Sabiendo
que no es simplemente un problema de salud pública o una cuestión
criminal de orden policial, sabiendo que las dimensiones del asunto son
gigantescas, con implicancias militares a nivel planetario incluso, ¿qué
podemos hacer los ciudadanos de a pie para enfrentar todo eso,
nosotros, los pueblos que seguimos padeciendo la explotación y la
exclusión social?
Hay que empezar por crear
conciencia, por desmontar la mentira en juego, por denunciar de manera
pública el mecanismo que allí se realiza.
Está
claro que el problema afecta a todos los ciudadanos comunes, tanto los
del Norte como los del Sur. En los países capitalistas desarrollados el
problema es la cultura de consumo ya establecida, consumo universal de
cuanta mercadería se ofrezca y que incluye, entre otras, las drogas
ilegales (además de las legales. Las benzodiazepinas, es decir: los
tranquilizantes menores, constituyen la segunda droga más vendida en
todo el mundo, luego del ácido acetil salicílico -la aspirina-). En el
Sur, donde no es tanto la calidad de vida lo que está en juego, sino su
posibilidad misma, el problema tiene otras connotaciones: el tráfico de
drogas ilegales es una buena excusa que sirve para la intervención
directa, política y militar. En ambas perspectivas, no obstante, se
trata de lo mismo: mecanismos de dominación político-cultural con los
que el poder se asegura el manejo de las poblaciones y los recursos. En
ambos casos, también, para el campo popular se trata de lo mismo: ¿qué
hacer?, ¿cómo enfrentar este monstruo que se ha ido creando y que se
presenta como de tan difícil desarticulación?
La
legalización es una clave fundamental para empezar a cambiar todo esto;
si se saca a las drogas de su lugar de prohibido, seguramente va a
descender en muy buena medida el consumo y se va a terminar, o se va a
reducir ostensiblemente, mucho de la delincuencia y la violencia que
acompañan al fenómeno. Pero la legalización no es la solución final.
A
partir de la misma condición humana, finita, siempre necesitada de
válvulas de escape ante la crudeza de la vida, para lo que apareció el
uso de evasivos -práctica que se repite en todas las culturas-, a lo
cual se suma la monumental inducción artificial a un consumo siempre
creciente, es muy difícil predecir si en un futuro inmediato podremos
prescindir absolutamente de las drogas. Pero el hecho de quitarles su
estigma diabólico, despenalizarlas, eso ya constituiría un paso adelante
en el manejo del tema. De todos modos, dado que en la actual situación
estamos ante una red tan fuertemente tejida, con intereses tan
extendidos, quizá resulte prácticamente imposible, dentro de los marcos
sociales donde la misma surgió, poder terminarla en totalidad.
¿Represión o prevención?
Los
planteamientos policíaco-militares en relación al narcotráfico no son
una verdadera respuesta ante el problema. De hecho las políticas
antinarcóticos que se despliegan por todo el planeta, alentadas por
Washington como parte de su estrategia de dominación global, ponen
siempre, y cada vez más insistentemente, todo su acento en la represión.
Se reprimen, eso sí, los dos puntos más débiles de la cadena, los que
menos incidencia tienen en todo el fenómeno: el productor de la materia
prima (campesinos pobres de las montañas más recónditas) y el consumidor
final. De esa forma no hay posibilidad alguna de terminar con el
círculo. Eso, en todo caso, marca que no hay la más mínima intención de
afrontar el problema en forma seria. Muy por el contrario, reafirma que
es un “problema” artificial, provocado, manejado desde una óptica de
control político-militar planetaria. La angustia humana que lleva a
consumir los diversos consuelos químicos de que disponemos no es
artificial; lo es, sí, el manejo político que se viene haciendo de él
desde hace unas cuatro décadas, con fines de dominación.
A
esto se suma el manejo hipócrita que se hace del tema, pues mientras
por un lado la estrategia de hegemonía global de Washington levanta la
voz contra el flagelo del narcotráfico, al mismo tiempo su principal
instancia presuntamente encargada de combatirlo, la DEA, funciona de
hecho como el más grande cartel del trasiego de sustancias ilícitas en
el mundo. Doble discurso inmoral con el que es imposible afrontar con
seriedad el asunto y que ratifica, en definitiva, que no hay interés en
terminar con el mismo.
En Cuba hay algo
emblemático: el caso del general Arnoldo Ochoa, héroe de la guerra de
Angola, y de otros tres oficiales del Ejército. Cuando se descubrió que
participaban en una red de narcotráfico, se les fusiló. Eso fue
realmente una respuesta fuerte del Estado a este problema social, con un
alto contenido político e ideológico. Y de hecho Cuba, más allá de la
sucia campaña mediática internacional con la que quiere involucrársela
en el negocio de las drogas ilegales, no tiene problemas ni de
narcotráfico ni de consumo. ¿Se tratará de fusilar unos cuantos mafiosos
para terminar con el problema? No, sin dudas que no; los entramados en
torno al poder mundial que hoy día se construyeron con este mecanismo
son infinitamente complejos. En definitiva, el consumo inducido de
drogas es parte medular del mantenimiento del sistema capitalista, tanto
como lo es la guerra. Atacar el narcotráfico, por tanto, es dar en el
corazón mismo del poder. Por eso en un país socialista se puede fusilar a
narcotraficantes considerándolos delincuentes peligrosos mientras que
la DEA, la agencia pretendidamente dedicada a la lucha contra los
narcóticos, termina funcionando como el principal grupo mafioso de
narcotráfico. Está claro que el proyecto del capitalismo no es terminar
con el negocio; al contrario: lo necesita.
Dicho
de otra manera: el sistema capitalista se apoya cada vez más en pilares
insostenibles. Si la guerra, el consumo de narcóticos o un modelo de
consumo voraz que está provocando una catástrofe medioambiental sin
salida, si esas formaciones culturales son las vías sobre las que
transita, eso marca que, como sistema, no tiene salida. Si la muerte y
la destrucción son su alimento imprescindible, definitivamente no sirve
al desarrollo de la humanidad. Por el contrario, es el camino que
conduce a su destrucción.
En un sentido es casi
imposible, al menos hoy, pensar en un sujeto que a través de la
historia no haya necesitado este soporte artificial de las drogas. De
hecho, hasta donde podemos reconstruir, nuestra historia como especie,
nuestra misma condición de finitud nos confronta con esa angustia de
base que nos lleva a buscar apoyos en determinadas sustancias químicas.
Son nuestras “prótesis” culturales, que hablan, en definitiva, de
nuestras flaquezas originarias. Es difícil, cuando no imposible, hablar
de “la” condición humana, una condición única, ahistórica; con modestia
podemos hablar de la condición de ser humano que conocemos hoy. El
sujeto de referencia, aquél del que podemos hablar en este momento, es
una expresión en pequeño de la dimensión socio-cultural general que lo
moldea; por tanto es una expresión de finitud girando en torno a valores
egocéntricos y donde la lucha en torno al poder juega un papel central.
Esa es, al menos, nuestra realidad constatable hoy; si la edificación
de una nueva cultura basada en otros principios da lugar a un nuevo
modelo de sujeto, a nuevas relaciones sociales, y por tanto a una nueva
ética, está por verse. En todo caso, hay ahí un desafío abierto. Con
mayor o menor éxito, el socialismo lo ha intentado construir en las
primeras experiencias del siglo pasado. Si aún no se logró, ello no
habla de la imposibilidad del proyecto. Habla, en todo caso, de su
dificultad, de la lentitud en cambiar modelos ancestrales. ¿Quién dijo
que cambiar la ideología patriarcal, machista, xenófoba y egocéntrica
que conocemos en todas las culturales actuales es tarea fácil? La duda,
en todo caso, es ver si ello será posible cambiar. La apuesta nos dice
que sí. ¿O estaremos condenados a sociedades centradas en la división de
clases y en el triunfo de los “mejores”? ¿Habrá, acaso, que aceptar un
darwinismo social originario?
Negocios “sucios”: una necesidad del sistema
Siendo
crudamente realistas, nuestra situación en este momento es que estamos
en el medio de un mundo manejado criminalmente por unos pocos grandes
poderes basados en enormes capitales privados y con un espíritu
militarista furioso; y son esos factores de poder los que han puesto en
marcha la estrategia del consumo de drogas ilegales como parte de su
política hegemónica. Una vez más, entonces, la pregunta inicial: ¿qué
hacemos ante este estado de cosas?
Llamar casi
ingenuamente al no consumo de drogas sabemos que no alcanza. En todo
caso, con bastante más modestia -o visos de realidad-, se podrían pensar
estrategias para minimizar el consumo. ¿O podremos terminar algún día
con la angustia de base que genera estas huidas a paraísos perdidos? De
momento, nadie en su sano juicio podría concebir un mundo donde los
evasivos no fueran necesarios; pero lo que sí podemos intentar es
generar una nueva sociedad donde ningún grupo aliente las conductas de
las grandes mayorías imponiéndole tendencias, obligándolas a consumir en
función de proyectos basados en el beneficio de unos pocos.
Algunos
gobiernos, con proyectos alternativos al neoliberalismo salvaje de
estos últimos años, están proponiendo nuevos caminos. No se trata de
seguir los dictados del imperio, hacer buena letra para no ser
“descertificados” y apoyar la estrategia de represión que se ha puesto
en marcha. Reprimiendo al usuario final o al campesino productor de las
materias primas, no se termina con el problema de las drogas ilegales.
Para atacar el consumo con alguna posibilidad cierta de impactar
positivamente hay que implementar políticas que vayan más allá de la
represión policíaco-militar; hay que poner énfasis en la prevención en
su sentido más amplio.
Pero terminar con el
narcotráfico tal como hoy lo conocemos implica, por fuerza, luchar en
términos políticos por otras relaciones sociales. Se trata,
inexorablemente, de una nueva sociedad: nuevas relaciones de clases,
nuevas relaciones entre países, nuevas relaciones entre géneros. Es
decir: un mundo nuevo, una nueva ética, un nuevo sujeto. Sin ese marco
no es posible considerar seriamente el narcotráfico, sabiendo que él es,
en definitiva, un instrumento más de dominación de la clase capitalista
global liderada por el aparato gubernamental de Washington.
Sólo
la construcción de una sociedad nueva que supere las injusticias de lo
que ya conocemos en el ámbito de la iniciativa privada basada en el
lucro y que recupere críticamente lo mejor que hayan producido las
primeras experiencias socialistas del siglo pasado, sólo así podremos
pensar de verdad en terminar con el altísimo consumo inducido y el
tráfico de sustancias psicoactivas como gran problema de salud a escala
planetaria. Sólo una sociedad nueva a la que llamaremos socialista,
quitándonos de encima el miedo y la esclerosis que nos produjeron las
pasadas décadas de neoliberalismo feroz, sólo una sociedad con esas
características, centrada en la equidad, en la búsqueda de justicia por
igual para todas y todos, sólo eso será lo que podrá desarmar esa
estrategia de muerte que hoy, al igual que el siempre mal definido
“terrorismo”, ha implementado el imperialismo para seguir manteniendo
sus privilegios disfrazando el control social con el noble fin de un
combate contra un problema real. El peor enemigo de la sociedad, en
definitiva, no son las mafias delincuenciales que trafican con drogas
ilegales; el enemigo sigue siendo el sistema injusto que usa esa
barbarie para beneficio de unos pocos privilegiados.
Nadie
asegura que los seres humanos, por nuestra misma condición de finitud,
no sigamos apelando por siempre a estos apoyos externos, estos evasivos
que constituyen las drogas. Pero sí podemos -y debemos- buscar modelos
de sociedades más justos donde ningún poder hegemónico decida
maquiavélicamente la vida de la humanidad, tal como sucede hoy día con
el capitalismo desarrollado. Una sociedad que no ofrece salidas, que se
centra cada vez más en los “negocio de la muerte” como son la guerra, la
catástrofe ecológica provocada, el consumo imparable de drogas, la
apología de la violencia, no es sino una barbarie, es la negación de la
civilización. Los “incivilizados” no son los pueblos que aún están en el
neolítico y con taparrabos, tendenciosa imagen holywoodense que ya se
nos internalizó. La barbarie está en la sociedad capitalista que no
ofrece salida a la marcha de la humanidad, que tiene como sus dos
principales quehaceres la guerra y las drogas, principales rubros
comerciales del mundo. ¿Cómo entender, si no, lo que decíamos de las
benzodiazepinas? ¿Por qué esa acuciosa necesidad de fugarnos de la
realidad?
fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/07/el-narcotrafico-un-problema-de-todos.html
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