El siglo XXI se encapricha con el mundo árabe. Por tercera vez las
bombas de Occidente aran las tierras de un régimen árabe con el pretexto
de devolverle al país la libertad. Afganistán fue, en 2001, el primero
en saborear las pulsiones liberadoras de la administración Bush. El ex
presidente montó una coalición –en ella estaban y siguen estando Londres
y París– con el objetivo de derrocar al régimen fundamentalista de los
Talibán, los famosos “estudiantes de teología”. El operativo fue la
respuesta de Washington al apoyo que los talibán le habían proporcionado
a Osama Bin Laden. Pero aquellos nefastos “estudiantes” habían sido
también aliados de Estados Unidos y de Occidente, obedientes agentes
locales que luego se volvieron contra los imperios del Oeste. Bush quiso
sacarlos del poder e implantar un esquema democrático occidental.
Afganistán sigue ocupado y en estado de guerra. En 2003, el segundo en
experimentar la importación de la democracia con bombas fue Saddam
Hussein. Aquí, el pretexto consistió en decir que Saddam Hussein
escondía armas de destrucción masiva. Saddam no era cualquiera. Fue un
poderoso, espantoso, sangriento y benemérito dictador respaldado por
prácticamente todas las democracias del mundo desarrollado. En la lucha
contra Irán, Saddam resultó una pieza esencial de Occidente. Le
vendieron armas, le compraron su petróleo, le construyeron palacios y
edificios mientras el tirano oprimía a su pueblo mucho más allá de los
límites de la barbarie. Masacró a chiítas y kurdos, torturó y desangró a
su país hasta la náusea. Georges Bush lo desalojó con una invasión. En
nombre de la democracia y las armas de destrucción masiva (después se
volvieron armas de desaparición masiva) una coalición internacional, en
la que no estaba Francia, sembró bombas y muerte en el suelo iraquí. El
país sigue ocupado y en guerra. Libia es un caso aparte, pero los
argumentos son los mismos: la cruzada militar se hace en nombre de los
civiles a los cuales Muammar Khadafi asesina sin miramientos desde que
el país se le levantó a mediados de febrero. Occidente encontró en
Khadafi un aliado ideal para hacer explotar sus bombas allí donde los
sacudones de la historia lo habían excluido. La revolución libia deriva
de las revoluciones biológicas que estallaron en Túnez y se propagaron
en todo el sur del Mediterráneo y los países del Golfo. Era, por una
vez, un movimiento genuino, auténtico, una demostración histórica,
colectiva y emocionante de que todas las pavadas y mentiras a propósito
del mundo árabe no eran más que la burda propaganda de Occidente, una
construcción embustera y racista para excluir a los árabes del legítimo
lugar que tenían en la modernidad y sacar, con ello, el conveniente
provecho: con el pretexto de la amenaza terrorista o del fundamentalismo
islámico se mantuvo en el poder a dinosaurios sangrientos y corruptos
con los cuales las grandes potencias hacían negocios múltiples. Las
revoluciones árabes, de Egipto a Túnez, pasando por Yemen, Bahrein,
Libia o Jordania, le demostraron al mundo que ser árabe o musulmán no
significaba ser terrorista, que el Corán no era una bomba ni la barba el
distintivo de un kamikaze y que detrás de esa imagen cincelada y
modelada por las inteligencias y los intereses occidentales había una
sociedad civil. La irrupción de aviones occidentales en el cielo libio
viene a empañar esa dinámica. Otra vez, la empresa mesiánica de las
grandes potencias se pone en marcha para salvar a los civiles de un
tirano con el cual esas mismas potencias mantenían relaciones de
fructuosa proximidad. Ningún demócrata puede deplorar el fin de una
tiranía, pero sí la forma en que Khadafi vive, tal vez, sus últimos
momentos al frente de un país trastornado por 42 años de dictadura, las
dos fases del colonialismo italiano –antes y durante Benito Mussolini–
la administración británica y la enclenque monarquía del rey Idriss,
reintroducido en Libia por los británicos. El operativo montado para
sacarlo del poder huele a precipitación, a intereses políticos
transversales, a aventura armada, tiene acentos de legitimidad insegura y
deja una sensación de desconfianza que el buen fin que se propone,
liberar a un pueblo de la dictadura y a la represión, no llega a borrar.
Sin dudas había otros medios de ayudar a la oposición libia a sacarse
de encima a Khadafi. Con menos intereses en juego entre los actores
centrales y periféricos que influyen en esta crisis no hubiese sido
necesario recurrir una vez más a la cirugía militar occidental. Existían
muchos caminos, pero Occidente volvió sobre sus pasos para servir la
fórmula de siempre: la liberación a sangre y fuego. Las potencias se
metieron con las armas en un juego que no les correspondía y que ellas
contribuyeron a complicar con sus mediaciones precipitadas, su falta de
coherencia, su cobardía y sus remotos reflejos, siempre renovados:
cerrar los ojos, pactar con los diablos, y luego abrirlos cuando ya es
demasiado tarde, para todos.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-164586-2011-03-20.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-164586-2011-03-20.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario