Como dice un viejo proverbio turco,
quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La parranda aturde y nubla
la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el
tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de consumo suena mucho, como el
tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el
estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo,
acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar. La
expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo
sistema que la genera.
El sistema necesita mercados cada vez
más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la
vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las
materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en
nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre
todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos esta
aventura comienza y termina en la pantalla del televisor.
La mayoría, que se endeuda para tener
cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que
generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces
materializa delinquiendo.
El derecho al derroche, privilegio de
pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré
cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores ni a las
gallinas ni a la gente.
En los invernaderos, las flores están
sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En las fábricas
de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche.
Y la gente está condenada al insomnio,
por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no
es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria
farmacéutica. EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y
demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la
mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es
moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por
ciento de la población mundial.
«Gente infeliz, la que vive
comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo.
El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la
vergüenza de no tener.
Un hombre pobre es un pobre hombre.
«Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en el
barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad
dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las
marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para
pagar las cuotas».
Invisible violencia del mercado: la
diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La
producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus
obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la uniformización
obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del partido
único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los
seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar. El consumidor
ejemplar es el hombre quieto.
Esta civilización, que confunde la
cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación.
Según la revista científica The Lancet, en la
última década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la
población joven de los países más desarrollados. Entre los niños
norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos dieciséis
años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud
de la Universidad de Colorado. El país que inventó las comidas y
bebidas light, los diet food y los alimentos fat
free, tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor
ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar
televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias
devorando comida de plástico.
Triunfa la basura disfrazada de comida:
esta industria está conquistando los paladares del mundo y está haciendo
trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen
comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de
refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna
manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos.
Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la
vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición
del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la
dictadura de la fast food. La plastificación de la comida en
escala mundial, obra de McDonald’s, Burger King
y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación
de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de
sus puertas.
El campeonato mundial de fútbol del 98
nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica
los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y
que el menú de McDonald’s no puede faltar en la barriga de un buen
atleta. El inmenso ejército de McDonald’s dispara hamburguesas a las
bocas de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco
de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los
países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald’s de Moscú,
inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de
Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de
Berlín. Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes
del mundo libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún
sindicato.
McDonald’s viola, así, un derecho
legalmente consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos
trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia,
intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el
restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados de McDonald’s, en una
pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la
Guía Guinness.
Las masas consumidoras reciben órdenes
en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto
quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes
que el televisor transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de
publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños
pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo
de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio.
Tiempo libre, tiempo prisionero: las
casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor
tiene la palabra. Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación
democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres
y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y
pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o
cual banco ofrece.
Los expertos saben convertir a las
mercancías en mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen
atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume
te besa y el auto es el amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha
hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados. Los agujeros del
pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las
cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de
ascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad
de clases, llaves que abren las puertas prohibidas.
Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas
te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no
informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de
menos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y
alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta
loción de afeitar?
El criminólogo Anthony Platt
ha observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la
pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista. La
obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre la
apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el
dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene
motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que
la diferencia es asunto de especialistas.
Según el historiador Eric
Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana
centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a
fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos
se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y
enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más
injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la
erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos
creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que
atiende en las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo,
prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores
miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida
ocurre, y llama.
Hacinados en tugurios, lo primero que
descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos
sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos de lujo son el
aire y el silencio. Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano
da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades.
Dijo que las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de
juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra con quién?
¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se encuentra con
el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones
humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se
encuentra con las cosas?
El mundo entero tiende a convertirse en
una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se
tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios
públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que hasta hace poco
eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora
en espacios de exhibición comercial. El shopping center, o shopping
mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia
avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo
mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos contempla, en
éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la
minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y
extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas,
viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las
máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar
pasaje.
Los turistas venidos de los pueblos del
interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de
la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas
internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la estatua del
prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que
los habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping
center, como antes acudían al centro. El tradicional paseo del fin de
semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a
estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados, vestidos con
sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son
convidados, pero pueden ser mirones.
Familias enteras emprenden el viaje en
la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la
estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos,
marcas y etiquetas.
La cultura del consumo, cultura de lo
efímero, condena todo al desuso mediático. Todo cambia al ritmo
vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender.
Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras
cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la inseguridad,
las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el
capital que las financia y el trabajo que las genera. El dinero vuela a
la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién
sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia.
Paradójicamente, los shoppings
centers, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de
seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin
noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de
las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.
Los dueños del mundo usan al mundo como
si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como
se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de
la televisión y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin
tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos
todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta a
unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar
el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que
tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la
cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y
nada necesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza
que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un
defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de
alimentar a un shopping center del tamaño del planeta.
Por Eduardo Galeano
Fuente: www.alianzabolivariana.org
http://www.elciudadano.cl/2010/05/17/el-imperio-del-consumo/
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