Los chilenos -en los últimos días- hemos visto con estupor las
imágenes de algunos carabineros abusando de ciudadanos indefensos, que
sin mediar provocación fueron violentados y ultrajados en su dignidad,
por quienes visten un uniforme que les confiere poder.
Una
señora que vendía en la vía pública el típico “mote con huesillos”, vio
su fuente de trabajo derramada en la vereda, por un policía prepotente,
que sin asco le volcó el carro con que ella se gana la vida. ¿O es qué
acaso ahora también se debe humillar y castigar a los que tienen una
familia que alimentar?
Un indigente, como cientos en nuestro
país -cuyos rostros anónimos nos retratan la crueldad de la pobreza- fue
amenazado con una pistola y torturado sicológicamente en reiteradas
oportunidades, por esos hombres que juraron defender al inocente y
respetar las leyes nacionales.
Hoy, las autoridades rasgan
vestiduras, inician sumarios, dan de baja a los malos elementos de la
institución, y anuncian querellas por atentar contra los derechos
humanos de estas víctimas, pero, ¿dónde quedan los derechos vulnerados
de los que no salen en la tele o en los periódicos?
A diario,
la violencia se esconde detrás de un uniforme, de una insignia o de un
estandarte. Día a día los más pobres pagan en carne propia las
arremetidas policiales; los descontentos con el sistema económico,
judicial, laboral, educacional, son bañados con gases lacrimógenos,
aguas pestilentes y encerrados en calabozos como criminales y
delincuentes. Sin embargo, ellos –los dioses de la autoridad- se
permiten transgredir toda clase de reglamentos y atentar contra un
pueblo desarmado.
Al parecer, para ciertos miembros de Carabineros de Chile, los versos de su himno: “vamos sin miedo tras el bandido; somos del débil el protector” nunca fueron una premisa y se mostraron como lo que son: bandoleros de la potestad y atracadores de la humildad.
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