Tom Dispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
Tomgram: Howard Zinn, ¿El fin
del Imperio?
In Iraq, en
Afganistán, y en EE.UU., la posición de la “única
superpotencia” del globo se desgasta visiblemente. El país
que fue otrora proclamado como un “imperio light” ha demostrado
cada vez más que es ligero de cascos. El país que
otrora fuera saludado como una potencia mayor que la de Roma imperial
o Gran Bretaña imperial, una fuerza dominante más allá
de todo lo que haya sido jamás visto en el planeta, ahora
parece no ser capaz de realizar un solo movimiento en su propio
interés que no sea un desastre. La reciente ofensiva del
gobierno de Iraq en Basora no es más que el último
ejemplo y – podemos estar seguros – habrá más de lo
mismo.
Mientras tanto, la
suerte de ese imperio, ligero o no, es el tema de hoy de Howard Zinn
en
Tomdispatch, y una nueva adición a su reputada
“People's History of the United States” [Historia popular de
EE.UU.” El nuevo libro representa un logro sorpresivo en formato de
viñetas. Es una divertida historia gráfica, ilustrada
por el caricaturista Mike Konopacki, que nos lleva de las
Guerras
Indias a la “frontera” iraquí (con algunas
impresionantes acotaciones al margen sobre la propia vida de Zinn),
Es una joya y lo publican hoy.
En honor del día
de su publicación,
Tomdispatch ofrece el equivalente de
una pequeña fantasía en línea. A continuación,
puedes leer el ensayo de Zinn sobre cómo llegó a saber
por primera vez del Imperio de EE.UU; y también se puede
abrir, dos gustos especiales. Puedes ver un vídeo animado [en
inglés], que utiliza parte de las ilustraciones del libro, con
la voz de Viggo Mortensen. (Tómalo como “Rey de los anillos,
Parte IV: Las crónicas del Mordor estadounidense.) Finalmente,
si miras bajo el
vídeo en esa misma página, verás
una sección autobiográfica del nuevo libro [en inglés]
sobre los primeros años de Zinn. Que lo pases bien.
Tom
Con un ejército de ocupación
que hace la guerra en Iraq y Afganistán, con bases militares y
matonaje corporativo en todas partes del mundo, ya no cabe duda de la
existencia de un Imperio de EE.UU. Por cierto, lo que solían
ser fervientes desmentidos se han convertido en una aceptación
jactanciosa, desvergonzada, de esa idea.
Sin embargo, la idea misma de que
EE.UU. pudiera ser un imperio no se me ocurrió hasta que
terminé mi trabajo como bombardero en la 8ª Fuerza Aérea
en la Segunda Guerra Mundial, y volví a casa. Incluso mientras
comenzaba a tener dudas sobre la pureza de la “Buena Guerra,”
incluso después de que me horrorizaran Hiroshima y Nagasaki,
incluso después de repensar mi propio bombardeo de ciudades en
Europa, todavía no combiné todo eso en el contexto de
un “Imperio” estadounidense.
Sabía, como todos, del Imperio
Británico y de otros poderes imperiales de Europa, pero EE.UU.
no era visto de la misma manera. Cuando, después de la guerra,
fui a la universidad bajo la Ley de Derechos de los soldados, y tomé
cursos en historia de EE.UU., usualmente encontraba un capítulo
en los textos de historia intitulado “La era del imperialismo.”
Invariablemente se refería a la Guerra Hispano-Estadounidense
de 1898 y a la conquista de las Filipinas que la siguió.
Parecía que la duración relativa del imperialismo
estadounidense había sido de solo unos pocos años. No
existía una visión general de la expansión de
EE.UU. que pudiera conducir a la idea de un imperio de mayor alcance
– o período de “imperialismo.”
Recuerdo el mapa de la clase
(intitulado “Expansión hacia el Oeste”) que presentaba la
marcha a través del continente como un fenómeno
natural, casi biológico. Esa inmensa adquisición de
tierras llamada “
La
compra de Luisiana” no sugería nada que no
fuera compra de tierras vacías. No había un sentido de
que ese territorio había sido ocupado por cientos de tribus
indias que hubieran tenido que ser aniquiladas o expulsadas de sus
casas – lo que ahora llamamos “limpieza étnica” – para
que blancos pudieran asentarse en las tierras, y más tarde
ferrocarriles pudieran cruzarlas de un lado a otro, presagiando la
“civilización” y sus brutales decepciones.
Ni las discusiones de la “democracia
jacksoniana” en los cursos de historia, ni el popular libro de
Arthur Schlesinger Jr., “La era de Jackson”, me hablaron del
“Sendero de lágrimas”, la letal marcha forzada de las
“
cinco
tribus civilizadas, hacia el oeste desde Georgia y
Alabama a través del Mississippi” que dejó 4.000
muertos. Ninguna discusión de la Guerra Civil mencionó
la masacre de Sand Creek de cientos de aldeanos indios en Colorado,
precisamente cuando la “emancipación” era proclamada para
la gente negra por el gobierno de Lincoln.
El mapa de la sala de clase también
tenía una sección hacia el sur y el oeste llamada
“Cesión mexicana.” Era un útil eufemismo para la
agresiva guerra contra México de 1846 en la que EE.UU. se
apoderó de la mitad de la tierra de ese país, lo que
nos dio California y el gran Sudoeste. El término “Destino
manifiesto,” utilizado en esos días, se hizo rápidamente
universal, por supuesto. En vísperas de la Guerra
Hispano-Estadounidense en 1898, el
Washington Post vio más
allá de Cuba. “Estamos cara a cara con un extraño
destino. El gusto del Imperio está en la boca de la gente
exactamente como el gusto de la sangre en la selva.”
La violenta marcha a través del
continente, e incluso la invasión de Cuba, parecieron estar
dentro de una esfera natural de interés de EE.UU. Después
de todo, ¿no había declarado la Doctrina Monroe de
1823, que el Hemisferio Occidental estaba bajo nuestra protección?
Pero casi sin pausa después de Cuba vino la invasión de
las Filipinas, a mitad de camino al otro lado del mundo. La palabra
“imperialismo” parecía corresponder de modo adecuado a las
acciones de EE.UU. Por cierto, esa prolongada y cruel guerra –
tratada rápida y superficialmente en los libros de historia –
dio origen a una “Liga Antiimperialista” en la que William James
y Mark Twain fueron personalidades dirigentes. Pero tampoco aprendí
algo sobre esa guerra en la universidad.
Aparece la “Única
Superpotencia”
Leyendo fuera de la sala de clase, sin
embargo, comencé a encajar las piezas de la historia en un
mosaico mayor. Lo que a primera vista había parecido algo como
una política exterior puramente pasiva en la década que
llevó a la Primera Guerra Mundial pareció ser ahora una
sucesión de violentas intervenciones: la apropiación de
la zona del Canal de Panamá de Colombia, un bombardeo naval de
la costa mexicana, el despacho de los marines a casi cada país
en Centroamérica, el envío de ejércitos de
ocupación a Haití y la República Dominicana.
Como escribió más tarde el tan condecorado general
Smedley Butler, quien participó en muchas de esas
intervenciones: “Yo fui chico de los mandados de Wall Street.”
Cuando supe de esa historia – los
años después de la Segunda Guerra Mundial – EE.UU. se
estaba convirtiendo no sólo en una potencia imperial más,
sino la principal superpotencia del mundo. Decidido a mantener y
expandir su monopolio de las armas nucleares, se estaba apoderando de
islas remotas en el Pacífico, obligando a los habitantes a que
partieran, y convirtiendo las islas en mortíferos terrenos de
juego para más pruebas atómicas.
En su memoria, “No Place to Hide,”
el Dr. David Bradley, quien monitoreó la radiación en
esas pruebas, describió lo que quedó en las islas
después de que los equipos de ensayos volvieron a EE.UU.:
“Radioactividad, contaminación, la isla destruida de Bikini
y sus exiliados, pacientes con ojos tristes.” Los ensayos en el
Pacífico fueron seguidos, con el pasar de los años, por
más pruebas en los desiertos de Utah y Nevada, más de
mil ensayos en total.
Cuando comenzó la guerra de
Corea en 1950, yo todavía estudiaba historia como estudiante
de postgrado en la Universidad de Columbia, Nada en mis clases me
preparó para comprender la política estadounidense en
Asia. Pero yo leía
Weekly de I. F. Stone. Stone fue uno
de los poquísimos periodistas que cuestionaron la
justificación oficial para el envío de un ejército
a Corea. Me parecía claro entonces que no fue la invasión
de Corea del Sur por el norte lo que provocó la intervención
de EE.UU., sino el deseo de EE.UU. de tener un punto de apoyo firme
en el continente asiático, especialmente cuando los comunistas
se encontraban en el poder en China.
Años después, cuando la
intervención clandestina en Vietnam se convirtió en una
masiva y brutal operación militar, las intenciones imperiales
de EE.UU. me aparecieron aún más evidentes. En 1967,
escribí un pequeño libro llamado “Vietnam: The Logic
of Withdrawal” [Vietnam: la lógica de la retirada]. En esos
días estaba fuertemente involucrado en el movimiento contra la
guerra.
Cuando leí los cientos de
páginas de los Papeles del Pentágono que me fueron
confiados por Daniel Ellsberg, lo que me saltó a la vista
fueron los memorandos secretos del Consejo Nacional de Seguridad. Al
explicar el interés de EE.UU. por el Sudeste Asiático,
hablaban a secas de los motivos del país como una busca de
“estaño, caucho, petróleo.”
Ni las deserciones de soldados en la
guerra mexicana, ni los disturbios contra el reclutamiento en la
Guerra Civil, ni los grupos antiimperialistas a comienzos del siglo,
ni la fuerte oposición a la Primera Guerra Mundial – por
cierto ningún movimiento contra la guerra en la historia de la
nación alcanzó la escala de la oposición a la
guerra en Vietnam. Por lo menos parte de la oposición se
basaba en la consciencia de que había más en juego que
Vietnam, que la brutal guerra en ese pequeño país
formaba parte de un propósito imperial mayor.
Varias intervenciones después de
la derrota de EE.UU. en Vietnam parecieron reflejar la necesidad
desesperada de la superpotencia que seguía reinando –
incluso después de la caída de su poderoso rival, la
Unión Soviética – de establecer su dominio por
doquier. De ahí la invasión de Granada en 1982, el
ataque con bombardeo de Panamá en 1989, la primera guerra del
Golfo de 1991. ¿Se sentía desconsolado George Bush
padre por la captura de Kuwait por Sadam Husein, o utilizó ese
evento como una oportunidad para imponer el poder de EE.UU. a la
codiciada región petrolera de Oriente Próximo?
Considerando la historia de EE.UU., considerando su obsesión
con el petróleo de Oriente Próximo, que data del
acuerdo de Franklin Roosevelt en 1945 con el rey Abdul Aziz de Arabia
Saudí, y el derrocamiento por la CIA del gobierno democrático
de Mossadeq en Irán en 1953, no es difícil decidir al
respecto.
Justificación
del Imperio
Los implacables ataques del 11 de
septiembre (como lo reconoció la Comisión del 11-S)
resultaron del feroz odio contra la expansión de EE.UU. en
Oriente Próximo y en otras partes. Incluso antes de ese
evento, el Departamento de Defensa reconoció, según el
libro de Chalmers Johnson “The Sorrows of Empire” [traducido al
castellano como “Las desgracias del imperio: militarismo, espionaje
y fin de la república”], la existencia de más de 700
bases militares estadounidenses fuera de EE.UU.
Desde esa fecha, con el inicio de una
“guerra contra el terrorismo,” se han establecido o expandido
muchas más bases: en Kirguizistán, Afganistán,
el desierto de Qatar, el Golfo de Omán, el Cuerno de África,
y dondequiera se pudo sobornar o coercer a una nación dócil.
Cuando yo bombardeaba ciudades en
Alemania, Hungría, Checoslovaquia, y Francia en la Segunda
Guerra Mundial, la justificación moral era tan simple como
para estar más allá de toda discusión. Estábamos
salvando al mundo del mal del fascismo. Por eso me sorprendió
oír a un artillero de otra tripulación – lo que
teníamos en común es que ambos leíamos libros –
que consideraba que se trataba de “una guerra imperialista.” Los
dos lados, dijo, eran motivados por ambiciones de control y
conquista. Discutimos sin resolver el tema. Irónicamente,
trágicamente, poco después de nuestra discusión,
el muchacho fue derribado y muerto en una misión.
En las guerras siempre han una
diferencia entre los motivos de los soldados y los motivos de los
dirigentes políticos que los envían a la batalla. Mi
motivo, como el de tantos otros, carecía de ambición
imperial. Era ayudar a derrotar el fascismo y crear un mundo más
decente, libre de agresión, militarismo, y racismo.
El motivo de los círculos
dominantes de EE.UU., comprendido por el artillero aéreo que
conocí, era de naturaleza diferente. Fue descrito a comienzos
de 1941, por Henry Luce, el multimillonario propietario de las
revistas
Time,
Life, y
Fortune, como la llegada
de “El siglo estadounidense.” Había llegado el momento,
dijo, de que EE.UU. “aplicara al mundo todo el impacto de nuestra
influencia, para los propósitos que consideremos apropiados,
por lo medios que consideremos apropiados.”
Es difícil pedir una declaración
más sincera, más directa del propósito imperial.
Ha sido repetida en los últimos años por las criadas
intelectuales del gobierno de Bush, pero con promesas de que el
motivo de esa “influencia” es benigno, que los “propósitos”
– sea en la formulación de Luce u otras más recientes
– son nobles, que es un “imperialismo light”. Como dijo George
Bush en su segundo discurso inaugural: “Diseminar la libertad por
el mundo... es la invocación de nuestra época.” El
New York Times calificó ese discurso de “impresionante
por su idealismo.”
El Imperio de EE.UU. ha sido siempre un
proyecto bipartidario – demócratas y republicanos se han
turnado para ampliarlo, para aclamarlo, para justificarlo. El
presidente Woodrow Wilson dijo a graduados de la Academia Naval en
1914 (el año en el que bombardeó México) que
EE.UU. utiliza “su armada y su ejército... como instrumentos
de la civilización, no como instrumentos de agresión.”
Y Bill Clinton, en 1992, dijo a graduados de West Point: “Los
valores que habéis aprendido aquí... podrán
diseminarse por todo el país y por todo el mundo.”
El pueblo de EE.UU., y por cierto la
gente de todo el mundo, descubre tarde o temprano que esas
afirmaciones son falsas. La retórica, a menudo persuasiva a
primera vista, es abrumada pronto por horrores que ya no pueden ser
ocultados: cadáveres ensangrentados de Iraq, las extremidades
arrancadas de soldados estadounidenses, los millones de familias
expulsadas de sus hogares – en Oriente Próximo y en el delta
del Mississippi.
¿No comienzan a perder el
control de nuestras mentes las justificaciones del imperio,
arraigadas en nuestra cultura, que atacan nuestro buen sentido, de
que la guerra es necesaria para nuestra seguridad, que la expansión
es fundamental para la civilización? ¿Hemos llegado a
un punto en la historia en el que estamos listos para abrazar una
nueva forma de vida en el mundo, expandiendo no nuestro poder
militar, sino nuestra humanidad?
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Howard Zinn es
autor de “A People's History of the United States” y de “Voices
of a People's History of the United States,” que están
siendo filmados ahora para un importante documental en la televisión.
Su más reciente libro es “A People's History of
American Empire,” la historia de EE.UU. en el mundo, contado en
forma de viñetas, con Mike Konopacki y Paul Buhle en la serie
de libros del American Empire Project. Un vídeo animado
adaptado de este ensayo con efectos visuales del libro de dibujos
animados y con la voz de Viggo Mortensen, así como una sección
del libro [en inglés] sobre la vida temprana de Zinn, pueden
ser vistos haciendo
clic
aquí. El sitio en la Red de Zinn es:
HowardZinn.org.
Copyright 2008 Howard Zinn
http://www.tomdispatch.com/post/174913/howard_zinn_the_end_of_empire_
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=65771
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