Así
votaron los camaristas Mabel De los Santos, Elisa Díaz de Vivar y
Fernando Posse Saguier cuando determinaron que no correspondía pagar la
indemnización de 450.000 pesos que había ordenado el tribunal de primera
instancia. La madre -dijeron los camaristas- fue co-responsable de la
muerte de su niño. Hay que pagar -insistieron- pero sólo 80.000 pesos.
Como también podrían haber dicho 100.000, 178.000 ó apenas 50 pesos. En
una suerte de esgrima matemática calcularon que la madre deberá recibir
43 pesos por cada día de los cinco años, que fue el techo máximo para
una vida en la que Matías Gustavo Carrasco Naval no alcanzó a ir a
primer grado, ni a jugar un picadito y menos aún a dar su primer beso de
amor. Cinco años en dónde jugar con un dálmata de plástico fue la
última gran hazaña que la decadencia estatal le permitió.
La
historia había empezado unos meses antes. Cuando su papá, Gustavo
Carrasco fue detenido junto a un amigo, acusados del asalto a un
negocio. Como el 80 por ciento de los presos de la provincia, como la
gran mayoría de los presos del país, estuvieron largo tiempo procesados y
sin condena.
El mismo Estado de estructuras
deficitarias de décadas y falta de inversiones en salud que provocó la
muerte de un chico, es el que abonó que su papá se contagiara de VIH en
la Unidad Penitenciaria de Ezeiza.
Primeros
interrogantes: ¿dónde estaba el largo brazo previsor y contenedor del
Estado cuando los Carrasco se las arreglaban para dormir entre seis -dos
adultos y cuatro niños- en un humilde departamentito del barrio
Chacabuco? ¿dónde, cuando Gustavo se contagiaba de VIH en una de las
estructuras más seguras y férreas del sistema? ¿hacia dónde tenía
dirigidos sus ojos?
Ya se sabe bien. Los
sub-registros de muertes por VIH Sida en las cárcel es, según el Comité
contra la Tortura, de un 19 por ciento. Pero en modo total, representan
-siempre con sub-registros porque los certificados hablan simplemente de
paro cardiorrespiratorio- el 35 por ciento de las muertes ¿naturales?
Gustavo
Carrasco, entonces, ¿por qué debía tener el privilegio del no contagio?
¿cuál era la estrella que le marcaba la fortuna de vivir desde siempre
que lo habría privado de ese destino?
“El
sistema sanitario gestiona cuerpos de forma tal que la violencia
ejercida es invisibilizada o considerada como natural. Al no haber un
sistema de examen diagnóstico del estado de salud general de los
detenidos ni un seguimiento de los casos, el detenido llega al médico
cuando la gravedad desborda o cuando el problema se cronificó. La
mayoría de las unidades penitenciarias cuentan con médicos de guardia
con una carga horaria de 25 horas, desempeñada una vez por semana. En su
mayoría, no recorren pabellones ni el sector de separación (buzones)
para relevar demandas o detectar patologías de modo directo y sin la
mediación del personal de seguridad. El sistema de atención de la salud
está inserto en la lógica de violencia carcelaria, y la seguridad y
disciplinamiento prevalecen sobre el derecho a la salud”, dice el
informe 2009 del Comité contra la Tortura.
En
ese universo es que -durante su detención preventiva- Gustavo contrajo
el virus. Después, lo habitual.Hasta el traslado a un hospital cuando ya
el cuerpo fue ganado por la vulnerabilidad.
Aquel
día de enero de 2001 Karina Naval fue al hospital con Matías, como
tantas otras veces había ido con los otros tres hijos. “Los chicos
extrañaban a su papá y era mucho más fácil que lo vieran en el hospital
que en la Unidad (de Ezeiza)”, recordó Karina.
“Las
enfermeras y el oficial que cuidaba a mi marido no daban abasto y me
pidieron que lo limpiara, lo llevara al baño y esas cosas higiénicas”,
dijo la mujer. Gustavo estaba grave y “no se podía ni levantar de la
cama, lo habían dopado con un tranquilizante muy fuerte, y nadie fue
capaz de avisarme para que no llevara a Matías”.
El
nene jugaba con su dálmata y seguramente viajaban juntos a lugares
mágicos, a esos sitios en que los adultos no entran cuando hace tiempo
que olvidaron los embrujos de la infancia.
“La
mirada la tenía sobre Matías, hasta que Gustavo me pidió que le pasara
la chata, me agaché para buscarla y escuché un ruido terrible”, diría
Karina poco después.
Fueron apenas unos
instantes. Los 100 kilos de un tubo de oxígeno, sin amurar a la pared,
habían caído sobre su niño. Los médicos hablarían luego con palabras
extrañas para ella: traumatismo encéfalo-craneano, pérdida de
conocimiento y hundimiento temporo-parietal. Cómo pensar en todo ese
léxico indescifrable para la ternura cuando él lo único que hacía era
jugar con su dálmata.
Gustavo Carrasco murió
de tuberculosis en 2006. Dos años más tarde, el juzgado civil 105
sentenció: “Los tubos de oxígeno en ese momento se ubicaban (...), junto
a la pared sin ninguna medida de seguridad” y “según normativas
vigentes, todos los centros asistenciales deben contar con medidas de
seguridad, como ser cadenas u otros elementos amurados a las paredes,
debiendo éstos rodear los tubos”. Ordenó pagar 450.000 pesos en esa
extraña alquimia llamada legalmente valor-vida.
El
5 de abril de 2010 la Sala M de la Cámara Nacional de Apelaciones dijo
en cambio que “la vigilancia de la madre en la forma en que la ejercía,
saliendo periódicamente a ver a un niño que por su corta edad
seguramente era inquieto, fue insuficiente” y redujeron el valor-vida a
80.000.
Por aquellos días de enero de 2001, el
director del Hospital, Carlos Oviedo, había dicho: “No damos abasto para
las instalaciones que tenemos. Solamente trabajan cuatro personas de
seguridad en cada turno de ocho horas y hemos hecho un pedido, hace más
de cuatro meses, para disponer de más gente”. Y un médico planteaba que
“los médicos y las enfermeras estamos para otra cosa. Estamos para
cuidar la salud, no la seguridad. Y en realidad, ya no tendría que haber
tubos. El oxígeno debería llegar por una cañería. Hace mucho que lo
pedimos, pero…”
Es una larga cadena de
desidias. Un listado macabro de abandonos. Una serie de engranajes que
se combinaron en el modo más aceitado y perfecto para derivar en la no
vida. Y para que, una vez que no hay retorno alguno, se pongan en marcha
nuevos dispositivos para que el que salga eternamente indemne sea ese
Estado abandónico y perverso. Y se haga lo imposible para que las
propias víctimas terminen cargando sobre sus espaldas con la culpa de su
muerte.
http://www.argenpress.info/2010/05/la-culpa.html
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