Hoy
ya es posible afirmar que la administración saliente recorrió un camino
de reformas episódico y fragmentario, sin una mirada integral y de largo
plazo sobre la trayectoria de cambios impulsada en educación. Fue
agregando componentes y propuestas a medida que iba descubriendo
falencias o que comprobaba la insuficiencia de las ya implementadas; no
obstante cada nuevo anuncio en particular se ofrecía con estruendo como
la tabla de salvación de un sistema globalmente en crisis, pero que
luego demostraba su ineficacia, quedando reducido a una mínima expresión
o batiéndose en silenciosa retirada, sin la más mínima evaluación
pública y sin los resultados esperados. El problema que no se quería
reconocer, es que dicho camino cruzó senderos que ya estaban demarcados
previamente con reglas del juego que formaban parte de los acuerdos de
transición y que abrían las compuertas del mercado a la educación,
posibilitando su transformación en un espacio para la generación de
nuevos negocios, sin ninguna regulación y con independencia de los fines
públicos. Hoy moros y cristianos se quejan amargamente por lo que está
ocurriendo con brutal evidencia; pero ya es tiempo de perder la
ingenuidad, la coalición de gobierno no puede llamarse a sorpresa
respecto de un modelo de desarrollo que ella misma creó y defendió, con
una creencia religiosa en el mercado, la “libre iniciativa individual” y
la competencia como modelo de progreso; pues aquí está su resultado. La
Concertación, por su parte, no tiene derecho a reclamo dado que impulsó
cambios en un escenario que aceptó con facilidad, que defendió casi tan
fanáticamente como sus adversarios electorales y que –como en tantos
otros temas- jamás sometió a deliberación ciudadana; de hecho posibilitó
con recursos del Estado la expansión del lucro sin regulación de la
calidad, provocando la disminución estructural de la matrícula pública.
Las políticas e iniciativas legales de última generación que introdujo,
son un esfuerzo de última hora (forzado además por la movilización
estudiantil) por intentar regular un mercado que a estas alturas es
imposible corregir con medidas que mantengan las fallas de origen,
cuestión que tiene a la educación pública en estado terminal.
Fallas
de origen: calidad de la educación y estandarización
En
el discurso público educativo se ha instalado como idea rectora y como
propósito final el concepto de calidad de la educación sin que exista la
más mínima reflexión ni deliberación respecto de qué es lo que se
entiende por aquello. Se asume de un modo inmanente que dicha finalidad
estaría asociada a un conjunto de resultados aprendizaje en un cierto
número de asignaturas escolares, medidos estandarizadamente por el
SIMCE. Esto supone, por una parte, que el trabajo de decenas de miles de
docentes, en las restantes asignaturas, con un alto volumen de horas y
costos de inversión financiera, infraestructura, preparación de
profesionales e impacto en diversas áreas de formación de nuestros
estudiantes, carece de valor educativo y posee cero relevancia en la
construcción del juicio evaluativo sobre la calidad de lo que se hace en
las escuelas. También supone que en aquello que hace el Estado,
movilizando un enorme dispositivo institucional, financiero y humano, se
niega la importancia que tiene la formación de personas, en otros
ámbitos de conocimiento, cuya menor relevancia es altamente discutible, y
en otras dimensiones de la formación escolar, asociada a la
construcción de la persona y la configuración de las condiciones que le
permiten insertarse en las más amplias relaciones sociales de que forma
parte.
Por ello, en la definición del concepto
de calidad educativa, hay que prestar atención a los riesgos que se
corren cuando se estandariza de esta manera, en una realidad
sociocultural marcadamente diferenciada entre unos contextos y otros y
cuando se levanta un juicio totalizador respecto de la labor formativa
de la escuela, especialmente si la labor se realiza para superar
problemas que la propia sociedad genera sistemáticamente, más allá de
los muros de esta cuestionada institución.
Es
nocivo que se asocie calidad educativa con resultados SIMCE en donde el
trabajo docente se realiza en condiciones de precaria disponibilidad de
capital cultural formal y en donde el volumen de información que provee
el currículum escolar constituye, muchas veces, un obstáculo para el
aprendizaje.
Bajo la presión del juicio de
calidad (y las penas del infierno), las escuelas terminan restringiendo
su proyecto educativo, siendo presa de la lógica de la mecanización y la
instrucción para el “rendimiento”.
Propiciar
en esos contextos la total cobertura curricular termina, en la práctica,
reproduciendo la lógica de transmisión de contenidos; precisamente
porque generar en los estudiantes disposición al estudio y lidiar con la
transformación de patrones socio-culturales restringidos muy
arraigados, requiere de un trabajo con mayor profundidad y
curricularmente más amplio que la sola adquisición de contenidos o
habilidades en determinados sectores de aprendizaje. Frente a la presión
por la llamada “cobertura curricular”, el docente termina respondiendo
al estándar en lo formal pero sacrificando las posibilidades de
aprendizaje que ese contexto le demanda y distanciándose de una
formación más amplia, que abarca áreas y dimensiones que no son
consideradas en este tipo de evaluaciones externas.
Desde
la racionalidad técnica, la estandarización y sus negativas
consecuencias, es promovida no sólo por la evaluación externa de los
aprendizajes, sino por un conjunto de nuevos mecanismos que formatean la
labor escolar, convirtiendo sus procesos en circuitos formalizados de
planificación de la gestión, en torno a metas de aprendizaje que
desconocen la realidad y en donde no son considerados los diversos
problemas de aprendizaje de los estudiantes, ni sus intereses ni sus
arraigados patrones culturales en los que socializan a diario fuera de
la escuela, todos factores muy difíciles de superar o integrar
transformativamente en el corto plazo.
La Ley
SEP viene a reforzar ese conjunto de mecanismos de tecnificación
educativa que desconoce la realidad escolar, las dificultades
estructurales que impiden el trabajo profesional colaborativo, así como
la disponibilidad de tiempos y espacios para la dedicación racional a
las labores de diseño de la enseñanza por parte de los docentes. El
problema del tiempo es un factor determinante para la posibilidad de
modificar la actual situación; es pedagógica y humanamente insostenible
que un docente trabaje 30 o 40 horas en aula y que tenga dos para pensar
en lo que tiene que hacer diariamente, atendiendo la diversidad y los
enormes problemas que arrastran miles de estudiantes, con criterios de
calidad, en forma contextualizada y significativa, promoviendo la
transversalidad y generando metas de resultado crecientes; mantener esto
es irracional, antipedagógico y profesionalmente insustentable. Desde
una lógica prescriptivo-no participativa, la nueva legislación desconoce
la realidad de múltiples formas, por ejemplo, al no permitir en la
implementación de los Planes de Mejora que se supere el 10% por curso de
estudiantes con resultados en el nivel inicial, en circunstancias que
dicho límite es superado en la mayor parte de los establecimientos por
la existencia de niños con diversos problemas de aprendizaje; vale
decir, se establece por decreto el umbral de dificultades de una
comunidad educativa y se busca responder a un circuito de producción de
metas que impacta las formas pero no el fondo de los procesos
educativos, además de sacrificar las escuelas como espacios inclusivos.
Las
apuestas del nuevo gobierno: Flexibilidad laboral, salario por
resultados y colegios de excelencia
La actual
coalición de gobierno ha señalado insistentemente que resolver los
problemas de la educación pasa por cambiar las reglas del régimen
laboral de los docentes, introduciendo condiciones de flexibilidad que
permitan, por una parte, a los directores sacar a los “malos profesores”
y trabajar sólo con aquellos que respondan a las características
exigidas y, por otra, castigar el mal desempeño, premiando aquel que sea
considerado de excelencia. Este planteamiento tiene un par de
problemas: Primero, sabemos que el estatuto docente se aplica sólo a los
profesores del sistema municipal, objeto de las principales críticas,
pero nada se dice respecto de sector particular subvencionado (que hoy
tiene la mayor parte de la matrícula escolar), en donde existen las
condiciones de flexibilidad que tanto se anhelan para el sector
municipal y sin embargo no se generan significativamente mejores
resultados, más bien la situación es altamente deficiente en la mayoría
de los casos, prestándose incluso dicha situación para que se produzca
una alta rotación docente, lesionando la continuidad en el desarrollo de
los proyectos educativos e introduciendo prácticas abusivas y
antisindicales de parte de los sostenedores, a partir de lo cual lo
único que finalmente queda garantizado es la operación de mercado con
los correspondientes beneficios económicos asociados. En suma, no hay
base empírica para demostrar que la flexibilidad, sea un factor
determinante para provocar el mejoramiento esperado. Segundo, la lógica
del salario por desempeño (entendido este como resultados de aprendizaje
medidos vía SIMCE), al no considerar las condiciones de inicio y las
características socioculturales de los estudiantes, promoverá un
concepto de calidad docente y una condición profesional que se
manifestará como profecía autocumplida de la segmentación social y de
los mecanismos de selección de los colegios, provocando una situación de
injusticia al reconocimiento simbólico y material de miles de docentes
que realizan un trabajo profesional de gran valor formativo en
condiciones de alta precariedad y en donde los resultados no pueden ser
homologables con otros contextos o sólo pueden obtenerse en el largo
plazo, no asociables por tanto al trabajo individual de un profesor en
un período breve de tiempo. Por otra parte, la “solución” de los
colegios de excelencia, que no impactará más allá del 4% de la población
escolar, con su lógica selectiva y estigmatizadora introducirá una
especie de darwinismo social que profundizará las desigualdades
socioeducativas ya existentes.
Junto a estos y
otros innumerables factores, no es posible entender lo que sucede en el
sistema educativo -y particularmente en el municipal- sin considerar la a
ratos escandalosa falta de competencias técnicas de parte de muchas
direcciones de educación y de los equipos técnico-directivos de las
escuelas, carencia que en muchas ocasiones se explica exclusivamente por
razones de orden político. Es frecuente escuchar quejas en las
comunidades respecto del desconocimiento del tema educativo por parte de
estos actores, de la ausencia de criterio para tomar decisiones, de su
atávico autoritarismo, de su burocratismo carente de sentido, etc. En
tiempos en que todo se arregla con el facilismo de culpar de todo a los
profesores, resulta pertinente considerar el alto nivel de incidencia
que tiene el rol de los mandos medios en la deriva del sistema. ¿Quién
rige sus procedimientos y quién los evalúa? ¿Quién certifica sus
capacidades y quién interviene para evitar las decisiones arbitrarias,
los malos manejos y la falta de pertinencia de sus desempeños? La
relevancia de este tema tiene que ver no sólo con la insuficiencia de
orientaciones y de regulación de los procesos a este nivel, sino con las
frustraciones que esto produce cotidianamente en las comunidades
educativas y con el deterioro del clima laboral, lo que redunda en el
decaimiento de las necesarias voluntades para sostener colectivamente un
proyecto educativo.
En suma, la conjunción
entre la racionalidad técnica (que impera desde hace bastante tiempo en
la dirección global del sistema educativo) y las reglas de juego
mercantiles (inauguradas y mantenidas por más de tres décadas) hasta
ahora no han promovido la tan anhelada calidad de la educación, más bien
han profundizado su deterioro y nada indica que estas dos coordenadas
políticas e ideológicas vayan a desaparecer como parte del sustento
medular de las decisiones en educación, a menos que aumente la
asociatividad de las comunidades, su empoderamiento profesional y
sociopolítico (no sólo gremial-corporativo) y su capacidad de propuesta
político-pedagógica (no sólo económica). De no ser así, el efecto
post-terremoto pasará pronto, pero las fallas estructurales se
mantendrán.
fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/05/chile-educacion-y-post-efecto-terremoto.html
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