Querido amigo:
Imposible escribir sobre Kierkegaard sin pasión. Porque para él los poderes de la filosofía no eran distintos a los de la pasión y ésta, en su forma más plena, no es sino el encuentro con Jesucristo, aquí y ahora. Por eso escribió esta frase reveladora: “Todo verdadero cristiano es contemporáneo de Jesucristo”.
Imposible escribir sobre Kierkegaard sin pasión. Porque para él los poderes de la filosofía no eran distintos a los de la pasión y ésta, en su forma más plena, no es sino el encuentro con Jesucristo, aquí y ahora. Por eso escribió esta frase reveladora: “Todo verdadero cristiano es contemporáneo de Jesucristo”.
El gran antagonista de la
filosofía kierkegaardiana
es el tiempo (por eso es tan antihegeliana): despertar es
descubrir la irrealidad del tiempo. El mal está en el
tiempo. ¿Por qué es malo el tiempo? Por ser relativo, ilusorio,
irreal. El tiempo carece de sustancia: es sueño, es mentira,
es maya, dicen los budistas, palabra que se traduce
por ilusión.
Ahora bien, creo que hay que hacer una importante
distinción: hay un tiempo que llamaremos —desafiando
el pleonasmo— cronológico, y un tiempo psicológico.
Aquél existe objetivamente, con independencia de nuestros deseos y frustraciones. Es el que conocemos con el
movimiento de los relojes, de los astros y de las distintas
posiciones que ocupan entre sí los planetas. Ese tiempo
que nos consume —igual nos descubre la juventud, el
deseo sexual, que nos los arrebata—, desde que nacemos
hasta que morimos.
Ah, pero hay también un tiempo psicológico, del que
somos conscientes en función de lo que realizamos o
dejamos de realizar, de lo que deseamos o de lo que odiamos. Un tiempo que gravita en forma muy distinta
sobre nuestro estar-en-el-mundo. Ese tiempo que pasa
vertiginoso cuando gozamos y que se vuelve eterno
cuando sufrimos. ¿Lo has experimentado? En una ocasión
le pidieron a Einstein una definición sencilla, para
todo público, de su Teoría de la Relatividad, y contestó:
“Es muy sencillo: no es el mismo tiempo el que pasamos
al lado de la mujer amada que el que pasamos en la antesala del dentista”. Proust lo dijo en forma más bella: “El
tiempo de que disponemos cada día es elástico: las pasiones
que sentimos lo dilatan, las que inspiramos lo acortan
y el hábito lo llena”.
Bueno, pues Kierkegaard va aún más lejos y dice que
en realidad hay un solo tiempo: el psicológico, porque en
el momento en que tomamos conciencia de él, plenamente,
nos salimos del tiempo, tenemos una experiencia
atemporal. Por algo parecido dice Shakespeare en uno
de sus versos más célebres: Time must have a stop. En
efecto, el tiempo debe detenerse para saber quién eres.
Porque eso que eres, verdaderamente, está más allá del
tiempo. La apreciación del instante presente nos abre los
ojos: descubrimos que la identidad —el reconocimiento
de nosotros mismos y del mundo que nos rodea— es un
acontecimiento explosivo y no tanto un saber reflexivo.
Más aún, que ese acontecimiento debe pertenecer a un
momento único en el orden universal, puesto que es irrepetible:
el encuentro de una persona concreta, de carne
y hueso, consigo misma. “No digo Dios o eterno, digo
instante y Cristo”, escribe Kierkegaard. Y agrega:
Ni tiempo ni eternidad, porque lo eterno, que no existía antes, ha nacido en este instante preciso y es mi único tiempo real. Por eso, tal instante debe tener un nombre propio: llamémosle plenitud de los tiempos.
El encuentro con el aquí y
ahora no implica renuncia
al futuro ni olvido del pasado: el presente es el gran
encuentro de los tres tiempos. De lo que fui y de lo que seré,
pero muy en especial de que soy, de lo que estoy siendo.
pero muy en especial de que soy, de lo que estoy siendo.
De este modo, y
tajantemente, la filosofía del instante
se opone a la del Absoluto hegeliano: mirando siempre
y exclusivamente hacia el futuro, gota tras gota, escalón
tras escalón. No muy lejos andaba Marx con su concepto
de la Historia y el (supuesto) paraíso de la abolición del
Estado al final de los tiempos. Es indudable que tiene
grandes atractivos esta filosofía hegeliana-marxista
(cortadas con la misma tijera): engendra esperanzas, instituciones,
acciones inmediatas, proclamas revolucionarias.
Tiene una coherencia, una lógica, una comunicación
didáctica: ¡vamos a cambiar al mundo, a dejar de
conformarnos
con el aquí y ahora miserable! Responde a las
angustias sociales más acuciantes. Mientras haya un solo
pobre en la tierra nadie tiene derecho a la salvación. Ya
sea religiosa o atea, ofrece un abrigo colectivo,
multitudinario.
Sören Kierkegaard, (1813-1855)
|
La postura de Kierkegaard, por el contrario, apunta
a lo individual y nos asegura que ese lejano futuro que
anhelamos está sujeto a lo que hagamos, cada uno de
nosotros mismos, aquí y ahora, al abrir los ojos por la
mañana y al cerrarlos por la noche. Nuestro gran compromiso con la Historia es dárselo todo al presente, más
allá de condicionamientos y compromisos sociales.¿Cómo ves, amigo? Sin un despertar previo de cada individuo
consigo mismo no hay Nada. Y esa Nada es lo más
angustioso que nos puede suceder.
La mirada de Hegel, dirá Kierkegaard, por querer
ver tan hacia delante, pierde lo inmediato. Ve sólo la
aglomeración de los hechos, pero no puede ver al individuo
y su misterio, que tiene enfrente. En este sentido,
Kierkegaard fue el primer filósofo en darse cuenta del
peligro que encierra la creciente tendencia del mundo
contemporáneo hacia la masificación y al anonimato,
tanto en los regímenes de derecha como de izquierda. En
esto fue, sin duda alguna, un profeta, aunque poco agradable
a los políticos y a los intelectuales populistas. Gracias a sus conceptos de “multitud”, de “sujeto impersonal”,
de “existencia inauténtica”, Sartre y Heidegger
pudieron concluir el alto valor de la vida individual, del“existencialismo”. Ya Kierkegaard había dicho que en
el hombre “su existencia precede a su esencia”. O sea: para
saber quién eres tienes que empezar, simple y sencillamente,
por ser, y tomar clara conciencia de ello.
“El hombre se pierde en la multitud para no ser”, dirá
Kierkegaard. Por cobardía, ante el riesgo que supone la
existencia personal —y esa explosiva toma de conciencia
en el instante presente—, el hombre se refugia en el anonimato. Demasiado débil para ser “alguien” por sí mismo,
busca ser algo por el “número” y por el “poseer cosas”,
algo que verás profundamente enraizado en la sociedad
contemporánea, sea del signo político que sea. El lucro
es el nuevo dios que al mismo tiempo nos aplasta y nos
enfrenta al prójimo como a una bestia de caza. Hoy, el
signo estampado sobre la frente de cada hombre no es¿quién es?, sino ¿cuánto vale? Lo importante es ¿qué y
cuánto produce? Para entonces entrar en contacto con él
a partir del beneficio que puede proporcionarme ¿cuánto
debo ganar para comprar lo que él hace? ¿Cuánto debo
hacerme valer para tenerlo? Malévola estratagema que
nos condena a competir unos con otros sin cesar (y sin
piedad) para así multiplicar nuestras contradicciones,
enconar nuestras llagas y exacerbar nuestras inclinaciones
innatas hacia la autodestrucción.
Casa natal de Kierkegaard en Copenhague (segunda casa de la derecha)
|
El Sören Kierkegaard que de pronto —en un “agobiante” amanecer— abrió los ojos al Mal de la multitud,
no quiere luchar contra ella, entrar en su terreno argumentativo
(con el demonio no se discute), sólo quiere
oponerle la Gracia de Jesucristo, que se da en el instante
presente y tomando plena conciencia de uno mismo
ante Él. Escribe:
Míralo, ahí está Él —el Dios vivo—. ¿Dónde? Ahí, ¿no lo ves? Es tu contemporáneo, quizás aún más que muchos de los que lo rodeaban en vida. Es Dios y sin embargo no tiene dónde apoyar su cabeza, y no se atreve a apoyarla en hombre alguno para no escandalizarlo.
En efecto, no todos los contemporáneos de Cristo, en
la acepción histórica de la palabra, supieron que estaban
ante el hijo de Dios. Por eso hacerse contemporáneo de
Cristo no es tanto ser un testigo ocular, sino abrirse a la
gracia de la fe (visión que implica una experiencia plena,
más allá de los propios ojos y sus limitaciones en el tiempo
y el espacio). Poco importa que Jesús haya vivido en el
siglo primero de nuestra era: no por ello estaba más cerca de sus contemporáneos de lo que puede estarlo ahora
mismo del auténtico cre yente. En este sentido, cada vez
que alguien se convierte al cristianismo puede decírsele:“Hoy ha nacido, para ti en especial, un Salvador”.
El problema es que la fe comienza exactamente
ahí donde encuentra su límite el pensamiento. Lo que
Kierkegaard reclama, lisa y llanamente, es el tercer sacrificio
exigido por San Ignacio de Loyola, aquél que más
regocija a Dios: el sacrificio del intelecto. Por eso para
creer hay que ir más allá de la razón y mantener el espíritu
fijo... ¡en el absurdo! Kierkegaard hace suyo el dicho
de Tertuliano: Credo quia absurdum. Que la realidad del
hombre sea la de un individuo solitario frente a Dios,
que todo hombre, desde el más inteligente, rico o poderoso
al más limitado, pobre o miserable, deba enfrentar
tarde o temprano esta prueba de dolorosa humildad, lo
quiera o no, es un asunto que escapa a toda lógica y a todo
método especulativo porque, en efecto, se trata de un
asunto de lo más absurdo. Además, no implica una meta
a alcanzar, sino un trabajo sin fin, de día a día, de momento
a momento.
Nadie ha ilustrado mejor esta situación que Albert
Camus —ya mencionábamos la gran influencia que
tuvo de Kierkegaard— en El mito de Sísifo.
Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar una roca
hasta la cima de una montaña. Una vez que llegaba ahí,
sin remedio, la roca escapaba de sus manos y volvía a caer.
Sísifo bajaba por ella para volver a llevarla hacia lo alto.
Así, una y otra vez.
Los dioses habían supuesto, con toda razón, que no
hay castigo más terrible que el trabajo cotidiano inútil
y sin esperanzas. Camus, sin embargo, le da sentido a esta
actividad aparentemente absurda. Dice:
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este Universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta montaña plena de oscuridad, forman por sí solos un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar el corazón de un hombre. Hay que imaginar a Sísifo feliz.
Esta situación es para Camus aún
más absurda porque se trata de
un Universo sin amo, o sea
sin Dios (resulta extraño
que Kierkegaard haya
influido tanto a ateos
tan irredentos como
Sartre y Camus). Yo
estaría de acuerdo con
Kierkegaard de que
es aún más absurda,
precisamente, porque
existe Dios. Mejor dicho,
la fe no evita el absurdo sino que lo ahonda
y, sobre todo, lo vuelve más
angustioso.
Adelantándose a la psicología
moderna, Kierkegaard distingue cuidadosamente
entre miedo y angustia. El miedo es ubicable:
tiene un objeto que nos amenaza, sea el que sea: una
fiera, un asaltante, una enfermedad. La angustia en cambio
es difusa, no tiene un rostro del cual huir; en ocasiones,
peor, crea la necesidad de huir de todos los rostros.
Por eso, lo primero que intentan los psicólogos con sus
pacientes es transformar la angustia en miedo: encender
una pequeña vela en las tinieblas que los rodean y, más o
menos, ubicar al supuesto peligro que presienten, aunque
nada puedan contra él. Pero si estamos en plena
oscuridad, es esa primera vela la que importa: las demás
no harán sino completar y complementar el trabajo de
iluminación que con ella se inició.
Kierkegaard agregaría que ese vago y difuso peligro
que presienten es, precisamente, por “el vértigo de la
libertad” para enfrentarse a sí mismos y a Dios. O sea,
la responsabilidad de ser quien tengo que ser, no quien
quiero ser o el que los demás quieren que sea.
¿Recuerdas que en una de mis primeras cartas te
aconsejaba que no huyeras de la angustia, que si lograbas
abandonarte a ella y mantener tranquilamente la
conciencia
de estar angustiado, si podías a cada momento
ubicarla, reconocerla, merecerla; si hasta lograbas
reconciliarte con ella y darle un sentido trascendente, entonces
quizá quedaras a salvo de sus efectos más nocivos y podía
hasta volverse tu aliada? Ahora verás por qué, según
Kierkegaard.
La angustia te aísla, es cierto. Nunca está el hombre
más solo que cuando se angustia. Ah, pero ahí radica, sin
embargo, la función positiva de la angustia.
Al conmover violentamente al hombre en su ser, al
destruir en él la ilusión del tiempo cronológico, al ponerlo
frente a sus propios límites, lo coloca también ante
lo único que de veras vale la pena en nuestra existencia: el
reconocimiento de nuestra propia identidad. Ése que
se angustia soy “yo” más que nunca
lo he sido.
A partir de ahí, y sólo de
ahí, es posible dar el salto
desesperado hacia la fe. “Déjate caer”, aconseja
Kierkegaard, en una de
sus sugerencias que
más me conmueven
desde que lo leí por
primera vez en mis
años juveniles. Por supuesto,
hay que dejarse
caer a pesar de nuestro
temor (temor y temblor los
llama él) de que no haya una
red que nos proteja.
La angustia y la desesperación se
manifiestan así en función positiva como
camino hacia la fe. Pero te aconsejo que no trates de
razonar demasiado sobre esto. “Porque la fe es fuerza
del absurdo y no de la razón. De otro modo, sería sabiduría
de la vida, y no fe”, escribe Kierkegaard.
Te preguntarás, por supuesto, cómo era el hombre
que escribió una filosofía tan original y, yo diría, tan
abismal. A mí me atrae sobremanera su personalidad.
Por eso el juicio de un aficionado a la filosofía como yo
resulta curiosamente tautológico. Creo que, fundamentalmente,
se basa en un juicio emocional. Una obra me
gusta porque me transmite algo de un ser humano que
me gusta. Ahora bien, ¿cómo sé yo que ese ser humano
me interesa, me atrae o me seduce? Y aquí viene la tautología:
lo sé precisamente porque su obra lo hace.
A excepción de unos meses en Berlín y de otras breves
escapadas a la misma ciudad, la vida de Kierkegaard
transcurrió íntegramente en Copenhague, la capital de
Dinamarca, “la Atenas de ese Sócrates cristiano”, la llama
Eusebi Colomer, uno de sus biógrafos.
Caricatura de Kierkegaard
|
La suya es una vida breve y solitaria —murió a los
cuarenta y un años—, jalonada por tres relaciones conflictivas:
la relación con su padre, con su novia y, muy
especialmente, con la Iglesia danesa, a la que llegó a
aborrecer, por decir lo menos. Basta contarte que, en
una ocasión en que murió un obispo, del que se dijo en
los periódicos que “testimoniaba la Verdad” (así, con
mayúscula), Sören se sintió tan indignado que se enfermó
del estómago y al día siguiente contestó públicamente.¿Cómo ver en el difunto obispo —digno representante
del orden establecido y de la respetabilidad
cristiana-burguesa— un representante de la Verdad?
Escribió:
Un testimonio de la Verdad es un hombre cuya vida está profundamente iniciada en los combates de la interioridad, en el temor y el temblor, en los estremecimientos, las tentaciones, la angustia del alma y los sufrimientos del espíritu. Un testimonio de la Verdad es un hombre que, precisamente, atestigua la Verdad en la pobreza, en la humillación y el menosprecio, ignorado, aborrecido, escarnecido, desdeñado, ridiculizado. Un hombre que es azotado, maltratado, arrastrado a un calabozo y finalmente crucificado. Esto es ser un testimonio de la Verdad y ésta su vida, muerte y resurrección. Y el obispo Mynster fue exactamente todo lo opuesto a lo antes señalado. Por eso decimos: hay algo aún más contrario a la esencia del cristianismo que la peor herejía o cisma, más contrario que todas las peores herejías y cismas juntos, y esto es: jugar a ser cristiano.
Llegó a tal grado su confrontación con la Iglesia establecida
que, además de escribir contra ella en los periódicos,
de plano repartía volantes a las afueras de las igles
ias antes de la misa. En alguno de ellos decía:
Deja de tomar parte en el culto tal como ahora es, y no contribuirás a la degradación del cristianismo, o sea de Dios mismo. Hermano mío, seas quien seas, abre los ojos al Mal que propaga nuestra Iglesia con sus intereses económicos, sus mentiras y sus dogmas.
Fue el principio del fin. La tensión de la polémica agotó su naturaleza enfermiza. Atacado de parálisis en las piernas, cayó al suelo en plena calle (afuera precisamente de una iglesia). Hubo de ser llevado como un pobre cualquiera al hospital de asistencia pública. En su lecho de muerte, rehusó recibir la comunión a no ser de manos de un laico. Dijo: “Mi elección está tomada. Los sacerdotes son funcionarios hipócritas y reales, y los funcionarios hipócritas y reales nada tienen que ver con Jesucristo”.
Kierkegaard se sabía un elegido de Dios para transmitir
un mensaje en particular, y nunca dudó de su
misión en esta pobre tierra de dolor y de pecado. Mira
lo que escribió en su diario después de terminar con su
novia, Regina Olsen, el único amor de su vida:
Hoy rompí mi compromiso. Regina hizo una terrible escena de llanto, gritos y lanzamiento de vajilla. Ni ella ni nadie pueden entender mi comportamiento, pero yo sé que esto es lo que debo hacer. Debo mostrar, como Abraham, mi disposición a sacrificar lo más amado en aras de la causa que me ha encomendado Dios. No puedo permitirme distracciones. Mi vida será un experimento en nombre de la relación de Dios con el género humano. El mío será quizás el autoexamen de conciencia más intenso llevado a cabo. Necesito averiguar hasta lo más hondo y profundo qué significa exactamente ser humano. Salgo para Berlín mañana.
¿Cómo ves? Ese hombre solitario y angustiado, que
escribía durante toda la noche, se sabía un profeta. También
en su diario lo escribió en forma de un relato que,
curiosamente, tiene un gran parecido con la historia
del Titanic:
Imaginad un navío muy grande, todavía mayor que el mayor de nuestros navíos de hoy en día. Puede transportar mil pasajeros. Todo en él está dispuesto para el lujo y el confort. Anochece. En el salón principal la gente se divierte. Todo resplandece bajo la suntuosa iluminación: la gran orquesta, las parejas bailando, el descorchar de las botellas, el tintineo de las copas, las risas y carcajadas.
Sin embargo, un humilde pasajero, el más humilde de los pasajeros ha leído por la mañana en su Biblia esta frase estremecedora: “Esta misma noche se te pedirá cuentas de tu alma”. Por eso ha salido a cubierta y se ha quedado largas horas solo, mirando el horizonte. De pronto ha descubierto un punto blanco en el horizonte. Él sabe lo que significa: el anuncio de una gran tormenta. El pobre pasajero no tiene ninguna autoridad en el barco. A pesar de ello, va al salón y entre el ruido de la música y los gritos, intenta informar al capitán lo que ha visto, lo que no tiene ninguna duda que sucederá, lo que le ha prevenido la lectura de la Biblia. El capitán le ofrece, muy bien dispuesto, subir al puente de mando con él en unos momentos más. Pero tal cosa no sucede y el pasajero vuelve a entrar al salón a buscar de nuevo al capitán, quien ahora se muestra hosco y hasta grosero, y exige no ser molestado más. El pobre pasajero se resigna.¿No es esto terrible? Que sea el más humilde de los pasajeros el que conozca lo que sucederá con el gran barco en unas horas más. Que desde el punto de vista cristiano se vea la mancha blanca, presagio de una terrible tempestad inminente que nos destruirá a todos. Yo lo he visto, pero ¡ay!, no soy sino el más humilde de los pasajeros.
Como verás, querido amigo, esta carta me resulta
particularmente significativa en relación con nuestro
tema y sus múltiples repercusiones, por lo que espero tu
respuesta a la brevedad.
Fuente, vìa :
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/4908/solares/49solares03.html
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