Hizo pintar –en paredes de Mar del Plata, por
ejemplo– leyendas de un cinismo memorable: Ganar la paz, decía una. La
otra era peor: El amor vence. Galimberti, que lo conocía bien, decía:
“Cuando Massera quiere hablar con alguien, lo secuestra”. Desde la
picana pensaba llegar al poder absoluto. Tenía pinta y sonrisa como para
imaginarse un nuevo Perón. Era un megalómano delirante. Durante el
Juicio a las Juntas, desafiante, dijo a la audiencia, a los jueces, a
los periodistas, a todos: “A ustedes les queda la crónica, a mí la
Historia”. Tenía razón. Por desgracia, Massera pertenece a la historia
de nuestro país, a su historia más profunda, a su lógica más perversa. Y
más todavía. Pertenece, Massera, al gran Museo de Horrores de la
Humanidad. Como el genocidio argentino, del que fue uno de sus más
señalados protagonistas.
En Los hundidos y los salvados, Primo Levi marca a los asesinos de
este país como imitadores de los criminales alemanes. Dice: “Sus
imitadores en Argentina y Chile”. Eso fueron Massera y todos los
restantes capitostes de la masacre: imitadores de Himmler, de Goering,
de Hess, de Eichmann. Tenía razón Massera esa tarde ante el tribunal que
lo juzgaba: no tanto en el primer sentido de su afirmación (“A ustedes
les queda la crónica”), pero sí en el segundo: “A mí la Historia”. Sí,
le queda la Historia. Ingresó, con pleno derecho, a la historias de las
grandes masacres del siglo XX. Y del lado de los masacradores.
Pero hay algo más en el Almirante: a la masacre le añade la
crueldad. La ESMA –de la que era jefe absoluto, amo y señor de la vida y
de la muerte–- era un campo de concentración y exterminio. Pero, al ser
un campo de recabamiento de información, era un campo de torturas. La
tortura le fue más esencial a la ESMA que a Auschwitz. El detenido que
ingresaba en Auschwitz, el que cruzaba ese portón en que había un cartel
que decía El trabajo os hará libres, iba, sin duda, a morir, tarde o
temprano habría de morir, pero muchos no fueron torturados, porque
Auschwitz no era un centro de acumulación de información. La
información, su búsqueda, su urgente necesidad de posesión para atrapar a
los otros, a los ligados al detenido antes de que pudieran escapar, era
propia de la ESMA. La ESMA era, en primera instancia, un centro de
búsqueda de información, es decir, un centro de torturas. Además, la
tortura era parte de un esquema prefijado que se proponía quebrar al
detenido. Y era tan terrible que muchos, luego de pasar por ella,
preferían morir antes que volver. Fue, como Drácula, un empalador. Llenó
de cadáveres el Río de la Plata. Gritó (junto a Videla y Agosti y todos
los enfervorizados hinchas que desbordaban el estadio de River Plate)
los goles de la Selección Argentina, los goles de Kempes, el matador.
Con cada gol argentino, más poder para Massera. Más poder para que
secuestrara, torturara, violara, prohibiera, le dijera al mundo que éste
era el país de las maravillas y que, aquí, se vivía en medio de la
alegría y el respeto por los derechos humanos.
Que ahora se muera no sirve para nada. Todos, alguna vez, nos vamos a
morir. Massera ya hizo en nuestra historia todo el daño que podía
hacer. Lo pidió un pueblo que quería orden y él le dio ese orden. Una de
las primeras publicidades televisivas de la Junta decía: Orden, orden,
orden, cuando hay orden el país se construye de arriba abajo. En esa
búsqueda de orden, siempre exigida por los argentinos, hay que encontrar
la explicación de la existencia de monstruos como Massera. Si alguien,
hoy, le desea el Infierno, se equivoca. Si Massera va al Infierno lo van
a recibir como a un héroe. Al cabo, él es uno de sus creadores. El
creador de una de las figuras más perfectas del Infierno, la ESMA.
¿Podríamos entonces desearle el Cielo, ese lugar donde un Dios justo le
señalaría sus culpas? Ocurre, sin embargo, que el Cielo y ese Dios justo
no existen. ¿Cómo habrían de existir si existió Massera.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-156580-2010-11-09.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-156580-2010-11-09.html
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