En un brillante artículo escrito en 1927 y titulado “El Pensamiento
Conservador”, Karl Mannheim, sociólogo de origen húngaro, buscaba
desvendar el desarrollo del pensamiento conservador en Alemania surgido
durante la primera mitad del siglo XIX, con especial énfasis en el
pensamiento romántico, entendido como respuesta y reto al pensamiento
liberal revolucionario identificado con la Ilustración y heredero de la
Revolución Francesa.
A partir de ese texto me gustaría realizar
algunas reflexiones acerca del pensamiento conservador chileno, que, en
términos políticos, ha encontrado fuerte eco en el espacio público
local, sobre todo a partir de la llegada de Sebastián Piñera a La
Moneda. Hago este ejercicio, obviamente, guardando las proporciones del
caso (no sólo porque el objetivo de esta columna es bastante más
modesto, sino, sobre todo, porque nuestro pensamiento conservador
criollo está lejos de ser comparado con el conservadurismo alemán del
siglo XIX, ni siquiera bajo un modo de “romanticismo con empanadas y
vino tinto”).
En primer lugar, resulta indispensable recordar la
distinción hecha por Mannheim en relación a que el conservadurismo
moderno es una función de una situación histórica y social particular.
Lo que lo diferencia del mero tradicionalismo, entendido como la
tendencia latente en cada individuo, que, de manera inconsciente, lo
lleva a preferir el pasado y a temer a lo nuevo.
El
conservadurismo, para nuestro autor, es una conducta intencionada,
consciente y reflexiva que busca oponerse al movimiento “progresista”
heredero de la Revolución Francesa. No obstante, el conservadurismo nace
del tradicionalismo y es, en cierta medida, tradicionalismo hecho
consciente. Esto pues, el conservadurismo supera su etapa pre-reflexiva
cuando aparecen en escena otros modos de vida y de pensamiento frente a
los cuales se vuelve necesario defender un modo de vida anterior, como
“recuerdo deliberado” que necesita armarse ideológicamente. En sus
propias palabras: “Ver las cosas como un conservador auténtico es, pues,
experimentar los acontecimientos según una actitud derivada de
circunstancias y situaciones sociales ancladas en el pasado”.
Resulta difícil no relacionar los trazos descritos por Mannheim con las características que configuran nuestro pensamiento conservador
. Sin duda, que los conservadores chilenos comparten ese atavismo
político, esta nostalgia ideológica por aquel tiempo en que las cosas
estaban bien en su lugar, cuando su autoridad no era cuestionada por
ningún “roto” y cuando nuestra vida social era regida con mano dura por
el patrón (hacendado, cacique político, presidente o jefe supremo).
Y es que, tal como afirmara Tironi semanas
atrás en una de sus columnas en El Mercurio, la derecha ha vuelto a La
Moneda con el ánimo de “poner las cosas en su lugar”, tras 20 años de
haber silenciado sus verdaderas creencias en interés de su sobrevivencia
política, hoy, instalada en el sitial de privilegio que le faltaba en
Chile, no ha dudado en vivir un proceso de autoafirmación sincerizante.
Neutralizados y minimizados los sectores liberales al interior de la
misma derecha –de los que hacía parte el propio Presidente de la
República-, en pocos meses hemos sido testigos de diversas
manifestaciones de las sedimentaciones peluconas de nuestra derecha
política. Es como si La Moneda fuera un gran “closet” del que han salido
encorajados pinochetistas, machistas y autoritarios, que quieren gritar
al mundo que lo son, lo que piensan: sea “que Allende fue como Hitler”,
o “que la mayor parte de los chilenos no sintió la dictadura”;
subestimando la importancia de los derechos humanos (como una invención
de la izquierda). Por otro lado, afirmando una inferioridad natural de
las mujeres (“son débiles”) y relegando la promesa de legislar sobre “la
vida en común”, bajo la vieja fórmula de que Dios creó el matrimonio
para el hombre y para la mujer. E, incluso, dando a entender que se
pueden saltar las reglas de la democracia cuando no les gusta (estoy
pensando en la exigencia de censura al humorista Krámer por la parodia a
Piñera y su “desencuentro” con Bielsa), etc.
El triunfo del ala
más conservadora al interior del partido del Presidente Piñera (RN),
partido que representaba el resguardo liberal de derecha frente al
poderío popular de la UDI y su ultra-conservadorismo católico, parece
reafirmar esta tendencia. El re-ungido presidente de Renovación
Nacional, Carlos Larraín, el más mediático de nuestros pelucones, por
estos días retrató de cuerpo entero a una derecha atávica con la
siguiente frase: “La Presidenta Bachelet tenía un papel diferente, ella
era mujer, las mujeres son muy débiles como lo sabemos los hombres”.
Aunque rápidamente trató de justificarse en carta a El Mercurio (el
órgano oficial del pensamiento que estamos tratando), su respuesta no
fue más afortunada que su frase; queriendo escudarse en la intención de
criticar políticamente a Bachelet, adujo que toda crítica a la ex
Presidenta se interpreta como machismo. O sea, no conforme con
subestimar las capacidades femeninas, ahora atenta contra la
inteligencia de todos, intentando negar el evidente carácter misógino
contenido en su frase.
Volviendo a nuestro autor húngaro, cuando
Mannheim se introdujo en el tema del conservadurismo, utilizó la técnica
del “análisis de significaciones”, bajo el supuesto de que las palabras
–y las situaciones- nunca significan lo mismo cuando son usadas por
diferentes grupos sociales, así las variaciones de sentido, por más
sutiles que sean, van dando las pistas que permiten percibir lo propio
de un pensamiento y su estilo. Un ejemplo de ello, para este autor, es
el concepto de libertad : así, si para la burguesía la libertad
supondrá la supresión de privilegios adscritos y será corolario de la
igualdad, para el conservadurismo libertad querrá decir privilegios, o
sea estará asociado a una “idea cualitativa” de libertad basada en la
posibilidad de que los individuos puedan desarrollar, sin ataduras, sus
desiguales aptitudes y talentos.
Resulta interesante aplicar este
ejemplo a una situación bien concreta: la corrupción. Cuando Rafael
Gumucio en una excelente columna publicada en The Clinic se
preguntaba: “¿Qué es más corrupto, vender frambuesas en auto fiscal,
comprar leche con dinero del fisco o usar el cargo de elección popular
para designar a las autoridades de una empresa que compite con la tuya?
¿Que un operador político rasca se lleve unos millones para la casa o
que el jefe de Chiledeportes, el encargado de mediar entre los equipos
grandes y chicos, sea socio mayoritario de uno de los equipos más
grandes?”, precisamente apuntaba a marcar la disparidad de significados
frente a una situación específica. Lo que en un caso es corrupción pura y
simple, en el otro caso es “conflicto de intereses”; lo primero es una
afrenta moral a la sociedad y lo segundo un mero problema técnico de
interpretación de las reglas del juego. Y es que en la sutil distinción
de significados se anida la idea de que la honestidad está adscrita a su
cuna, así como el derecho a dirigir el país, a ser sus dueños.
No
se ha querido dar cuenta en esta columna del pensamiento conservador
chileno en su totalidad –tarea, por lo demás, bastante más compleja-,
apenas se ha pretendido marcar algunos de sus elementos más llamativos.
No obstante lo anterior, vale la pena remarcar que, sin lugar a dudas,
hoy por hoy, resulta más necesario que antaño someter al pensamiento
conservador al ejercicio crítico de cuestionar sus fundamentos, no sólo
por la fuerza que tiene en cada sociedad, por la inercia ideológica que
le es propia, sino porque, particularmente por estas tierras, es el tipo
de pensamiento que inspira la “nueva” forma de gobernar nuestro país.
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