Ser “señalado” como colaborador
del “terrorismo”o “ayudista” de las Farc por algún poder del Estado en
Colombia, equivale a una condena a muerte. Miles de campesinos pobres,
indígenas y dirigentes sociales han sido asesinados por sicarios,
paramilitares o efectivos de las fuerzas armadas de Colombia, práctica
que ha contado con la complicidad de Estados Unidos. Los lazos entre la
derecha chilena y el “uribismo” están dando sus primeros frutos: varios
ciudadanos de Chile han sido involucrados en una supuesta cooperación
con las Farc. Ellos ya han sido “señalados”…
La “lucha contra el terrorismo”
avala la pena de muerte en cualquier país y por eso hasta el Presidente
de la República puede violar la constitución del estado que preside.
La triangulación entre Israel,
Estados Unidos y Colombia queda al descubierto por los métodos de
“guerra sucia” contrainsurgente utilizados en Latinoamérica.
En términos formales se nos dice que
Colombia es un Estado Social de Derecho (sic) y nos lo repiten hasta el
cansancio leguleyos, políticos, violentologos, periodistas, dueños de
ONG y catedráticos en todos los rincones del país. En concordancia, se
afirma que en Colombia no existe la pena de muerte, la cual fue abolida
legalmente hace un siglo exacto, en 1910. Esto no pasa de lo puramente
formal, porque en la vida real en este país se aplica la pena capital,
de manera generalizada desde, por lo menos, 1946, cuando los
conservadores retomaron el control del gobierno.
En ese sentido Pena de Muerte, lo que se
dice Pena y de Muerte, ha sido una constante de la historia colombiana,
hasta el punto que podría decirse, sin exagerar, que los colombianos
que hemos nacido durante los últimos 70 años pertenecemos a una
interminable generación, la de la Pena de Muerte.
Sin embargo, en los últimos ocho años se
ha presentado un cambio con respecto tanto a la aplicación como a la
legitimación que desde el Estado –contando con la complacencia de las
clases dominantes, de sus medios de comunicación y de una parte de la
población- se ha hecho de la Pena de Muerte, como se demuestra con
algunos acontecimientos recientes.
1910: SE DECRETA LA ABOLICIÓN LEGAL DE LA PENA DE MUERTE
La pena de muerte legal ha existido en
el territorio de lo que hoy se llama Colombia en diversos momentos de la
historia, desde la época colonial. Su primera abolición se produjo en
1851, en medio de las llamadas Reformas de Medios Siglo, bajo el
gobierno de José Hilario López. Volvió a ser implantada
por la Regeneración Conservadora, en la Constitución de 1886, para
delitos como el parricidio, la traición a la patria, el asesinato, la
piratería, el asalto en cuadrilla de malhechores y el provocar
incendios, pero se la prohibió taxativamente para delitos políticos.
Durante la dictadura de Rafael Reyes
(1904-1909) se presentaron las últimas ejecuciones legales en Colombia,
es decir, amparadas en la propia Constitución. Los penúltimos
connacionales en ser llevados al Patíbulo fueron los cuatro autores
materiales del fallido atentado de Barro Colorado (Carrerá 7 con calle
45, en Bogota) contra el Presidente de la República, lo que aconteció el
10 de febrero de 1906. Juan Ortiz, Carlos Roberto González, Fernando Aguilar y Marco Arturo Salgar
fueron juzgados y condenados por organizar un ataque en cuadrilla de
malhechores y luego ejecutados en el mismo lugar a donde habían atentado
contra Reyes. Y el último colombiano en ser sometido a la Pena de
Muerte legal fue el abogado negro Manuel Saturio Valencia,
el 7 de mayo de 1907, cuando un grupo de fusileros le disparó directo
al corazón. El delito por el que se condenó fue su responsabilidad,
nunca probada, en unos leves incendios en la ciudad de Quibdo, pero la
verdadera razón estaba en que él había tenido relaciones sexuales, de la
que resultó un hijo, con una dama blanca. La familia de esa mujer juró
vengarse y aprovechó la ocasión de un incendio que se presentó en Quibdo
el primero de mayo de 1907, para inculpar a Valencia. El joven abogado
fue juzgado y condenado en forma por demás acelerada, ya que entre el
momento del incendio y la ejecución pública sólo transcurrieron 6 días.
¡Un raro ejemplo de celeridad en la justicia colombiana, cuando ésta se
aplica a pobres o a negros! ¡Con sobrada razón se dice que la justicia
es para los de ruana!
En 1910, luego del fin de la Dictadura,
la Asamblea Constituyente que reformó la Constitución de 1886 abolió la
pena de muerte. En el artículo B de las disposiciones transitorias de
esta reforma constitucional se determinó que “los delitos castigados con
pena de muerte en el Código Penal, lo serán en adelante con veinte años
de presidio, mientras la ley dispone otra cosa”. Nunca más, hasta el
día de hoy, un texto constitucional vigente en este país avaló la pena
capital, porque el artículo 11 de la Constitución de 1991 establece que
“el derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”. Como se
muestra enseguida, tan lacónica afirmación constitucional está tan lejos
de la realidad que parece un mal chiste.
LA PENA DE MUERTE NUNCA RECONOCIDA
Aunque constitucionalmente hablando en
1910 se hubiera abolido la pena capital, en la práctica esta se siguió
aplicando en forma generalizada desde la Violencia que se extendió por el país luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán
en abril de 1948. En efecto, el partido Conservador, en alianza con
gamonales, terratenientes y sectores de las jerarquías católicas, para
conservar el poder, pese a ser minoritario en términos políticos,
organizó grupos de criminales, auspiciados y financiados desde el
Estado, entre los cuales sobresalen los pájaros, los chulavitas y la
tristemente célebre Popol, policía política, todos los cuales se dieron a
la tarea de asesinar a quienes eran considerados como enemigos del
régimen conservador, entre ellos liberales, gaitanistas, y comunistas.
Los asesinatos perpetuados por miembros del Estado se hicieron
cotidianos y esa práctica no ha desaparecido hasta el día de hoy, porque
luego del fin del laureanismo (1950-1953) y de la dictadura militar que
le siguió, la de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), el
Frente Nacional no abandonó las viejas prácticas del conservatismo y
más bien las extendió, enmascaradas ahora con un abierto anticomunismo,
para perseguir la protesta social y popular.
De esta forma, han sido asesinados miles
de colombianos de organizaciones políticas y sociales de izquierda, así
como sindicalistas, dirigentes agrarios, líderes comunitarios,
estudiantes, profesores, mujeres pobres, defensores de derechos humanos,
campesinos, jornaleros, indígenas y un interminable etcétera. Un buen
número de las personas asesinadas en Colombia después de 1948 fueron
ejecutadas de manera directa por el Estado, o por grupos privados que
han sido auspiciados por el mismo o porque desde el mismo Estado los
representantes del bipartidismo liberal conservador se daban a la tarea
de señalar a los enemigos de la “democracia colombiana” y del “mundo
libre” para que fueran perseguidos, exiliados o ejecutados por bandas
criminales, rabiosamente anticomunistas. Estas prácticas criminales
tenían, sin embargo, como característica distintiva que, en general, los
funcionarios del Estado jamás reconocían su participación en esos
delitos, y en raras ocasiones se ufanaban en público, o a través de los
medios de comunicación, de ser responsables de la muerte de algún
colombiano. Incluso, los responsables de los crímenes se lavaban las
manos y proclamaban su inocencia, como sigue sucediendo hoy en algunos
casos con respecto al respaldo, apoyo y financiación a los
paramilitares.
EL URIBISMO O EL SICARIATO ESTATAL
En 2002 se produce un cambio radical en
cuanto a la Pena de Muerte aplicada por el Estado colombiano, ya que se
instaura en el manejo estatal la lógica y la práctica de los sicarios,
aquellos asesinos a sueldo cuya labor consiste en ejecutar a sangre fría
a sus victimas. Durante los últimos ocho años, distintos funcionarios y
agentes del gobierno central han asumido como algo normal el decretar y
aplicar la pena de muerte a muchos colombianos, sobre todo a aquellos
que empezaron a ser calificados como “terroristas” o “cómplices del
terrorismo”, una noción tan vaga que en ella cabe todo. Esa práctica se
ha impulsado desde la propia Presidencia de la República, como ha
quedado demostrado con las continuas invitaciones de Álvaro Uribe Vélez
a matar a todo aquel que fuera señalado como enemigo del régimen.
Frases como “Si parece culpable, échenlo a la fosa”, “Fumíguelos a mi
nombre, general”, “Hay que matar a los bandidos”, son típicas de esa
incitación cínica y desvergonzada a matar, con toda la impunidad del
caso y protegidos con el manto estatal. El cambio fundamental estriba en
que ahora no se niega el asesinato de adversarios sino que se le
impulsa y apoya desde el propio Estado. Eso fue lo que hizo el régimen
uribista y sus más encumbrados funcionarios, como Juan Manuel Santos y Francisco Santos.
Ahora, el primer funcionario del Estado
llama abiertamente al asesinato de sus adversarios y además se ufana de
hacerlo y lo mismo hacen otros miembros del Gobierno, como el
Vicepresidente de la República. En ese sentido, son tristemente célebres
dos hechos: primero, el asesinato de 3 dirigentes sindicales en Arauca
en agosto de 2004, crimen que fue aplaudido por el vicepresidente de
entonces, Francisco Santos, con la descarada afirmación de que “eran
terroristas” que habían sido “dados de baja” en combate. Como para que
no quedaran dudas del reconocimiento de la acción por parte del Estado,
el entonces Ministro de Defensa, Jorge Alberto Uribe,
ante la pregunta de un periodista de los Estados Unidos que le indagó si
los muertos eran sindicalistas, le respondió: “Sí, los que fallecieron
allí eran sindicalistas. Pero estaban en una lista con órdenes de
captura justificadas. Son dos cosas separadas. Hay criminales que son
médicos o pilotos. Ellos estaban comprometidos con el ELN (Ejército de Liberación Nacional).
Cayeron en una operación en la que se les estaba buscando (por ser del
ELN)”. Segundo, la masacre de 8 campesinos, entre ellos varios niños, de
la Comunidad de Paz de San José de Apartadó en febrero de 2005 por
parte de miembros del Ejército. Un mes después el propio Álvaro Uribe
justificaría el crimen con estos términos: “En esta comunidad de San
José de Apartadó hay gente buena, pero algunos de sus líderes,
patrocinadores y defensores están seriamente señalados, por personas que
han residido allí, de auxiliar a las Farc (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y de querer utilizar a la comunidad para proteger a esta organización terrorista”.
Lo significativo de estos dos hechos
radica en que, como ahora ya está confirmado, los sindicalistas no eran
guerrilleros y no murieron en ningún combate, sino que fueron asesinados
a mansalva por miembros activos del Ejército. A su vez, los miembros de
la comunidad de Paz no pertenecían a ninguna organización insurgente y
fueron ultimados por miembros del Ejército, que han sido condenados a
muchos años de cárcel. Por lo demás, resultaba poco creíble que niños de
cinco años pudieran atacar a mano armada al Ejército. Sin embargo, por
esta apología del crimen, no han sido juzgados ni el Presidente ni el
Vicepresidente de la República, y estos personajes nunca le han pedido
perdón ni a las víctimas ni al país por los señalamientos y por los
crímenes cometidos por las fuerzas armadas del Estado.
Como puede verse, desde el Estado se
avala el sicariato y se justifican todas las acciones de las fuerzas
represivas, como se ha puesto de presente con los mal llamados falsos positivos,
un crimen sistemático de Estado, que no puede ser interpretado con la
equivocada denominación de “ejecuciones extrajudiciales”, porque
sencillamente en Colombia no existen las “ejecuciones judiciales”, esto
es, la autorización legal y constitucional para matar a alguien. Ese
nombre tiende a ocultar que simple y llanamente son crímenes de Estado,
sin asidero legal de ninguna clase, aunque cuenten con el apoyo de la
fuerza militar y de los medios de comunicación, para presentarlos como
legales y legítimos.
Por si hubiera dudas que estamos
hablando de crímenes de Estado, es bueno recordar que los militares
fueron los organizadores y ejecutores de las muertes de miles de
colombianos, pobres y humildes hay que subrayarlo, porque que se sepa no
ha habido ni un solo oligarca entre los “falsos positivos” y, además,
esta práctica criminal tuvo patrocinio estatal con la Directiva No. 29
del Ministerio de Defensa de noviembre de 2005 en la cual se indica que
se pagaran recompensas por “la captura o abatimiento en combate de
cabecillas de las organizaciones armadas al margen de la ley, material
de guerra, intendencia o comunicaciones e información que sirva de
fundamento para la continuación de labores de inteligencia y el
posterior planeamiento de operaciones”. Comentando este hecho criminal,
el investigador Samuel Barinas
concluye un estudio sobre los eufemísticos falsos positivos de esta
forma lapidaria: “Le quitaron valor a la vida y le pusieron precio a la
muerte. Querían medir el éxito de su criminal política de seguridad en
litros de sangre. Como consecuencia de esta directiva los noticieros de
la radio y la televisión y los titulares de la prensa se llenaron de
muertos, casi todos presentados por los militares como “jefes de
finanzas” de la guerrilla, “mano derecha” del comandante tal, o
simplemente, “terroristas” muertos en combate…” Otro hecho que rubrica
la legitimación pública de la pena de muerte que se realiza desde el
Estado, con la violación de la Constitución Nacional, ha sido el del ataque de Sucumbíos
en Ecuador en marzo de 2008, cuando fueron masacradas 26 personas,
entre ellas 4 mexicanos y 1 ecuatoriano. A raíz de este hecho, típico de
la guerra preventiva Made in USA, el régimen uribista intentó
justificarlo de mil maneras, con el respaldo abierto y cínico de la
“gran prensa”, diciendo que Colombia tenía derecho a defenderse y que
por eso atacaba a las Farc en Ecuador y violaba la soberanía territorial
de ese país.
El que tuvo bien claro lo que había
sucedido fue un humilde juez de Sucumbíos quien desde el principio
señaló que esto había sido un crimen, y por eso inició el juicio contra
los responsables, entre los que se encuentra el actual Presidente de la
República de Colombia. Este nunca se ha arrepentido de los hechos de
Ecuador, antes por el contrario ha manifestado en repetidas ocasiones
que se siente muy feliz y satisfecho por la acción criminal, como
muestra del cambio que hemos señalado, que consiste en no ocultar los
crímenes sino en exaltarlos en público. No sorprende que los abogados de
oficio que tiene J.M. Santos ante la justicia ecuatoriana, hayan
recurrido al sensacional argumento jurídico, que intenta ocultar las
manifestaciones públicas del hoy Presidente de Colombia en las que se
ufana del asesinato de Raúl Reyes. Dicha argumentación
jurídica, sin ningún asidero ni legal ni lógica dice textualmente: “La
decisión de bombardear el campamento donde se encontraba Raúl Reyes fue
de Estado, amparada por legislación internacional en la lucha contra el
terrorismo, y que por consiguiente no hubo ninguna acción o prueba que
demuestre que Santos actuó de manera personal”. Como quien dice, la
pretendida legislación internacional de lucha contra el terrorismo avala
la pena de muerte en cualquier país y por eso hasta el Presidente de la
República puede violar la constitución del país que preside,
amparándose en una etérea legislación internacional (que si existiera,
que no es el caso, no podría reclamar extraterritorialidad), para
bombardear otro país y asesinar a un grupo de personas, sin importar que
ni en Ecuador ni Colombia exista la pena de muerte. ¡Que gran
descubrimiento jurídico el que han hecho los abogados de Santos! ¡Si
existiera el Premio Nóbel de Jurisprudencia se lo ganarían sin ninguna
duda, por tamaño descubrimiento jurídico!
LOS SICARIOS DEL AIRE
En el uribismo se implementó un nuevo
tipo de sicariato, que consiste en el uso masivo de la aviación militar
para bombardear de manera indiscriminada y desproporcionada con el
objetivo exclusivo de matar al adversario. A este tipo de acción
criminal bien se le puede llamar sicariato aéreo que no es sino un
refinamiento técnico del sicariato en motocicleta, que fue inventado en
la década de 1980 en las calles de Medellín y luego se exportó a otros
lugares del país y del mundo, como producto de lo cual los sicarios
colombianos gozan de gran reconocimiento internacional por su frialdad,
sangre fría y puntería para matar a sus víctimas. Este sicariato se ha
convertido en un producto de exportación típicamente colombiano, porque
en estos momentos los sicarios colombianos gozan de gran prestigio entre
los círculos criminales de México y otros lugares del planeta.
Valiéndose de los dineros del Plan Colombia
y de las “ayudas” de los Estados Unidos, el Estado ha comprado aviones
sofisticados con los cuales adelanta sus labores sicariales,
consistentes en bombardear de manera permanente a la insurgencia y a
campesinos e indígenas. Esta arma de guerra se ha venido utilizando de
manera reiterada y sin limitación alguna como se puso de presente el 23
de septiembre cuando fue asesinado el líder militar de las Farc, Alfonso Briceño, conocido como el Mono Jojoy.
Las declaraciones de los altos
funcionarios del Estado indican claramente que el objetivo de esta
acción desde un principio era la de masacrar al Mono Jojoy, como se
evidencia con esta afirmación de uno de los militares que participó en
la operación:”Sabíamos que teníamos dos objetivos grandes: acabar con el
‘Mono Jojoy’ y combatir a los 1.300 hombres que lo custodiaban”. Y el
Ministro de Defensa (sic), Rodrigo Rivera, un mediocre
burócrata de segunda categoría, se regodea de la aplicación ilegal de la
Pena De Muerte: “Esta fue una operación quirúrgica porque no iba
dirigida a desmantelar el campamento sino contra el objetivo. Sabíamos
que tenía la costumbre de entre la 1:00 y las 4:00 de la mañana de
levantarse y consultar documentos (…) por eso se decidió que (el
operativo) fuera a las 2:00 de la mañana”. Una operación quirúrgica,
vale decir destinada a matar a una persona, como las que realizan
cotidianamente Israel contra los palestinos o Estados
Unidos en Irak, Afganistán y Pakistán. Por eso no sorprende que esta
haya sido una operación en la que participaron directa e indirectamente
los Estados Unidos. Este suministró 30 bombas “inteligentes”,
equivalentes a 7 toneladas de explosivos (7.000 mil kilos) para matar a
un guerrillero de 59 años y enfermo, como lo relatan con deleite los
militares que hablan en la prensa amarilla y pornográfica de Colombia:
“Tenía diabetes aguda por lo que las heridas tomaban tiempo en sanar. No
podía tomar licor, sufría impotencia sexual, estaba deprimido, había
sido operado de la apéndice, tenía otitis en el oído izquierdo, sufría
de hipoglicemia, de hipertensión. Regularmente se le inflamaban los pies
y por eso no usaba botas de caucho, sino militares. Por eso cada vez
que podía, se ponía sandalias”. Fue contra este hombre que se realizó
esta operación sicarial en la que se emplearon, ya no se sabe con
exactitud cual es la cifra, porque ya se habla de 72 naves aéreas,
incluyendo aviones y helicópteros, con la participación de casi 1.000
miembros de los cuerpos especiales y emplearon bombas muy sofisticadas,
como lo cuenta uno de los participantes: “Usamos bombas construidas con
un material exclusivo que, al reventar, produce tres efectos: uno que
enciende fuego; uno de onda explosiva, que es lo que tumba lo que
encuentra; y uno de fragmentación, que son las esquirlas. En este caso,
el efecto de la onda explosiva destruyó el búnker”. ¿A esto lo llaman
combate? ¿Este crimen fue el resultado de un enfrentamiento militar,
similar al que libran los israelitas cuando asesinan a los palestinos?
Como lo ha dicho hace poco Fidel Castro: “Imagino que
no pocos militares colombianos estén abochornados por las grotescas
versiones de la supuesta batalla en que murió el Comandante Jorge
Briceño Suárez. En primer lugar, no hubo combate alguno. Fue un burdo y
bochornoso asesinato. El almirante Edgar Cely, tal vez
embarazado con el parte de guerra con que la autoridad oficial informó
la noticia y otras versiones oscuras, declaró que: “Jorge Briceño, alias
‘Mono Jojoy’, murió por ‘aplastamiento’ cuando [...] la construcción en
la que estaba escondido en la selva se le vino encima.” El líder cubano
añade que “Lo más grave es lo que falta por contar, que ya hasta el
gato lo sabe, porque los propios yankis lo han publicado. El gobierno de
Estados Unidos le suministró a su aliado más de 30 bombas inteligentes.
En las botas que le suministraron al jefe guerrillero, le instalaron un
GPS. Guiadas por ese instrumento, las bombas programadas estallaron en
el campamento donde estaba Jorge Briceño. ¿Por qué no se explica al
mundo la verdad? ¿Por qué sugieren una batalla que nunca tuvo lugar?”
Por otra parte, el cadáver de Briceño presenta las mismas
características de los muertos de la masacre perpetrada por Israel en
diciembre de 2008/enero de 2009 en Palestina, cuando se veían a los
cuerpos inflados y derritiéndose. Ese es un resultado del uso de fósforo
blanco, un componente químico que está prohibido en las guerras. ¡Ese
es otro de los grandes logros del Ejército colombiano, usar armas
prohibidas por las convenciones internacionales!
Los medios de comunicación, periodistas,
políticos, seudointelectuales, todos convertidos en chacales de la
muerte, aplauden la maniobra artera y criminal que es la aplicación de
la Pena de Muerte en estos tiempos pretendidamente posmodernos. Y Juan
Manuel Santos fue a la ONU a decir que había matado a uno de los peores
terroristas de Colombia y en su guarida y fue felicitado por Barack Obama, Premio Nobel de la Muerte, quien manifestó su beneplácito por el crimen y lo mismo hizo José Miguel Insulza,
uno de esos raros casos en que el apellido coincide con al perfil moral
e intelectual del sujeto. Si Santos dice que se mató a uno de los
principales enemigos del pueblo colombiano, nos preguntamos ¿por qué se
dice eso si a Álvaro Uribe Vélez no le ha pasado nada, ni tampoco se ha
bombardeado a la Casa de Narquiño, la sede Presidencial?
Ante todo lo dicho, flotan otras
preguntas en el aire: ¿Qué va a decir Amnistía Internacional, la Cruz
Roja, las ONG de Derechos Humanos y, sobre todo, los juristas
colombianos sobre este tipo de crímenes efectuados por el Estado
colombiano? ¿Qué tienen que decir todas estas instancias ante el uso de
fósforo en las bombas suministradas por los Estados Unidos? ¿Por qué ese
silencio mudo de la “izquierda democrática” ante este crimen de guerra
perpetrado por el Estado colombiano? ¿Acaso está muy distante el día en
que desde los aviones y los helicópteros, como sucede en Israel, se
ametralle a otros colombianos en campos y ciudades, so pretexto de ser
terroristas?
LOS MACABROS RITUALES DE LA PENA DE MUERTE A LA COLOMBIANA
En casi todos los países del mundo donde
ha existido y hoy existe la pena de muerte legal, aplicada por el
Estado, se practica una ritualidad macabra que acompaña a las
ejecuciones. No solamente es el acto de matar a un ser humano lo que
cuenta sino todas las horrorosas prácticas que se desarrollan durante y
después de la ejecución. Al respecto se debe recordar, para citar un
ejemplo, que cuando se mataba a alguien en Europa en los siglos XVI y
XVIII se obligaba a la gente a asistir a la ejecución y luego se dejaba
el cadáver clavado en postes de madera por semanas para que fuera presa
de las aves de rapiña. Este ritual tenía la finalidad de generar
escarnio y crear terror entre la población. Algunos podrán decir que
esos eran otros tiempos, pero que hoy en el capitalismo posmoderno eso
ya no se practica. Nada de eso, aunque hoy los rituales se han
sofisticado son igual de escabrosos, máxime con el papel enajenante que
cumple la televisión, la cual muestra con morbo y saña los cadáveres de
los enemigos de la “democracia”, como se hace en Israel, Estados Unidos y
ahora en Colombia.
A propósito de ese estilo, en Estados
Unidos se prohíbe que en televisión se muestren los cadáveres de los
soldados muertos en Irak o Afganistán –lo mismo que sucedió con las
victimas del 11 de septiembre de 2001-, pero se irrespetan y se profanan
los cadáveres de los enemigos, como sucedió con los hijos de Sadam Hussein
y con el propio líder irakí. En esas condiciones, lo que ahora vemos en
Colombia no es ni siquiera original, pues es una burda copia de los
métodos de matar de Israel y Estados Unidos, pues mediante bombardeos
indiscriminados y el empleo de fósforo blanco se masacra y luego se
presenta el espectáculo morboso de exhibir los cadáveres desfigurados de
sus adversarios para diversión de la “opinión pública”. Por eso, lo que
últimamente se ha visto en Colombia es una simple réplica de lo hecho
por los estadounidenses con sus víctimas en Irak o Afganistán.
En la Pena Capital a la colombiana, tal y
como ahora se aplica por parte del Estado traqueto, también se
escenifican unos rituales despreciables, en los cuales los medios de
comunicación desempeñan un papel central. Se trata en primer lugar de
rebajar al extremo al otro, el que no es presentado como un ser humano
sino como una bestia, sin ni siquiera reconocer su carácter de
adversario. En el caso reciente resulta escalofriante que se exalten las
virtudes de Sascha, una perra antiexplosivos del Ejército que murió en
el bombardeo, como una pérdida lamentable para la democracia colombiana,
mientras se solazaban mostrando de manera morbosa el cadáver
desfigurado de Alfonso Briceño.
La oligarquía colombiana ni siquiera
respeta a los muertos, lo cual es casi una ley universal, que por
supuesto no se aplica en estos lares traquetizados. Por eso, ese regodeo
sangriento de presentadores y presentadoras de televisión, de
periodistas, de opinadotes y charlatanes que se deleitaban mostrando y
de manera pornográfica y criminal, muy al estilo de la prensa de Estados
Unidos o de Israel, el cadáver desfigurado de un campesino, cuyo
principal crimen fue el de combatir a esa oligarquía, y de propinarle
memorables derrotas, durante 40 años.
Porque, precisamente, si algo se destaca
de ese ritual despreciable que no respeta ni a los muertos, es el odio
de clase hacia todos aquellos que de origen humilde se han revelado para
enfrentar, en este caso con las armas, a las clases dominantes de
Colombia. Lo peor del caso radica en que los pobres, tan despreciados
por esa oligarquía, también participen en la fiesta de clase que
celebran los de arriba, contra uno de los suyos. Algo similar a lo que
sucede con muchos admiradores del nazismo que, pese a su extracción
pobre y cetrina, admiran a Hitler, un personaje que de existir no dudaría ni un momento en matarlos con su mano homicida.
Finalmente, que la pena de muerte se ha
legitimado en este país, aunque no necesite legalizarse, lo demuestra la
efusividad de todos los altos funcionarios del Estado, cada uno de los
cuales quiere llevar la delantera en hacer meritos en la campaña
criminal por saber cuál de ellos es el más asesino, como sucedía en los
tiempos de lejano oeste en los Estados Unidos. Cada uno de ellos quiere
convertirse en el Matoncisimo Kid para ganar puntos ante sus amos de los
Estados Unidos. Y por eso, hasta la tribuna de la ONU se considera
adecuada para que un personaje que ocupa el solio presidencial, de tan
dudosa moralidad y con tan pésimos antecedentes en materia del respeto a
las vidas ajenas -es prófugo de la justicia ecuatoriana, está
involucrado en el asesinato de 4 mexicanos y un ecuatoriano y de miles
de colombianos pobres, por lo de los mal llamados “falsos positivos”-
ahora venga a presentarse como el salvador de Colombia e incluso haya
comparado el asesinato del Mono Jojoy con la gesta libertadora de Bolívar.
Tamaño atrevimiento sólo puede caber en una mente enferma y megalómana,
que cae muy bien en una Colombia embrutecida por los medios de
comunicación y en la que se ha impuesto la lógica del “todo vale”, tan
propia de esa combinación letal de neoliberalismo con las subculturas
del narcotráfico y del paramilitarismo. ¿Que más se le puede pedir a un
genuino representante de la lumpemburguesia colombiana?
Fotografía: http://questiondigital.com/?p=5012
Fuente, vìa :
http://www.elciudadano.cl/2010/11/02/la-aplicacion-ilegal-de-la-pena-de-muerte-en-colombia/
http://www.elciudadano.cl/2010/11/02/la-aplicacion-ilegal-de-la-pena-de-muerte-en-colombia/
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