día. Puede transportar mil pasajeros. Todo en él está dispuesto para el lujo y el confort. Anochece. En el salón principal la gente se divierte. Todo resplandece bajo la suntuosa iluminación: la gran orquesta, las parejas bailando, el descorchar de las botellas, el tintineo de las copas, las risas y carcajadas.

Sin embargo, un humilde pasajero, el más humilde de los pasajeros ha leído por la mañana en su Biblia esta frase estremecedora: “Esta misma noche se te pedirá cuentas de tu alma”. Por eso ha salido a cubierta y se ha quedado largas horas solo, mirando el horizonte. De pronto ha descubierto un punto blanco en el horizonte. Él sabe lo que significa: el anuncio de una gran tormenta. El pobre pasajero no tiene ninguna autoridad en el barco. A pesar de ello, va al salón y entre el ruido de la música y los gritos, intenta informar al capitán lo que ha visto, lo que no tiene ninguna duda que sucederá, lo que le ha prevenido la lectura de la Biblia. El capitán le ofrece, muy bien dispuesto, subir al puente de mando con él en unos momentos más. Pero tal cosa no sucede y el pasajero vuelve a entrar al salón a buscar de nuevo al capitán, quien ahora se muestra hosco y hasta grosero, y exige no ser molestado más. El pobre pasajero se resigna.
¿No es esto terrible? Que sea el más humilde de los pasajeros el que conozca lo que sucederá con el gran barco en unas horas más. Que desde el punto de vista cristiano se vea la mancha blanca, presagio de una terrible tempestad inminente que nos destruirá a todos. Yo lo he visto, pero ¡ay!, no soy sino el más humilde de los pasajeros.
Como verás, querido amigo, esta carta me resulta particularmente significativa en relación con nuestro tema y sus múltiples repercusiones, por lo que espero tu respuesta a la brevedad.
Fuente, vìa :

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/4908/solares/49solares03.html


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