Chaleco de fuerza
Por Mario E. Burkún *
La especulación con dinero caliente en los países europeos comenzó
en los años ’90. Tuvo distintos altibajos hasta que la Unión Europea dio
un salto cualitativo de integración continental en política económica
con la firma de los acuerdos de Maastricht. Se unificó la mayoría de las
monedas de los integrantes de la UE a través de la creación del euro y
se fijaron límites para las posibilidades de déficit presupuestario.
Estas normativas constituyen un “chaleco de fuerza” para los países
miembros en caso de que su realidad nacional se complique y llegue a
transgredir la rigidez que se instala en la política monetaria.
Mientras se crecía en producción y en consumo todo iba bien: años de
bonanza y de acompañamiento de la expansión del gigante alemán como
motor de la Unión en su expansión hacia los países del Este europeo y de
competencia por los recursos naturales en Africa y en América latina. A
partir de la eclosión de los préstamos bancarios y de las inversiones
en valores de alto riesgo en el mercado financiero internacional,
comenzaron a manifestarse las inadecuaciones entre lo real y lo
imaginario en el sistema europeo.
El auge de los préstamos del sistema bancario alemán y el
franco-belga–luxemburgués facilitó el endeudamiento en Grecia y España, y
se trasladó a especulaciones de corto plazo, turismo y servicios.
Algunas de las manifestaciones de la crisis que todavía continúan en
España y Grecia son los altísimos niveles de desocupación, la
imposibilidad de pago, la fragilidad de la banca regional, la debilidad
del sistema de seguridad social y los planes de ajuste forzado.
En el caso de Irlanda y Portugal, los efectos son similares, pero
tienen algunas particularidades interesantes de analizar. Ambos países
son ejemplos de flexibilidad del mercado laboral, de altas tasas de
crecimiento en la inversión en servicios de punta, tecnológicos y de
generación de oportunidades de negocios internacionales, junto con las
formas tradicionales de especulación inmobiliaria, en operaciones
financieras de alto riesgo y en lavado de dinero. En el caso de Irlanda
(junto con Islandia), sirvió como una gran plataforma offshore tanto
tributaria como financiera, con respecto a las pautas de la Europa
continental y sobre todo de la banca operativa en el Reino Unido. De
allí que, en el primer momento de expansión de la crisis internacional,
las primeras intervenciones de rescate masivo del sistema bancario
fueron en estos dos países de forma de garantizar a los depositantes sus
ganancias especulativas.
El monto de estos rescates no alcanzó para calmar el “mercado” y las
propuestas de solución fueron cambiando desde una intervención directa
de rescate de las operaciones “tóxicas” con la creación de una banca
específica con ese fin, acompañada de préstamos a los deudores
hipotecarios y al consumo de masas, hasta un ajuste tradicional con
intervención estatal e implementado por el Fondo Monetario
Internacional. Mientras que la reunión del G-20 en Londres presentaba
algunas propuestas de corte keynesiano –apoyo al consumo, defensa del
empleo y un rescate masivo de los bancos–, la última reunión del G-20 en
Corea del Sur le dio nuevamente poder al FMI para ejecutar los ajustes
tradicionales. Los países de Europa se encuentran en una situación de
debilidad estructural, no sólo financiera sino que también experimentan
la destrucción de sus redes de contención social.
El período que se avecina en Europa no es de calma social. Las
dificultades de países como Irlanda, España, Portugal e Italia son
mayores a medida que el resto de Europa parece mejorar lentamente su
situación.
Pensar en dos sistemas bancarios –uno más regulado y con previsiones
frente al riesgo, y otro más flexible pero pasible de especulaciones
tóxicas– es un debate que hoy surge en el seno de las autoridades
económicas europeas.
El otro intríngulis es la permanencia del chaleco de fuerza del
cumplimiento de las pautas de Maastricht y la existencia de la moneda
común. Es probable que la definición del poder real sea continuar a toda
costa con el rescate bancario, inyectando las cantidades de liquidez
que sean necesarias. Al mismo tiempo se ponen en práctica medidas de
ajuste laboral, en la previsión social y en el sistema de salud. Esto
lleva a sistemas de representatividad poco democráticos en lo que
respecta a los derechos humanos y sociales para el próximo decenio en la
Europa integrada. Esto no significa que cambie el rumbo de la UE con
respecto a la defensa de su sistema monetario y político, pero sí puede
llegar a cuestionar a mediano y largo plazo las formas de alianzas en el
llamado mundo occidental: entre Europa y Estados Unidos, y entre
Alemania y Rusia.
Lo interesante de esta debacle financiera es que su transmisión
puede no tener límites geopolíticos definidos. De allí la importancia de
tener buenas definiciones políticas de alta velocidad de respuesta
proteccionista si así lo requieren las circunstancias en América del
Sur, por el momento una región privilegiada frente a la crisis
internacional.
* Doctor en Economía. Director de Escuela de Posgrado Universidad Nacional de La Matanza.
¿No hay alternativa?
Por Enrique Aschieri y Demián Dalle *
Dentro de la crisis, las crisis vienen sucediendo. Mientras se
aguarda que Portugal y la mucho más significativa España entren a
escena, ahora es el turno de la afamada pero mínima Irlanda. Todo para
abajo, a excepción del ajuste, que va para arriba. ¿Por qué cada
economía que cae se resigna a la inevitable brutalidad del mercado y
hace honor al slogan que enunciara Lady Margaret Thatcher para
justificarla: “There Is No Alternative” (“No hay alternativa”, TINA)? Lo
único que hacen es zambullirse en las aguas congeladas de la TINA de la
deflación y el desempleo subsiguiente, cuando ciencia y experiencia
indican, por el contrario, que en caso de crisis lo apropiado es más
gasto e impulso a la inflación. La respuesta inmediata es que la
estampida de capitales que se alentaría si los acontecimientos toman tal
curso vuelve peor el remedio que la enfermedad. Algunos, incluso,
acusan al euro por imposibilitar la devaluación que tal sendero supone.
En tal caso, el busilis comprende a toda la UE. Pero Inglaterra, que no
está dentro del euro, también se tiró de cabeza a la TINA y Japón hace
como dos décadas que sigue enjabonándose.
En este estado de cosas, la coordinación internacional volvería
posible lo que ahora no es. Vale recordar que antes que Bretton Woods
colapsara, en los diferentes planes para tornar más adecuado el sistema
monetario internacional, tipo Triffin, Keynes, Giscard d’Estaing, etc.,
lo que se buscaba –en última instancia–, de una manera o de otra, era la
internacionalización de las ventajas del sistema, lo que implicaba e
implica la internacionalización del crédito, porque esas ventajas no
pueden ser alcanzadas más que por una moneda fiduciaria internacional
que reemplace al connubio dólar-oro de entonces y al dólar soltero de
ahora. No obstante, la internacionalización del crédito sólo puede ser
instituida por un organismo regulador supranacional difícilmente
digerible por las grandes potencias; antes y ahora. Ahí se encontraba y
encuentra el límite de todos estos planes.
Aquí y ahora, entonces, deflación y lágrimas, pues de momento que
los dólares son automáticamente convertibles en la moneda nacional de un
país ante su instituto de emisión, permite a los tenedores de dólares
abstenerse de convertirlos durante un tiempo más o menos prolongado e
invertirlos. Esos créditos en dólares pertenecientes a no residentes
norteamericanos se colocan en cuentas de los bancos del país que se
trate. Por su movilidad y por la masa involucrada, constituyen una
amenaza permanente de graves perturbaciones para todo país, pues pueden
afluir en cualquier momento y reclamar en moneda nacional. Es a eso que
se le antepone el escudo salvador de la deflación, si por salvación se
entiende la silenciosa masacre del ajuste.
Con todo, sin embargo, el asunto clave es que las reservas y el
financiamiento internacional devienen una función del déficit de Estados
Unidos. Entonces, o bien EE.UU. deja correr su déficit y sobre el
sistema se yergue el peligro de la pérdida de confianza en esa moneda
–como ocurre en la actualidad–, o arregla sus finanzas y reabsorbe el
déficit y de un solo golpe seca la fuente que alimenta y hace funcionar
el sistema. Esto no es una contradicción cualquiera, es la contradicción
más seria que está en el fondo del escenario de crisis actual. Es este
desangelado segundo escenario el que parecen tener en mente los
dirigentes europeos y del resto de los países para actuar en
consecuencia a gran costo político. Si los valientes quieren dar una
“guerra de monedas”, deberían estar avisados de que el fabricante de
balas estaría pensando en bajar acentuadamente su producción. La
inadvertida, larguísima y terrible sombra de la disputa seminal entre
Woodrow Wilson y Henry Cabot Lodge presiona como nunca las cabezas de
hoy. Habría una salida no maltusiana, pero la eterna disputa por la
manija mundial impediría su puesta en marcha.
Si por esos azares de la historia se alcanzara un acuerdo, aun así
se está tentado a sospechar que se trataría de una condición necesaria,
pero no suficiente, toda vez que, como atinadamente estableciera
Immanuel Wallerstein, las crisis no son otra cosa que “una falla del
sistema a causa del modo en que opera el sistema mismo”. Y el sistema
operó aumentando el gasto público en los países centrales hasta la mitad
del PIB. Desde la inconvertibilidad del dólar –acaecida en 1971–, las
disputas por la distribución del ingreso se resolvieron aumentando el
tamaño del Estado. Mientras el aumento del gasto público amortiguaba,
los países desarrollados podían negociar una solución de compromiso
entre desempleo, crecimiento e inflación, y ésta se expresaba en la
errática marcha del tipo de cambio. ¿Cuál es el tope al tamaño del
Estado? Esa es la cuestión.
* Economistas y coordinadores del Departamento de Economía
Internacional de la Sociedad Internacional para el Desarrollo
(www.sidbaires.org.ar).
Fuente, vìa:
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-158564-2010-12-13.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-158564-2010-12-13.html
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