Una obscuridad cubre Mèxico ha vuelto el PRI de la represiòn, de la ignorancia, la arrogancia, el robo, el saqueo, los poderes facticos de las televisoras, la corrupciòn
Según Homero, Ulises dijo públicamente que "No es bueno tener
varios amos; tengamos sólo uno. Que sólo uno sea el amo, que
sólo uno sea el rey". Habría bastado con que se hubiera limitado
a decir "no es bueno tener varios amos". Pero en vez de deducir que la dominación
de varios no puede ser buena, ya que el poder de sólo uno, una vez
que adopta ese título de amo, ya es de por sí duro y no razonable,
añade, por el contrario, que "tengamos sólo un amo".
Quiza haya que excusar a Ulises por tal lenguaje, que le servía para
amainar la rebelión del ejército. Yo creo que no adaptaba su
discurso a la verdad sino, más bien, a las circunstancias. Pero, a
la luz de la reflexión, resulta desgracia extrema el estar sometido
a un amo, de cuya bondad nunca se puede estar seguro y que posee el poder
de ser cruel siempre que así lo quiera. En cuanto a la obediencia
ante varios amos, multiplicará esa extremada desgracia tantas veces
como amos haya.
No quiero debatir aquí la cuestión, tantas veces discutida,
de "si otros tipos de república son mejores que la monarquía".
Si tuviera que hacerlo, antes de ponerme a buscar el lugar que la monarquía
debe ocupar entre los diversos modos de gobernar la cosa pública,
preguntaría primero si se le debe conceder algún lugar, pues
resulta difícil creer que haya nada de público en ese gobierno
en el que todo es de uno solo. Pero dejemos para otro momento esta cuestión
que bien merecería otro tratado dedicado a ella y que provocaría
todo tipo de disputas políticas.
Por el momento, querría solamente comprender cómo puede ser
que tantos hombres, burgos, ciudades y naciones soporten a veces a un único
tirano que no tiene más poder que el que ellos le dan, que sólo
puede perjudicarles porque ellos lo aguantan, que no podría hacerles
ningún mal si no prefiriesen sufrirle a contradecirle.
Resulta cosa verdaderamente sorprendente, aunque sea tan común que
más cabe gemir que asombrarse, ver a un millón de hombres miserablemente
esclavizados, con la cabeza bajo el yugo, no porque estén sometidos
por una fuerza mayor sino porque han sido fascinados, embrujados podríamos
decir, por el nombre de uno solo, al que no deberían temer, ya que
sólo es uno, ni amar, ya que es inhumano y cruel con ellos. Sin embargo,
esta es la debilidad de los hombres: forzados a la obediencia, obligados
a contemporizar, no siempre pueden ser los más fuertes. Por tanto,
si una nación, coaccionada por la fuerza de las armas, se ve sometida
al poder de uno sólo, como la ciudad de Atenas se vio sometida a la
dominación de los treinta tiranos, no hay que extrañarse de
que actue como sierva, sino, más bien, deplorarlo. O, más bien,
no extrañarse ni compadecerse de ello, sino soportar la desgracia
con paciencia y reservarse para un futuro mejor.
Estamos hechos de tal modo que los deberes comunes de la amistad absorven
buena parte de nuestra vida. Es razonable amar la virtud, estimar las buenas
acciones, agradecer los favores recibidos y, con frecuencia, reducir nuestro
propio bienestar para poder acrecentar el honor y provecho de aquellos
a quienes amamos y merecen ser amados. Si, por tanto, los habitantes de un
país encuentran entre ellos a uno de esos escasos hombres que les
haya dado pruebas de una gran previsión para salvaguardarles, de un
gran coraje para defenderles, de una gran prudencia para gobernarles y si,
a la larga, se acostumbran a obedecerle y a confiar en él hasta el
punto de otorgarle cierta supremacía, no sé si sería
sensato quitarle de allá donde lo hacía bien para colocarle
donde podría hacerlo mal. Parece, en efecto, natural ser atentos
con quien nos ha hecho el bien y no temer que nos depare un mal.
Pero, por Dios, ¿qué es esto? ¿Cómo denominar
a esta desgracia? ¿Cuál es este vicio, este vicio horrible,
por el que un número infinito de hombres no sólo obeceden,
sino que sirven, no sólo son gobernados, sino tiranizados, de forma
que no les pertenecen ni sus bienes, ni sus parientes, ni sus hijos ni su
vida misma? Se les ve sufrir las rapiñas, las arbitrariedades y las
crueldades que les son inflingidas, no por un ejército ni por una
bárbara bandería frente a los que cada uno debería defender
su sangre y suvida, ¡sino por un solo hombre! No un Hércules
o un Sansón, sino un hombrecillo que frecuentemente es el más
ruin y pusilánime de la nación, que nunca ha olido el polvo
de las batallas ni apenas pisado la arena de los torneos. Un hombrecito que
no sólo carece de actitudes para dirigir a los hombres, sino incluso
para satisfacer a cualquier pequeña mujer.
¿Daremos nombre a esta villanía? ¿Llamaremos viles y
cobardes a estos hombres sometidos? Si fuesen dos, tres o cuatro quienes
cediesen ante un solo hombre, resultaría raro, pero no obstante posible;
quizá se podría decir con razón: les falta corazón.
Pero si se trata de cien o de mil que sufren la opresión de uno, ¿se
dirá que no se atreven a atacarle o que no quieren? ¿será
cobardía o desprecio y desdén?
¿Y cómo calificar el estado de cosas en el que no cien ni mil
hombres, sino cien países, mil ciudades o un millón de hombres
renuncian a asaltar a aquel que les trata como siervos y esclavos? ¿Es
cobardía? Pero todos los vicios tienen límites que no pueden
sobrepasar. Dos hombres, incluso diez, pueden temer a uno; pero que mil o
un millón de hombres, o mil ciudades, no se defiendan contra un solo
hombre, eso no es cobardía, pues ésta no llega hasta tal punto,
de la misma forma que el coraje no exige que un solo hombre escale una fortaleza,
ataque a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué vicio
monstruoso es, pues, éste, que ni siquiera merece el título
de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante sucio y al que la
naturaleza condena y al que la lengua no quiere nombrar?...
Póngase frente a frente a cincuenta mil hombres armados; lánceseles
a la batalla y que choquen en pelea. Los unos, libres, combaten por su libertad,
los otros combaten para arrebatársela. ¿Para quién
será la victoria? ¿Quiénes acudiran al combate con más
coraje, los que esperan tener como recompensa el mantenimiento de su propia
libertad o los que, como salario por los golpes que dan y reciben, no esperan
recibir más recompensa que la servidumbre de otro?
Los primeros tienen siempre ante sus ojos la felicidad de su vida pasada
y la espera de un bienestar similar en el futuro. Piensan menos en lo que
deben soportar durante la batalla que en lo que, vencidos, tendrían
que soportar ellos, sus hijos y todos sus descendientes.
A los segundos, por el contrario, apenas les azuza un poco de codicia, que
se atenúa repentinamente al hacer frente al peligro y cuyo ardor se
extingue ante la sangre de la primera herida.
En las tan renombradas batallas de Milciades, Leónidas o Temístocles,
que datan de hace dos mil años y que aún hoy viven frescas
en la memoria de los libros y de los hombres, tal y como si hubiesen sido
libradas ayer, en Grecia, por el bien de los griegos y del mundo entero,
¿qué dio a un número tan pequeño de griegos,
no el poder, sino el coraje para soportar la fuerza de navíos en número
tan grande que la propia mar se desbordaba, para vencer a naciones
tan numerosas que ni siquiera todos los soldados griegos habrían sido
suficientes para abastecer de capitanes a sus ejércitos enemigos?
En esas jornadas gloriosas lo que estaba en juego no era tanto la batalla
entre griegos y persas, sino la victoria de la libertad sobre la dominación,
de la liberación sobre la codicia.
Son, en verdad, extraordinarios los relatos que se refieren a la valentía
que la libertad pone en el corazón de quienes la defienden. Sin embargo,
en todos los lugares y todos los días ocurre que un solo hombre oprime
a cien mil y les priva de su libertad. ¿Quién podría
creerlo si se lo contasen pero no lo viese con sus propios ojos? Si esto
sólo ocurriese en países extraños y tierras lejanas,
¿quién no creería que tal relato era pura invención?
No obstante, a tal tirano único no es preciso combatirle ni abatirle.
Se descompondría por sí mismo, a condición de que el
país no consienta en servirle. No se trata de quitarle nada, sino
de no darle nada. No sería necesario que el país haga nada
por sí mismo, a condición de no hacer nada en su propia contra.
Son pues los pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen maltratar,
ya que para librarse de ello bastaría con que dejasen de servir. Es
el pueblo quien se esclaviza y se degüella a sí mismo; quien,
pudiendo escoger entre estar sometido o ser libre, rechaza la libertad
y admite el yugo; quien consiente su propio mal, o, más bien, lo busca...
Si recobrar su libertad le costase algo, yo no le urgiría a ello.
Aunque lo primero que debiera tener en su corazón es recuperar sus
derechos naturales y, por así decirlo, dejar de ser bestia para volver
a ser hombre, no espero de él tanta audacia. Admito que prefiera la
seguridad de vivir miserablemente que una dudosa esperanza de vivir a su
manera.
Ahora bien, si para tener libertad basta con desearla y con un simple quererla,
¿habrá una nación en el mundo que crea que la paga demasiado
cara si la adquiere con un simple deseo? ¿Quién lamentaria
tener la voluntad de recobrar un bien que se debería rescatar incluso
pagando sangre por ello, un bien cuya pérdida hace que para todo hombre
de honor la vida sea amarga y la muerte un beneficio?
Es cierto que, al igual que el fuego de una pequeña chispa crece y
se refuerza, haciéndose más devorador cuanta más madera
encuentra para quemar, pero al final se consume y termina extinguiéndose
por sí mismo en cuenta deja de ser alimentado, también los
tiranos cuanto más roban, más exigen, y cuanto más arruinan
y destruyen, más obtienen y más servidumbre obtienen. Se hacen
tanto más fuertes, tanto más descarados y dispuestos a asolar
y destruir todo. Pero si no se les da nada, si no se les obedece, aunque
no se les combata ni golpee, quedan desnudos y derrotados. Ya nada son, como
la rama se seca y muere cuando su raíz queda sin jugo y alimento.
Para adquirir el bien al que aspira, el hombre audaz no teme ningún
peligro y el hombre prudente no se desanima ante ninguna fatiga. Los cobartes
y aletargados son los únicos que no saben ni aguantar el mal ni recobrar
el bien que ellos se limitan a codiciar. La energía para pretender
tal bien les es arrebatada por su propia cobardía y sólo les
queda el deseo natural de poseerle. Este deseo, esa voluntad común
a los sabios y a los imprudentes, a los valerosos y a los cobardes, les hace
desear toda las cosas cuya posesión les haría más felices
y contentos. Sólo hay una cosa para la que los hombres, ignoro el
motivo, no tienen la fuerza necesaria para desearla: ¡la libertad,
bien tan grande y dulce! Una vez perdida la libertad, todos los males llegan
uno tras otro, y sin ella todos los demás bienes, corrompidos por
la servidumbre, pierden todo su gusto y sabor.
Parece que los hombres sólo desdeñan la libertad porque, si
la deseasen, la tendrían; da la impresión de que rehusan alcanzar
tan preciosa adquisición por ser demasiado fácil de conseguir.
¡Pobres gentes miserables, pueblos insensatos, naciones que os acomodáis
a vuestro mal y os cegáis ante vuestro bien! Os dejáis arrebatar
ante vuestros ojos lo más bello y luminoso de vuestras rentas, dejáis
que saqueen vuestros campos y que roben y despojen vuestras casas de los
viejos muebles legados por vuestros antepasados. Tal y cómo vivís,
ya no tenéis nada vuestro. Parece que seríais felices si sólo
quedase a vuestra disposición la mitad de vuestros bienes, de vuestras
familias, de vuestras vidas. Y tales estragos, tales desgracias y tal runina
no os llegan de mano de los enemigos, sino del enemigo, de aquel al que vosotros
habéis convertido en lo que es, aquel para el que marcháis
valerosamente hacia la guerra y por cuya grandeza no rechazáis echaros
en brazos de la muerte. Y, sin embargo, ese amo sólo tiene dos ojos,
dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el último de los habitantes
de nuestras ciudades. Él sólo tiene de más aquello que
vosotros le dais para que os destruya.¿De dónde saca todos
esos ojos que os espían, sino de vosotros mismos? ¿Cómo
tendría todas esas manos que os golpean, sino os las tomase en préstamo?
Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿no son vuestros? ¿Qué
poder tiene sobre vosotros, salvo a vosotros mismos? ¿Cómo
se atrevería a agrediros si no fuese porque lo hace de acuerdo con
vosotros? ¿Qué mal podría haceros si no fueseis los
encubridores del ladrón que os roba, los cómplices del asesino
que os mata, los traidores de vosotros mismos?
Sembráis vuestros campos para que él los devaste, amuebláis
y acondicionáis vuestra casa para proveer su pillaje, educáis
a vuestras hijas para entregarlas a su lujuria, alimentáis a vuestros
hijos para que, en el mejor de los casos, les convierta en soldados, para
que los lleve a la guerra y a la masacre, para que los haga ministros de
sus codicias y ejecutores de sus venganzas.
Os acostumbráis a la pena para que él pueda regalarse todas
sus delicias y repantigarse en sus sucios placeres. Os debilitáis
para que él sea más fuerte y pueda teneros agarrados por la
brida con mayor rudeza. Tantas y tantas indignidades que las propias bestias
se negarían a soportar si las sintiesen, y de las que podríais
liberaros si intentáseis, no ya lograr vuestra liberación,
sino solamente quererla.
Tomad la resolución de no servir y seréis libres. No os pido
que le empujéis y le hagáis tambalear, sino sólo que
no le sostengáis. Entonces veríais como un gran coloso, al
que se le ha roto su base, se derrumba por su propio peso y se destruye.
Los médicos, precisamente, aconsejan no intentar sanar las plagas
incurables, y quizá yo haya cometido un error al querer exhortar de
esta manera a un pueblo que parece haber perdido, desde hace mucho tiempo,
todo conocimiento sobre su mal, lo que demuestra que su enfermedad es mortal.
Busquemos pues comprender, si es posible, como esta obstinada voluntad de
servidumbre se ha enraizado de forma tan profunda que podríamos creer
que el propio amor a la libertad no es tan natural como pensamos.
Creo que está fuera de duda que si viviésemos con los derechos
que poseemos según la naturaleza y siguiendo los preceptos que ella
nos enseña, nos someteríamos de buen grado a nuestro padre
y a nuestra madre, subditos de la razón sin ser esclavos de nadie.
Cada uno de nosotros reconoce, de manera natural, el impulso de obediencia
hacia su padre y su madre.
En cuanto a saber si la razón nos es innata, tema muy debatido por
las academias y discutido por todas las escuelas filosóficas, no creo
equivocarme si digo que hay en nuestro alma un germen natural de razón,
un germen que, desarrollado por los buenos consejos y los buenos ejemplos,
puede desarrollarse de forma virtuosa, pero que también puede abortar,
como frecuentemente ocurrre, ahogado por los vicios sobrevenidos. Lo que
es claro y evidente, de manera que nadie puede ignorarlo, es que la naturaleza,
ministro de Dios, gobernante de los hombres, en cierto modo nos ha creado
y vertido en el mismo molde, para mostrarnos que todos somos iguales o, mejor
dicho, hermanos. Y si en la distribución que ha hecho de sus dones
ha otorgado ciertas ventajas corporales o espirituales a algunos, no por
ello ha querido colocarnos en este mundo como si nos encontrásemos
en un campo de batalla, ni ha enviado aquí a los más fuertes
o diestros para que actúen como bandoleros armados ocultos en un bosque
para maltratar a los más débiles.
Más bien creemos que al repartir lotes más grandes a unos,
más pequeños a otros, ha querido hacer nacer un afecto fraternal
e impulsarnos a practicarlo, ya que unos disponen del poder de socorrer mientras
que otros necesitan ser socorridos. Por lo tanto, ya que esa buena madre
nos ha dado a todos la tierra por residencia; ya que nos ha alojado a todos
en la misma casa; ya que nos ha formado siguiendo el mismo modelo para que
cada uno pueda mirarse y reconocerse en el otro como en un espejo; ya que
nos ha dado a todos el bello regalo de la voz y la palabra para que nos reencontremos
y fraternicemos, y para que se produzca, a través de la comunicación
y el intercambio de nuestros pensamientos, la comunicación de nuestras
voluntades; ya que ha buscado por todos los medios hacer y estrechar el nudo
de nuestra alienza, de nuestra sociedad; ya que ha demostrado a través
de todas las cosas que no sólo nos quería unidos sino que fuésemos
como un sólo ser... ¿cómo dudar entonces de que somos
libres por naturaleza, ya que somos todos iguales? Nadie puede pensar que
la naturaleza haya colocado a nadie en situación de servidumbre, pues
nos ha puesto a todos en compañía.
A decir verdad, es muy inútil preguntarse si la libertad es natural,
ya que a nadie puede mantenérsele en servidumbre sin dañarle:
nada hay en el mundo más contrario a la naturaleza, completamente
razonable, que la injusticia. La libertad es, por tanto, natural. Por ello,
en mi opinión, no sólo hemos nacido con la libertad, sino también
con la pasión de defenderla.
Y si por casualidad aún encontramos a quienes dudan de ello, embrutecidos
hasta el punto de no reconocer sus dones ni sus pasiones originales, será
preciso que les rinda los honores que se merecen y eleve, por así
decirlo, a los animales hasta la tarima de la cátedra, para enseñarles
su naturaleza y condición. Los animales, Dios me ayude, gritan "Viva
la libertad" a los hombres, si quieres escucharles. Varias de estas bestias
muerten rápidamente una vez que son capturadas. Como el pez que pierde
la vida fuera del agua, se dejan morir para no seguir viviendo una vez perdida
su libertad natural. Si entre los animales hubiera jerarquías, de
tal libertad harían su nobleza. Otras bestias, grandes o pequeñas,
al ser capturadas muestran tan grande resistencia, con sus garras, cuernos,
picos y patas, que demuestran claramente el precio que asignan a aquello
que pierden.
Una vez capturadas, dan tantos evidentes signos de que conocen su desgracia
que resulta bello verles languidecer más que vivir, gemir por su felicidad
perdida más que disfrutar en servidumbre. Cuando el elefante, ya a
punto de ser capturado y sin esperanza tras haberse defendido hasta el último
aliento, clava sus mandíbulas y rompe sus dientes contra los árboles,
¿no quiere acaso decir así que su gran deseo de permanecer
libre le ha dotado del espíritu y la astucia del mercader frente a
los cazadores, a los que trata de comprar pagando con sus propios dientes
y su marfil como precio de su libertad?
Al caballo le acariciamos desde su nacimiento para acostumbrarle a servir.
Pero nuestras caricias no impiden que cuando se le quiere domar muerda su
freno y cocee al sufrir la espuela. Creo que de esa forma quiere dar testimonio
de que, si sirve, no lo hace de buen grado, sino forzado. ¿Qué
decir entonces?
"Hasta los bueyes gimen bajo el yugo, y los pájaros se quejan en la
jaula", he dicho ya en verso en otra ocasión.
Así pues, ya que todo ser provisto de sentimientos siente la desgracia
de la opresión y corre hacia la libertad; ya que las bestias, incluso
aquellas destinadas al servicio del hombre, sólo se someten tras protestar
y expresar un deseo contrario, ¿qué desgracia puede haber desnaturalizado
al hombre -único ser que verdaderamente ha nacido para ser libre-
hasta el punto de hacerle perder el recuerdo de su primer estado y el deseo
de recuperarlo?
Hay tres tipos de tiranos.
Unos, reinan por elección del pueblo, otros por la fuerza de las armas,
y los del tercer tipo reinan por sucesión de casta.
Aquellos que han adquirido el poder por el derecho de guerra, a ello ajustan
su comportamiento, sabiéndolo y proclamándolo como en país
conquistado.
Aquellos que nacen reyes no son, en general, mucho mejores. Nacidos y alimentados
en el seno de la tiranía, desde su lactancia maman todo aquello que
es propio del tirano y ven a los pueblos que les están sometidos como
si fuesen sus siervos hereditarios. Según su tendencia dominante -ávaros
o pródigos-, usan del reino como de su herencia.
En cuanto a aquel que ha recibido su poder del pueblo, parece que debería
ser más soportable; y creo que lo sería si una vez alzado por
encima de todos los demás, animado por eso que suele denominarse como
"grandeza", aunque yo no sé bien qué es, tomase la decisión
de no cambiar por ello. Pero, casi siempre, el que a tal situación
llega considera que debe transmitir el poder a sus hijos. Y una vez que han
adoptado tal opinión, sorprende ver cómo superan en vicios
y crueldades a todos los demás tiranos. No encuentran mejor medio
de asegurar su nueva tiranía que el reforzamiento de la servidumbre,
arrancando las ideas de libertad del espíritu de sus súbditos
con tanta eficacia que, por reciente que sea el recuerdo de ellas, queden
pronto borradas de su memoria. A decir verdad, entre estos tiranos veo algunas
diferencias, pero ninguna cualitativa, pues, aunque llegan al trono por medios
diversos, su manera de gobernar es siempre más o menos la misma. Los
que son elegidos por el pueblo, le tratan como toro a domar; los conquistadores,
como si fuese su presa; y los que llegan al trono por sucesión, como
a rebaño de esclavos que les pertenece por naturaleza.
Yo haría esta pregunta: si por azar naciesen hoy en día algunas
personas totalmente nuevas, que no estén acostumbradas a la sumisión
ni hayan conocido el dulce sabor de la libertad, ignorando incluso el nombre
de una y otra condición, ¿qué eligirían si se
les propusiese escoger entre estar sometidos o vivir libres? Sin ninguna
duda, preferirían obeceder solamente a la razón en vez de servir
a un hombre, a menos que sean como aquellas gentes de Israel que, sin estar
sometidas a necesidad o imposición, se dieron un tirano. Nunca leo
su historia sin experimentar un despecho tan profundo que casi me lleva al
borde de sentirme inhumano y alegrarme de todos los males que les ocurrieron.
Pues para que los hombres, en tanto que son hombres, se dejen someter es
preciso que sean obligados a ello o que sean engañados. Obligados
por los ejércitos extranjeros, como lo fueron Esparta y Atenas por
los ejércitos de Alejandro, o engañados por tal o cual facción,
como lo fue el gobierno de Atenas, caído antes en manos de Pisistrato.
Con frecuencia, los hombres pierden su libertad por ser engañados,
pero engañados por sí mismos con más frecuencia que
seducidos por otro. Así, el pueblo de Siracusa, capital de Sicilia,
presionado por las guerras y tomando en cuenta solamente el peligro inmediato,
eligió a Dionisio I y le dio el mando de su ejército, sin darse
cuenta de que le había hecho tan poderoso que cuando este malvado
retornó, triunfal como si hubiera vencido a sus conciudadanos más
que a sus enemigos, se proclamó primero general, luego rey y finalmente
rey tirano. Resulta increíble ver como el pueblo, una vez que se encuentra
sometido, cae frecuentemente en un olvido tan profundo de su libertad que
le resulta imposible despertar para reconquistarla. Sirve tan bien y tan
voluntariamente que se diría que no sólo ha perdido su libertad
sino que ha ganado su servidumbre.
Es verdad que al comienzo sirve forzado a ello y vencido por la fuerza. Pero
los sucesores sirven sin lamentarlo y hacen de buen grado lo que sus antecesores
habían hecho bajo coacción. Los hombres nacidos bajo el yugo,
y por tanto alimentados y educados en la servidumbre sin ningún otro
horizonte, se contentan con vivir tal y cómo han nacido y no piensan
en tener más bienes o derechos que aquellos con los que se han encontrado.
Consideran que la condición en que han nacido es su condición
por naturaleza.
Sin embargo, no hay heredero, por pródigo o indolente que sea, que
no dirija en algún momento su mirada sobre los archivos de su padre
para ver si dispone de todos los derechos de sucesión y comprobar
que nada se ha hecho en contra suya o de su predecesor. Pero la costumbre,
que ejece en todos los ámbitos tan gran poder sobre nosotros, tiene,
ante todo, el poder de enseñarnos a servir y, como se dice de Mitriades,
que terminó por acostumbrarse al veneno, el poder de enseñarnos
a tragar el veneno de la servidumbre sin encontrarlo amargo. No cabe duda
de que la naturaleza nos dirige hacia donde ella quiere, tanto si nos ha
favorecido como si nos ha desfavorecido, pero hay que confesar que tiene
menos poder sobre nosotros que la costumbre. Por bueno que sea nuestro natural,
se pierde si no es alimentado, y la costumbre nos modela siempre a su manera,
pese a la naturaleza. Las semillas de bien que la naturaleza pone en nosotros
son tan pequeñas y frágiles que no pueden resistir el más
mínimo choque con una costumbre de signo contrario. A tales semillas
les resulta mucho más difícil alimentarse que envilecerse y
degenerar, como esos árboles frutales que conservan los caracteres
de su especie si se les deja crecer, pero que, según el injerto que
se les haga, los pierden y dan frutos diferentes a los que les son propios.
También las hierbas tienen cada una de ellas sus propias propiedades,
su natural, su singularidad; sin embargo, su tiempo de vida, las intemperies,
el sol o la mano del jardinero aumentan o disminuyen en gran medida sus virtudes.
La planta vista en un país resulta con frecuencia irreconocible en
otro.
Aquel que viese a los venecianos, un puñado de gentes viviendo tan
libremente que ni siquera el más miserable de ellos querría
ser rey, nacidos y educados de manera que no conocen más ambición
que la de conservar su libertad, educados y formados desde la cuna de tal
forma que no cambiarían una brizna de su libertad a cambio de todas
las demás felicidades de la tierra; aquel, digo, que viese a esas
personas y después se fuese al dominio de algún "gran señor",
en el que encontrase personas que sólo han nacido para servir a éste
y que para mantenerle abandonan su propia vida, ¿pensaría que
estos dos pueblos tienen la misma naturaleza? ¿No creería más
bien que ha salido de una ciudad humana para entrar en un zoológico?
Se cuenta que Licurgo, el legislador de Esparta, había criado a dos
perros, hermanos y alimentados con la misma leche. Uno de ellos estaba siempre
en la cocina, mientras que el otro solía correr por los campos al
son de la trompa y el cuerno. Queriendo demostrar a los lacedemonios que
los hombres son tales como la cultura los ha hecho, exhibio a ambos perros
públicamente y puso entre ellos una sopa y una liebre. Uno, corrió
hacia el plato, el otro hacia la liebre. Y sin embargo, dijo, ¡son
hermanos!
Licurgo, con sus leyes y su arte político, educó y formó
tan adecuadamente a los lacedemonios que cada uno de ellos prefería
sufrir mil muertes antes que someterse a más amo que la ley y la razón.
Me place recordar ahora una anécdota referida a uno de los favoritos
de Jerjes, gran rey de Persia, y a dos espartanos. Cuando Jerjes preparaba
su guerra para la conquista de toda Grecia, envío embajadores a varias
ciudades del país para pedirles agua y tierra, que era la manera utilizada
por los persas para reclamar la rendición de las ciudades. Pero se
guardó mucho de enviarles a Esparta o a Atenas, pues antes lo había
hecho su padre Dario y los espartanos y atenienses habían arrojado
a algunos de sus enviados a los fosos y a los restantes a los pozos, diciéndoles
"Ahí están, tomad agua y tierra y llevadlas a vuestro príncipe".
Estas gentes no podían sufrir que se atentase contra su libertad,
ni siquiera a través de la menor de las palabras. Los espartanos reconocieron
que al actuar así habían ofendido a los dioses, sobre todo
a Taltibio, dios de los mensajeros. Para apaciguarles decidieron enviar a
Jerjes dos de sus conciudadanos para que dispusiese de ellos como quisiera
y pudiese vengar así el asesinato de los embajadores de su padre.
Dos espartanos, Espertias y Bulis, se ofrecieron voluntariamente como víctimas
y partieron. Una vez llegados al palacio de un persa llamado Hidarnos, delegado
del rey para todas las ciudades costeras de Asia, éste les acogió
con muchos honores, les dedicó grandes atenciones y, poco a poco,
les preguntó por qué motivo rechazaban tan tajantemente la
amistad del rey, diciéndoles: "Espartanos, por mi ejemplo podéis
ver como el Rey sabe honrar a quienes lo merecen. Si estuvieseis a su servicio
y os hubiese conocido, seríais gobernadores de alguna ciudad griega".
Los lacedemonios respondieron: "En esto no puedes darnos buen consejo, ya
que, si bien has probado la felicidad que nos prometes, tú desconoces
completamente aquella de la que nosotros disfrutamos. Has experimentado el
favor del rey, pero no conoces el delicioso gusto de la libertad. Si la hubieras
probado, nos aconsejarías defenderla, no sólo con la lanza
y el escudo, sino también con uñas y dientes". La verdad sólo
estaba en boca de los espartanos, pero cada cual estaba hablando según
la educación recibida. Al persa le era tan imposible añorar
la libertad, que nunca había disfrutado, como a los lacedemonios,
que la habían saboreado, aceptar la esclavitud.
Catón de Utica, aún niño y bajo el tutelaje de su maestro,
visitaba con frecuencia al dictador Sila, a cuya casa tenía acceso
a causa del rango de su familia y de sus vínculos de parentesco. En
estas visitas iba siempre acompañado por su preceptor, siguiendo la
costumbre romana para los hijos de los nobles. Un día observó
que en la propia residencia de Sila, en su presencia o por orden suya, se
hacia prisioneros a los unos, se condenaba a los otros, se desterraba a éste
o se estrangulaba a aquel. Uno pedía la confiscación de los
bienes de un ciudadano, otro pedía su cabeza. En resumen, lo que allí
ocurría no era propio de la casa de un magistrado de la ciudad, sino
de la de un tirano sobre el pueblo. No era el santuario de la justicia sino
la caverna de la tiranía.
Ese joven muchacho dijo a su preceptor: "¿Por qué no me dais
un puñal? Lo ocultaría bajo mi ropa. Con frecuencia entro
en la habitación de Sila antes de que se haya levantado. Mi brazo
es lo suficientemente fuerte para liberar de él a la ciudad". Esa
es, en verdad, la palabra de un Catón. Tal inicio de una vida era
digno de lo que fue su muerte. Callad el nombre y el país, contad
solamente el hecho tal y como ocurrió, que hablará por sí
mismo. Se dirá de inmediato: "Ese niño era romano, nacido en
Roma cuando era libre".
¿Por qué digo esto? No es mi intención decir que el
país y el suelo lo decidan todo, ya que en cualquier lugar la esclavitud
resulta amarga a los hombres y la libertad les es querida. Pero me parece
que se debe sentir piedad hacia aquellos que ya al nacer se encuentran sometidos
bajo el yugo, y que se les debe perdonar si, no habiendo visto nunca ni una
sombra de la libertad ni habiendo oído hablar de ella, no sienten
la desgracia de ser esclavos.
En aquellos países en los que, como atribuía Homero al país
de los cimerios, el Sol se manifiesta de forma muy diferente que a nosotros,
ya que en ellos tras seis meses consecutivos de claridad vienen otros seis
meses de oscuridad, ¿sería de extrañar que quienes nacen
durante el largo periodo nocturno y nunca han oido hablar de la claridad
ni visto el día se acostumbren a las tinieblas en las que han nacido
y no deseen la luz?
No se siente la pérdida de aquello que nunca se ha tenido. La tristeza
llega siempre después del placer, y al conocimiento de la desgracia
se suma el recuerdo de alguna alegría pasada. La naturaleza del hombre
es ser libre y querer ser libre, pero fácilmente se acomoda a otra
condición cuando la educación le prepara para ello.
Digamos pues que si todas las cosas le parecen naturales al hombre que se
ha acostumbrado a ellas, sólo perseverá en su naturaleza aquel
que sólo desea las cosas simples e inalteradas. Así que la
primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre. Eso mismo
les ocurre a los más briosos caballos, que primero muerden el freno
y después se entretienen jugueteando con él; antes respingaban
ante la silla de montar, pero ahora ellos mismos facilitan que les pongan
los arneses y se pavonean orgullosos bajo la barda.
Dicen algunos que ellos siempre han estado sometidos, que sus padres también
han vivido así. Piensan que están hechos para soportar el mal
y se persuaden de ello por medio de ejemplos, consolidando ellos mismos,
con el paso del tiempo, la posesión de aquellos que les tiranizan.
Pero el paso de los años no otorga el derecho a actuar mal. Por el
contrario, acrecenta la injuria. En verdad, hay algunos que, mejor nacidos
que otros, sienten el peso del yugo y no pueden evitar intentar sacudírselo,
ni se adaptan nunca al sometimiento, y que, al igual que Ulises buscaba por
tierra y mar volver a ver el humo de su casa, no han olvidado sus derechos
naturales, sus orígenes, su estado primero, y aprovechan cualquier
ocasión para reivindicarlos. Dado que tienen el entendimiento limpio
y el espíritu clarividente, ellos no se contentan, como los ignorantes,
en ver lo que está bajo sus pies sin mirar hacia atrás ni hacia
adelante. Rememoran las cosas pasadas para juzgar el presente y prever el
porvenir. Disponiendo de una cabeza bien colocada, la han afinado aún
más con el estudio y el saber. Son aquellos que, incluso cuando la
libertad estuviese perdida enteramente y prohíbida en este mundo,
la imaginan y la sienten en su espíritu, y la saborean. La servidumbre
les desagrada, por muy ridículamente que se la disfrace.
El gran Turco [Solimán] ha comprendido bien que los libros y el pensamiento,
más que cualquier otra cosa, dan a los hombres sentimiento de su dignidad
y odio a la tiranía. Comprendo que en su país no hay casi sabios
ni demanda de ellos. El celo y la pasión de aquellos que, pese a las
circunstancias, se han mantenidos devotos a la libertad queda habitualmente
incapacitados de provocar efectos, sea cual sea su número, porque
no pueden hacerse oír. Los tiranos les arrebatan toda libertad de
acción, de expresión e incluso de pensamiento, por lo que quedan
aislados en sus sueños.
Momo (dios de la mitología griega) no bromeaba demasiado cuando decía
que había que rehacer al hombre forjado por Hefesto, ya que
carecía de puertas en sus pechos a través de las que poder
ver sus pensamientos.
Se dice que Bruto y Casio, cuando se propusieron liberar Roma (es decir,
el mundo entero) no quisieron que Cicerón, el gran vigilante del bien
público, estuviese al tanto de la operación, juzgando que su
corazón era demasiado débil para un hecho tan elevado. Creían
ensu voluntad, pero no en su coraje. Quien quiera recordar los tiempos pasados
y repasar los viejos anales se convencerá de que casi todos aquellos
que, viendo a su país maltratado y en malas manos, se forjaron el
propósito de liberarlo con una buena, recta y decidida intención,
consiguieron fácilmente su objetivo: para poder manifestarse ella
misma, la libertad vino siempre en su ayuda. Harmodio, Aristogitón,
Trasibulo, Bruto el Viejo, Valerio y Dión, que concibieron un proyecto
tan virtuoso, lo llevaron a cabo con éxito. En tales casos, un firme
deseo garantiza casi siempre el triunfo.
Bruto el Joven y Casio lograron quebrar la servidumbre; sólo perecieron
cuando intentaron restablecer la libertad, no de una forma miserable, pues
nadie osaría encontrar nada miserable en su vida o en su muerte, pero
sí de forma muy lamentable, para la perpetua desgracia y la completa
ruina de la república, la que, a mi entender, fue enterrada con ellos.Los
intentos posteriores contra los emperadores romanos sólo fueron conjuras
de ambiciosos cuyo fracaso y mal final no deben ser lamentados, ya que no
deseaban derrocar el trono sino sólo sacudir la corona con el objetivo
de echar al tirano para mantener la tiranía. Me habría enojado
que estos últimos hubieran triunfado y me alegra que, con su ejemplo,
hayan demostrado que no debe abusarse del santo nombre de la libertad para
llevar a cabo una mala acción.
Pero volveré a mi tema, que casi había olvidado. La primera
razón por la que los hombres sirven voluntariamente es que nacen siervos
y son educados como siervos. De esa razón se deriva otra: bajo los
tiranos, las personas se hacen rápidamente cobardes y pusilánimes.
Agradezco al gran Hipócrates, padre de la medicina, haberlo
resaltado tan claramente en su libro Las enfermedades. Era un hombre de buen
corazón, y lo demostró cuando el rey de Persia quiso atraerle
hacia él con grandes ofrendas y presentes. Hipócrates le respondió
francamente, diciéndole que violaría su conciencia dedicarse
a curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y el
servir con su arte a aquel que quería someter su país a la
servidumbre. La carta que le escribió figura aún junto a sus
otras obras, y siempre dará testimonio de su coraje y nobleza.
Con la libertad se pierde también la bravura. Las gentes sometidas
carecen de ardor y de combatividad en la lucha, a la que van aturdidos y
aletargados, asumiendo sin ganas una obligación. No bulle en su corazón
ese ardor de la libertad que hace despreciar el peligro y anima a ganar,
junto a los compañeros, el honor y la gloria, incluso al precio de
una bella muerte. Entre los hombres libres, ocurre todo lo contrario, cada
uno para todos y para sí mismo. Saben que todos recogeran partes igual
del mal de la derrota o del bien de la victoria. Pero las personas sometidas,
carentes de coraje y vivacidad, llevan bajeza y flojedad en el corazón,
lo que les hace incapaces de cualquier gran acción. Los tiranos lo
saben muy bien y hacen todo lo posible para apoltronarles aún más.
El historiador Jenofonte, uno de los más serios y estimados entre
los griegos, escribió un pequeño libro en el que establecía
un diálogo entre Simonides e Hierón, tirano de Siracusa, sobre
las miserias del tirano. Este libro está lleno de buenas e importantes
lecciones, expuestas con una gracia infinita. Quisiera Dios que todos los
tiranos que han existido hubiesen tomado este libro como espejo. En él
habrían reconocido sus taras y se habrían avergonzado de sus
faltas. Este tratado habla de la pena que cae sobre los tiranos, ya que,
al hacer mal a todos, a todos han de temer. Dice, entre otras cosas, que
los malos reyes toman a su servicio mercenarios extranjeros, porque no se
atreven a dar armas a sus súbditos, a los que han maltratado. En Francia,
incluso, más en otros épocas que en ésta, algunos buenos
reyes han tenido a sueldo tropas extranjeras, pero era más bien para
salvaguardar a sus súbditos, sin reparar en gastos a la hora de proteger
a los hombres.
Esa era también, creo yo, la opinión del gran Escipión
el Africano, que prefería haber salvado la vida de un ciudadano que
haber destruido a cien enemigos. Pero lo cierto es que el tirano sólo
cree tener asegurado su poder si ha conseguido que sus súbditos sean
hombres sin valor. Se le podría decir lo que, según Terencio,
Trasón dijo al coronel de los elefantes: "¿haces tanto de bravo
porque tienes mando sobre las bestias?".
Esa astucia de los tiranos para embrutecer a sus súbditos no ha sido
nunca más evidente que en la conducta de Ciro hacia los lidios, una
vez que ya se había apoderado de su capital y cautivado a Creso, ese
tan rico rey. Le llegó la noticia de que los habitantes de Sardes
se habían rebelado. Pronto los redujo a la obediencia, pero no queriendo
arrasar una ciudad tan bella ni verse obligado a mantener un ejército
para dominarla, recurrió al admirable expediente de crear burdeles,
tabernas y juegos públicos, publicando una ordenanza que obligaba
a los ciudadanos a acudir a ellos. A partir de ese momento, ya no tuvo que
usar la espada contra los lidios. Esos miserables se divertían inventando
todo tipo de juegos, y lo hicieron tan bien que los latinos utilizaron el
nombre de los lidios para formar la palabra con la que designaron lo que
nosotros llamamos pasatiempos y ellos denominaron "Ludi" a partir de
una deformación de la palabra "Lydi".
Cierto es que no todos los tiranos han manifestado de forma tan explícita
su propósito de pusilanimizar a sus súbditos; pero lo que ese
tirano ordenó formalmente, la mayor parte de los otros lo han hecho
bajo cuerda. La tendencia natural del pueblo ignorante, que suele ser el
más numeroso en las ciudades, es desconfiar de quien le ama y confiar
en quien le engaña. No hay pájaro que más fácilmente
acuda hacia el reclamo de caza ni pez que, atraido por el gusano, muerda
antes el anzuelo que todos esos pueblos que se dejan seducir por la servidumbre
al menor caramelo que se les deje probar. Parece cosa maravillosa que tan
pronto cedan al menor cosquilleo. El teatro, los juegos, las farsas, los
espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas,
las pinturas y otras drogas de esa especie eran para los pueblos antiguos
los incentivos de su servidumbre, el precio de su libertad arrebatada, las
herramientas de la tiranía. Esos medios, esas prácticas, esas
tentaciones, eran empleados por los antiguos tiranos para adormecer a sus
súbditos bajo el jugo. Así, los pueblos embrutecidos, que encontraban
bellos todos estos pasatiempos, entretenidos en un vano placer que les deslumbraba,
se acostumbraban a servir con aún mayor torpeza que esos niños
que sólo aprenden a leer con brillantes imágenes.
Los tiranos romanos sobrepasaban estos medios. Hacían que las decurías
empinasen el codo con frecuencia, cebaban a esa canalla atraída por
los placeres de la boca más que por cualquier otra cosa. Así,
ni el más despierto entre ellos habría dejado su escudilla
sopera para reencontrar la libertad de la República de Platón.
Los tiranos distribuían con largueza el cuarto de trigo, el medio
de vino, los sestercios, y entonces era habitual oír gritar "¡Viva
el rey!". Semejantes zopencos no se daban cuenta de que apenas recobraban
una parte de lo que era suyo, una parte que el tirano no podría haberles
dado si antes no se la hubiese quitado. Uno echaba hoy el guante al sestercio,
y aquel otro se cebaba en el banquete público bendiciendo a Tiberio
y Nerón por su liberalidad, pero cuando llegado el día de mañana
era obligado a ceder sus bienes ante la avidez, sus hijos ante la lujuria,
su sangre incluso ante la crueldad de estos "magníficos" emperadores,
entonces no decía ni palabra, como si una piedra fuese, y no reaccionaba
más que pudiera hacerlo un tronco. El pueblo ignorante siempre ha
sido así: para el placer que no puede obtenerse de forma honesta,
siempre está dispuesto; pero se muestra insensible ante el daño
y el dolor sufrido con honestidad.
Hoy en día no veo a nadie que, al oir hablar de Nerón, no tiemble
ante el nombre de este vil monstruo, esa sucia peste. Sin embargo, hay que
decir que tras la muerte, tan desagradable como su vida, de ese incendiario,
de ese verdugo, de esa bestia salvaje, el famoso pueblo romano experimentó
tanto disgusto, recordando sus juegos y festines, que llegó a rendirle
duelo. Eso, al menos, es lo que escribe Tácito, excelente autor y
uno de los historiadores más fiables. Y esto no resultará extraño
si se toma en cuenta lo que ese mismo pueblo había hecho a la muerte
de Julio César, que había secuestrado las leyes y la libertad
romanas. Tengo entendido que de este personaje se alababa, ante todo, su
"humanidad"; sin embargo, ella fue más funesta para su país
que la mayor crueldad del tirano más salvaje que nunca haya vivido,
pues, en verdad, esa venenosa dulzura edulcoró para el pueblo romano
el brevaje de la servidumbre. Tras su muerte, ese pueblo, que aún
sentía en su boca el sabor de los banquetes y recordaba sus prodigalidades,
amontonó los bancos de la plaza pública para prender una gran
hoguera en su honor; después, le alzó una columna como "padre
del pueblo" (incripción que figuraba en su capitel) y rindió
más honores a este muerto que los que debería haber hecho a
un vivo, comenzando por aquellos que le habían matado.
Los emperadores romanos no se olvidaban de tomar el título de "Tribuno
del pueblo", oficio tenido por santo y sagrado; creado para la defensa y
protección del pueblo, gozaba de alto prestigio en el Estado. Se aseguraban
así de que el pueblo se fiase más de ellos, como si bastante
con escuchar ese nombre y pudiese prescindirse de sentir sus efectos. Pero
no se comportan mejor los que hoy, antes de cometer los peores crímenes,
los preceden siempre de algunos bonitos discursos sobre el bien público
y el alivio de los desgraciados. Son bien conocidas las fórmulas de
las que hacen uso con tanta finura; ¿pero puede hablar de sutileza
allá donde hay tanta impudicia?
Los reyes de Asiria, y más tarde los reyes medos, aparecían
en público lo más raramente posible, para que el pueblo supusiese
que tenían algo de sobrehumano y para dejar soñar a aquellos
que fantasean sobre aquello que no pueden ver. Así, muchas naciones
que estuvieron largo tiempo sometidas al imperio de estos misterios reyes
se acostumbraron a servirles, y lo hacían aún más voluntariamente
por ignorar quien era su amo o incluso por desconocer si tenían amo.
De modo que vivían atemorizados por un ser al que nunca habían
visto.
Los primeros reyes de Egipto casi nunca se mostraban sin llevar sobre su
cabeza una rama o un fuego. Se enmascaraban y se portaban como titiriteros,
inspirando con tales extrañas formas el respeto y la admiración
de sus súbditos, que más bien habrían debido mofarse
y reirse de ellos si no hubieran sido tan estúpidos o estado tan sometidos.
Es verdaderamente lamentable descubrir todo lo que hacían los tiranos
de tiempos pasados para fundamentar su tiranía, y ver que para ello
les bastaban medios muy pequeños, ya que siempre encontraban a la
población tan bien dispuesta hacia ellos que para pescarla les bastaba
echar la red. Tanto más se mofaban de ella, tanto más fácil
les resultaba engañarla y tanto mejor eran servidos.
¿Qué decir de otro de los camelos creídos a pies juntillas
por los pueblos antiguos? Creyeron firmemente que uno de los dedos del pie
de Pirro, rey de Epiro, hacia milagros y curaba a los enfermos del bazo.
Adornaron este cuento diciendo que, cuando el cadáver de ese rey fue
incinerado, ese dedo fue encontrado intacto entre las cenizas, inmune al
fuego. El propio pueblo ha creado siempre los engaños, a los que añadía
una estúpida fe. Muchos autores han informado de tales engaños.
Puede verse fácilmente que los han recogido entre los chismes de los
pueblos y las fábulas de los ignorantes.
Póngamos como ejemplo las maravillas atribuidas a Vespasiano, a su
vuelta de Asiria con destino a Roma, pasando por Alejandría: devolvía
el andar a los cojos y la vista a los ciegos, y miles de cosas similares
que, a mi entender, sólo podrían ser creídas por aquellos
que fuesen más ciegos que aquellos a los que Vespasiano sanaba.
Hasta los mismos tiranos se extrañaban de que los hombre soportasen
que otro les maltratase, por lo que con gusto se cubrían con el manto
de la religión y se disfrazaban con los oropeles de la divinidad para
garantizar su malvada vida. Así, Salmoneo, por haberse mofado del
pueblo intentando hacerse pasar por Júpiter, terminó finalmente
en el fondo del infierno, según los versos de Virgilio, que allí
le habría visto:
"Allí vi a los dos hijos de Aloeis, enormes gigantes, que intentaron
quebrantar con sus manos el inmenso cielo y expusrar a Júpiter de
su excelso trono; vi también a Salmoneo, padeciendo horribles castigos
por haber querido imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo.
Tirado por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano por los
pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando para sí
los honores debidos a los dioses. ¡Insensato, que creía simular
con el bronce batido por los cascos de sus caballos el crujido de las tempestades
y del inimitable rayo!, pero Júpiter, sin teas ni humeantes llamas,
le disparó entre densas nubes un dardo de fuego y le precipitó
en el profundo abismo" (La Eneida).
Si así fue tratado allá abajo quien sólo hizo el idiota,
creo que aquellos que han abusado de la religión para hacer el mal
serán allí alistados bajo mejor enseña.
Nuestros tiranos también han sembrado en Francia todo tipo de cosas
del mismo género: sapos en los blasones, flores de lis, la Santa Ampolla
y la oriflama. Cosas que, por mi parte y por más que así lo
sea, no quiero creer que sólo sean desatinos, ya que nuestros ancestros
en ellos creyeron y en nuestro tiempo no hemos tenido ocasión de sospechar
que tal cosa sean. Pues hemos tenido algunos reyes tan buenos en la paz y
tan valientes en la guerra que, aunque hayan nacido reyes, parece que la
naturaleza no les haya hecho como a los demás y que el dios todopoderoso
les haya escogido antes de su nacimiento para confiarles el gobierno y la
protección de este reino. Y aún cuando esto no fuese así,
no querría entrar en liza para debatir la verdad de nuestras historias
ni espulgarlas libremente, evitando así el secuestro de tan bello
tema en el que podrá empeñarse nuestra poesía francesa,
esa poesía que no sólo ha sido embellecida sino que, por así
decir, ha sido creada de nuevo por Ronsard, Baïf et Bellay, quienes
hacen progresar tanto nuestra lengua que me atrevo a esperar que pronto nada
tendremos que envidiar a griegos o latinos, salvo el derecho de progenitura.
En verdad, yo haría gran daño a nuestra rima (uso intencionadamente
ese término, que me agrada, pues, aunque muchos la hayan convertido
en mera mecánica, otros hay capaces de darle nobleza y devolverle
su original lustre). Le haría, sí, gran daño robándole
los bonitos cuentos sobre el rey Clovis, en los que se anima con tanto ingenio
y conveniencia el verbo de nuestro Ronsard, en su Francíada. Conozco
la capacidad, el fino espíritu y la gracia de ese hombre, que hará
de la oriflama su tema, como hacían los romanos con sus vestales y
con esos "escudos caídos del cielo" de los que habla Virgilio. De
nuestra Santa Ampolla sacará tan buen partido como los atenienses
sacaron de la cesta de Eresictón. Habla de nuestros escudos de armas
tan bien como ellos hablaron de su olivo, cuya existencia aún presumen
en la torre de Minerva. Sí, sería temerario pretender desmentir
a nuestros libros invadiendo el terreno de nuestros poetas. Pero para volver
a mi tema, del que me he alejado sin darme cuenta, ¿no está
claro que los tiranos, para afirmar su poder, se han esforzado en acostumbrar
al pueblo, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también
a prestarles devoción? Todo lo que yo he dicho hasta aquí sobre
los medios empleados por los tiranos para imponer la servidumbre sólo
es ejercido sobre la gente ignorante.
Llego así a un punto que es, a mi entender, el resorte y el secreto
de la dominación, el sosten y fundamento de toda tiranía. Se
equivocaría mucho quien pensase que las alabardas, los guardas y los
vigilantes son protección suficiente para los tiranos. De ellos se
sirven, más bien, como forma y como espantajo, pero sin confiarse
a su mera protección. Los arqueros pueden impedir el acceso al palacio
de los incapaces sin medios para hacer daño, pero no a personas audaces
y bien armadas. El número de emperadores romanos que escaparon del
peligro gracias a sus arqueros es menor al de aquellos emperadores que murieron
a manos de sus propios arqueros. Quienes defienden a un tirano no son los
hombres de caballería o infantería, ni las armas, sino cuatro
o cinco hombres que le sostienen y someten ante él a todo el país.
Puede ser difícil de creer, pero es la exacta verdad. Siempre ha sido
así: cinco o seis hombres a los que el tirano escucha, llegados hasta
él por su propia voluntad o porque él los ha llamado, para
ser los cómplices de sus crueldades, los compañeros de sus
placeres, los rufianes de sus voluptuosidades y los beneficiarios de sus
rapiñas.
Esa media docena de hombres moldean tan bien a su jefe que la maldad de éste
hacia la sociedad ya no es sólo la suya propia, sino también
la de los suyos. Esos seis hombres tienen debajo a seiscientos, a los que
corrompen al igual que corrompieron al tirano. Y de esos seiscientos dependen
seis mil, a los que promueven, otorgándoles el gobierno de las provincias
o el manejo de los dineros para tenerles atrapados por su codicia o su crueldad,
de manera que las ejerzan por delegación y hagan tanto mal que no
puedan quedar en la sombra y que sólo gracias a su protección
puedan escapar a las leyes y al castigo.
Grande es también el número de los que siguen a éstos.
Quien quiera devanar el ovillo verá que no son seis mil, sino cien
mil o incluso millones, quienes sostienen al tirano por medio de esta ininterrumpida
cadena que les ata y liga a él, como Horacio pone en boca de Jupíter,
que se jacta de que, tirando de una cadena semejante, arrastraría
todos los dioses. De ahí procede el incremento del poder del Senado
bajo Julio César, el establecimiento de nuevas funciones y la institución
de nuevos cargos, no para reorganizar la justicia sino para dar nuevos apoyos
a la tiranía.
En resumen, los beneficios y favores recibidos del tirano hacen que se llegué
a un punto en el que hay casi tantas personas a las que la tiranía
beneficia como personas a las que placería la libertad.
Según los médicos, desde que se manifiesta un tumor en algún
lugar de nuestro cuerpo, aunque nada parezca haber cambiado en éste,
todos los humores se dirigen hacia esa parte carcomida. Igualmente, una vez
que un rey se declara tirano, todo lo malo del reino, todas sus heces, y
no me refiero con ello a unos cuantos pícaros y bribones que no pueden
causar bien ni mal a un país, sino a aquellos que están poseídos
por una ardiente ambición y una notable codicia, se agrupa en torno
a dicho rey y le sostiene para tener parte en el botín y para ser,
bajo el gran tirano, otros tantos pequeños tiranos.
Así son los grandes ladrones y los famosos corsarios. Unos recorren
el país, otros persiguen a los viajeros. Unos preparan emboscadas,
otros están al acecho. Unos masacran, otros despojan, y aunque entre
ellos haya jerarquías, siendo unos criados y otros jefes en la banda,
al fin y al cabo todos ellos se aprovechan del botín, bien del principal,
bien de sus migajas.
Se dijo que los piratas cicilianos se unieron en tan gran número que
fue preciso enviar contra ellos al gran Pompeyo, y que atrajeron a su alianza
a varias bellas y grandes ciudades, en cuyas abras, al volver de sus correrías,
se refugiaban, entregando a cambio una parte del fruto de sus pillajes.
De esa forma, el tirano somete a sus súbditos utilizando a unos contra
otros. Es protegido por aquellos de los que debería protegerse, si
es que algún valor tuviesen. Pero como bien ha sido dicho, para hendir
la madera se usan cuñas de madera; eso son, precisamente, sus arqueros,
sus guardias, sus alabarderos. No es que éstos no sufran, pero esos
miserables abandonados por Dios y por los hombres se contentan con sobrellevar
su mal y causárselo, no a quien se lo causa a ellos, sino a los que,
como ellos, también lo sobrellevan y no tienen ninguna culpa.
Cuando pienso en esa gente que halaga al tirano para aprovecharse de su tiranía
y de la servidumbre del pueblo, me siento casi tan sorprendido por su maldad
como compadecido por su estupidez.
Pues, a decir verdad, aproximarse al tirano es alejarse de su propia libertad
y abrazar y saludar aparatosamente a su propia servidumbre. Si dejasen de
lado durante un momento su ambición, si se distanciasen algo de su
codicia, y después se mirasen y se tomasen en consideración,
verían claramente que esos aldeanos, esos campesinos que ellos pisotean
y a los que tratan como a forzados o esclavos, son, pese a estar tan maltratados,
más felices que ellos y, de alguna forma, más libres. El labrador
y el artesano, por avasallados que estén, pasan desapercibidos si
obedecen; pero el tirano ve como aquellos que le rodean mendigan su favor.
No basta con que cumplan sus órdenes, sino que también se requiere
que piensen lo que él quiere que piensen y, con frecuencia, que, para
satisfacerle, prevean sus deseos. No basta con obedecerle, hay que complacerle.
Deben romperse, atormentarse, matarse en aras de sus intereses, y, dado que
sólo deben encontrar placer en el placer de él, deben sacrificar
sus gustos ante los suyos, forzar su temperamento y despojarse de su naturaleza.
Deben estar atentos a sus palabras, a su voz, a su mirada, a sus gestos,
mientras que sus propios ojos, pies y manos deben estar continuamente dedicados
a indagar los deseos y adivinar los pensamientos del tirano.
¿Es eso vivir feliz? ¿Es, incluso, vivir? Nada hay más
insoprotable en el mundo, no sólo para todo hombre valeroso, sino
para cualquiera que tenga sentido común o mero aspecto humano. ¿Qué
condición puede ser más miserable que la de vivir de esa manera,
sin nada propio y poniendo a disposición de otro su comodidad, su
libertad, su cuerpo y su vida?
Pero quieren servir para amasar riquezas. ¡Cómo si pudiesen
ganar nada que sea suyo, cuando no siquiera pueden decir que ellos son de
sí mismos! Cómo si bajo un tirano alguien pudiese tener algo
verdaderamente suyo, pretenden convertirse en poseedores de riquezas, olvidando
que ellos mismos dan al tirano la fuerza para arrebatar todo a todos, sin
dejar a nadie nada de lo que pueda decirse que pertenece a su persona. Sin
embargo, pueden ver que precisamente esas riquezas hacen que los hombres
dependan de la crueldad del tirano; que para éste no hay crimen más
digno de muerte que el beneficio de otro; que sólo ama las riquezas
y que no vacila en atacar a los ricos. Estos, pese a todo, se presentan ante
él como corderos ante el matarife, ahítos y cebados como
si quisieran darle envidia. No deberían acordase tanto de aquellos
que han ganado mucho cerca de los tiranos y deberían acordarse más
de aquellos que, habiendo podido llenarse hasta el hartazgo durante algún
tiempo, han terminado poco después perdiendo todos sus bienes e incluso
la vida. Deberían pensar menos en el gran número de los que
así han adquirido riquezas y deberían pensar más en
el pequeño número de los que han podido conservarlas.
Si repasamos todas las antiguas historias y si evocamos todas aquellas que
recordamos, veremos cuan numerosos son aquellos que, habiendo llegado a influir
sobre los príncipes con malas artes, halagando sus malas tendencias
o abusando de su ingenuidad, fueron finalmente aplastados por esos mismos
príncipes, que empeñaron tanta soltura a la hora de encumbrarles
como inconstancia a la hora de defenderles. Entre aquellos que han estado
cercanos a los malos reyes, pocos hay, casi ninguno, que no haya sufrido
finalmente la misma crueldad del tirano que ellos habían atizado contra
otros. Con frecuencia, los que, a la sombra del favor del tirano, se habían
enriquecido con los despojos arrebatados a otros, terminaron enriqueciendo
al tirano con sus propios despojos.
Por mucho que reluzcan en ellas la virtud y la integridad (que, vistas de
cerca, inspiran cierto respeto a los mezquinos), tampoco lograrán
mantener la consideración del tirano las personas de bien, a las que
en algunas ocasiones el tirano llega a amar. También ellas experimentarán
el mal común y padecerán la tiranía. Así, por
ejmplo, un Séneca, un Burro, un Traceas, tres personas de bien. Las
dos primeras tuvieron la desgracia de estar próximas a un tirano del
que eran muy queridas y que les confió la gestión de sus asuntos.
Pues bien, aunque uno de ellos hubiera educado al tirano y tuviese como garantía
de su amistad los cuidados que le prestó durante la infancia, los
tres tuvieron una muerte muy cruel. ¿No basta esto como ejemplo de
la poca confianza que se debe depositar en un amo malvado? En verdad,
¿qué amistad puede esperarse de aquel que tiene el corazón
lo bastante duro como para odiar a todo un reino que se limita a obedecerle?,
¿qué amistad cabe esperar de un ser que, incapaz de amar, se
empobrece a sí mismo y destruye su propio imperio?
No obstante, alguien podría decir que esos tres hombres padecieron
tal desgracia precisamente por ser personas excesivamente buenas. Pero eso
puede desmentirse si nos fijamos con atención en el entorno de Nerón,
donde veremos que tampoco tuvieron un final mejor todos aquellos que contaron
con su gracia y que estuvieron cercanos a él por medio de su propia
maldad.
¿Alguien ha oido hablar de un amor tan desenfrenado, de un cariño
tan impetuoso, de un hombre tan obstinadamente apegado a una mujer como en
el caso de Nerón respecto a Popea? Sin embargo, él mismo la
envenenó. Para colocarle en el trono, su madre, Agripina, había
matado a su propio marido Claudio; para favorecerle, todo hizo y todo sufrió.
No obstante, fue su hijo, su bebé, al que había convertido
en emperador, quien le arrebató la vida tras haberla maltratado frecuentemente.
Nadie hubiera negado que fue un castigo merecido... si lo hubiese ejecutado
cualquier otro. ¿Quien hubo más fácil de manejar, más
simple e inocente que el emperador Claudio? ¿Quién estuvo más
chiflado de una mujer que él de Mesalina? Mas la entregó al
verdugo. Las bestias tiránicas siguen siendo bestias y son incapaces
de hacer nunca el bien, pero, ignoro cómo, finalmente el poco espíritu
que les queda se despierta para ser utilizado cruelmente contra aquellos
que les son más cercanos. Es conocida la historia de aquel que, habiendo
destapado la garganta de su mujer, aquella a la que más amaba y sin
la que parecía no poder vivir, le dirigió este bonito cumplido:
"este bello cuello será cortado inmediatamente si lo ordeno". Esa
es la razón por la que la mayor parte de los tiranos han sido asesinados
por sus favoritos, ya que, conociendo la naturaleza de la tiranía,
les intranquilizaba cuál sería la voluntad del tirano y desconfiaban
de su poder. Domitiano fue matado por Estefano, Cómodo por una de
sus amantes, Caracalla por el centurión Marcial, alentado por Macrín,
etcétera.
En verdad, el tirano nunca ama ni es amado. La amistad es una palabra sagrada,
algo santo. Sólo existe entre personas de bien. Nace de una mutua
estima y se mantiene mucho más por la honestidad que por las ventajas
obtenidas con ella. Un amigo está seguro de otro porque conoce su
integridad y tiene como garantía su buen natural, su lealtad, su constancia.
Donde hay crueldad, deslealtad e injusticia no puede haber amistad. Si se
juntan los malvados, lo que se forma es un complot, no una sociedad. No se
aman, pero se temen. No son amigos, sino cómplices.
Incluso aunque esto no fuese así, sería difícil encontrar
en un tirano un amor seguro, ya que, al estar por encima de todos, sin que
nadie sea su par, se encuentra más allá de los límites
de la amistad, pues ésta florece en la igualdad, en la que se marcha
al compás. Por ese motivo, por ser todos pares y compañeros,
existe una especie de buena fe entre los ladrones cuando se reparten el botín.
Si no se aman, al menos se temen. No quieren debilitar su fuerza desuniéndose.
Pero los favoritos de un tirano no pueden contar nunca con él, porque
ellos mismo le han enseñado que es omnipotente, que ningún
derecho o deber le obliga, que no tiene que dar más razón que
su voluntad, que nadie es igual a él y que es el amo de todos. ¿No
resulta deporable que, pese a tantos llamativos ejemplos y teniento el peligro
tan presente, nadie quiera aprender las lecciones de las miserias ajenas
y que sean tantas las gentes que aún se acercan voluntariamente al
tirano? ¿Que no haya uno que tenga la prudencia y el coraje de decirle,
como el zorro de la fábula al león que se hacía pasar
por enfermo, "iría con gusto a visitarte a tu cubil, pero veo muchas
huellas de los animales que entran en ella, pero ninguna de los que salen".
Estos miserables ven como relucen los tesoros del tirano; admiran, sorprendidos,
los destellos de su magnificencia. Atraídos por su resplandor, se
acercan sin darse cuenta de que se aproximan a una llama que les devorará,
como el imprudente sátiro de la fábula, que, viendo brillar
el fuego robado por Prometeo, le pareció tan bello que fue a besarlo
y ardió. Así, la mariposa que, esperando disfrutar de algún
placer, se lanza contra el brillante fuego, pronto experimenta que éste
también tiene el poder de quemar, como decía Lucano.
Cuando estos validos logran escapar de las manos de aquel al que sirven,
no se salvarán de las de su sucesor. Pues, si es bueno, tendrán
que rendir cuentas y someterse a la razón, y si es malo, como su predecesor,
tendrá sus propios favoritos que, habitualmente, no se contentarán
con quitarles su puesto sino que también querrán quitarles
sus bienes y su vida. ¿Cómo es entonces que haya alguno que,
ante tal peligro y con tan pocas garantías, quiera ocupar una posición
tan peligrosa y servir con tantos sufrimientos a un amo tan peligroso?
¡Qué pena, qué martirio, Dios mio! Pasarse día
y noche placiendo a un hombre y desconfiando de él más que
de cualquier otro. Estar siempre ojo avizor, con los oídos bien abiertos,
tratando de saber de dónde vendrá el golpe, de descubrir emboscadas,
de escudriñar el semblante de los competidores y adivinar dónde
está el traidor. Sonreír a cada uno y desconfiar de todos,
no tener enemigo abiertamente proclamado ni amigo seguro. Mostrar siempre
un rostro sonriente aunque el corazón esté helado. No poder
ser feliz ni poder atreverse a estar triste.
Resulta gracioso considerar que es lo que obtienen a cambio de ese gran tormento,
de esa fatiga y de su vida miserable: el pueblo no acusa al tirano de los
males que sufre, sino a ellos, los que le gobiernan. De ellos, conocen sus
nombres y narran sus vicios los pueblos, las naciones, todos a porfía,
incluyendo a los campesinos y labradores. Acumulan sobre ellos ultrajes,
insultos y juramentos. Todas las oraciones y maldiciones se dirigen contra
ellos. se les atribuye todas las desgracias, pestes y hambrunas. Y si a veces
se finge rendirles homenaje, a la vez se les maldice desde el fondo del corazón
y se les tiene más horror que a las bestias salvajes.
Ese es el honor y la gloria que, por sus servicios, recogen entre personas
que no quedarían satisfechas ni medio consoladas por su sufrimiento
si cada una pudiese tener un trozo de su cuerpo. Incluso tras su muerte,
el nombre de estos "tragapueblos" será oscurecido por la tinta de
mil plumas y su reputación desgarrada en mil libros. Hasta sus huesos
son arrojados al fango para toda la posteridad, como si se quisiera castigarles
después de muertos por su malvada vida.
Aprendamos pues a actuar bien. Alcemos nuestros ojos hacia el cielo por nuestro
honor o por honor a la verdad, o mejor aún por los de Dios todopoderoso,
fiel testigo de nuestros actos y juez de nuestras faltas. Yo pienso, y creo
no equivocarme, que, dado que nada es más contrario a un Dios
bueno y liberal que la tiranía, él reservará a los tiranos
y a sus cómplices algun particular castigo en los infiernos.
lunes, 2 de julio de 2012
Mèxico: La servidumbre voluntaria....De momento, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga, que no tiene más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo.
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