Estas
cifras se encuentran muy lejos de los desastres hiperinflacionarios de
los años ‘80 / ‘90 y reflejan también coyunturas estacionales pero, en
el mejor de los casos, la suba de precios se ha estabilizado en un nivel
que golpea duramente a las mayorías populares.
Este
impacto es mayor entre los sectores más empobrecidos, que soportan el
encarecimiento de la canasta alimenticia. El incremento de estos precios
duplica el promedio general y en algunos rubros -como la carne- alcanzó
niveles escalofriantes. La inflación anual de los hogares pobres
promedió el año pasado un 22%, mientras que su equivalente entre las
familias ricas alcanzó al 13%. La misma tendencia se verificó en los dos
primeros meses del 2010 con subas de 6,5% en el primer caso y 4,9% en
el segundo.
Un ejemplo de este impacto
diferenciado es la licuación de la asignación universal por hijo, cuya
preservación requeriría un ajuste mensual automático por la evolución de
los precios de la canasta básica de alimentos.
Una
estrategia fallida: destrucción de los indicadores
Cualquier
debate sobre la inflación ha quedado deformado por la demolición de las
estadísticas del INDEC. Como el gobierno niega esa manipulación hay que
manejarse con estimaciones para-oficiales, tampoco muy confiables.
Desde que comenzó la digitación de las cifras (enero del 2007) se ha
introducido una distorsión escandalosa, mientras que los funcionarios
calculan desde entonces una suba de 28,1%, los institutos provinciales
(Santa Fe o San Luis) registran incrementos de 80%.
El
dictamen que prepara la comisión formada para evaluar el manejo oficial
de los índices (CAES) es demoledor. Sobran las anormalidades en todos
los terrenos (cambios de canasta, reducción de rubros, gastos que
desaparecen).
Repitiendo un hábito de
administraciones anteriores (especialmente las de Martínez de Hoz y
Cavallo), los ministros de economía han intentado disimular la inflación
destruyendo al mensajero. Pero el engaño es efímero, ya que resulta
imposible tapar la realidad con números ficticios. No solo la población
percibe la estafa, sino también funcionarios y empresarios que necesitan
contar con datos confiables para adoptar decisiones cotidianas.
La manipulación de los datos ha creado un mundo de fantasía,
que impide evaluar los niveles de pobreza e indigencia. Estas
magnitudes se calculan utilizando el controvertido índice de precios de
la canasta básica de alimentos. Según las estimaciones oficiales, el
primer porcentual ha caído a 13,2% y el segundo a 3,5%, incluso antes
del otorgamiento del ingreso universal (diciembre 2009). Este
diagnóstico contrasta con diversos cálculos privados que triplican esos
guarismos (30,1%-31,2% y 10,5% -11,2%).
La
caracterización oficial choca con algunas constataciones elementales. No
es creíble que la pobreza e indigencia hayan bajado en forma tan
radical durante el año pasado, que estuvo dominado por el crecimiento
negativo, la contracción de ventas y el aumento del desempleo (de 7,8 a
8,4%). Si las cifras del INDEC fueran ciertas el nivel actual de
indigencia se asemejaría al de 1974, cuando el desempleo era de 2,8%, el
trabajo en negro rondaba el 17% (hoy 36%) y la brecha entre ricos y
pobres era incomparablemente menor. Es más que obvia la distancia que
separa el contexto actual de esa época.
Como el
imaginario universo oficial es insostenible ya existen varias
iniciativas para alivianar la manipulación del INDEC. Pero las
propuestas para elaborar nuevos índices van y vienen, con ensayos de
canastas que incluyen y excluyen consumos de diverso tipo. La decisión
más reciente sería negociar un programa de asistencia técnica con el
FMI, que al mismo tiempo es cuestionado como auditor por el propio
gobierno. Los funcionarios, que alegaban una conspiración de los
acreedores para ajustar los rendimientos de sus títulos con los índices
del INDEC, ahora tramitan un asesoramiento del principal protector de
esos financistas que, como es sabido, carga con una probada
responsabilidad de encubrimientos y fraudes contables al servicio de los
grandes banqueros. Sin embargo en cualquier caso lo más importante son
las causas de la inflación, no su medición.
La
causa real: preservación de las ganancias capitalistas
Para
quienes integramos Economistas de Izquierda (EDI) la principal razón de
la carestía es que los precios aumentan para mantener la rentabilidad
de las grandes empresas. Los grupos capitalistas más concentrados se
aseguran beneficios elevados por medio de la inflación. Nuestra
conclusión surge de una simple constatación: sólo los capitalistas
pueden implementar remarcaciones. Los asalariados, el grueso de la clase
media y la inmensa mayoría de la población son simples consumidores de
los bienes cotizados por los grandes formadores de los precios.
Para nosotros es importante subrayar esta evidencia para no
perder de vista quiénes son los verdaderos responsables de la inflación.
Cualquier discusión que omita esta realidad conduce las reflexiones
hacia un laberinto. Hay que debatir cuáles son las razones que impulsan a
los empresarios a subir los precios y evaluar si se trata de actos
voluntarios, obligados o perversos. Pero antes de calificarlos es
necesario asumir su protagonismo en la carestía, ya que existe un
manifiesto ocultamiento de ese rol. Los gobiernos suelen determinar
algunos precios básicos de la economía (tipo de cambio, tarifas, salario
mínimo) y adoptan políticas que aceleran o atenúan la inflación. Pero
quiénes remarcan los precios son los capitalistas.
Los
dueños de las empresas no limitaron estos aumentos, ni siquiera durante
la recaída productiva del complicado año pasado. Los balances de las
firmas que cotizan en Bolsa indican un crecimiento de las utilidades
promedio de 51,7% en comparación al 2008. Hubo sectores muy beneficiados
(bancos, telefónicas, siderúrgicas), pero la performance fue muy buena
para todos en el peor ejercicio del ciclo iniciado en el 2003. Otro
cálculo más extendido revela que la rentabilidad bruta fue muy elevada
entre el 2004 y el 2007, se atenuó posteriormente y se mantuvo siempre
por encima de los años ‘90. El nivel el año pasado se ubicó por ejemplo
un 15% por arriba del 2001.
Un indicador de la
inflación como ajustador de las ganancias es el comportamiento de los
precios mayoristas, que tiende a subir en forma preventiva para asegurar
el colchón de rentabilidad. Este mecanismo de actualización ha quedado
incorporado desde hace décadas a la conducta habitual del capitalista
argentino.
Durante la reactivación del 2002-07 las
ganancias extraordinarias generadas por la mega-devaluación atenuaron
la incidencia del recurso inflacionario. Pero desde que el modelo
económico perdió capacidad para generar beneficios fáciles, la escala de
precios volvió al primer plano.
Este retorno
opera como un instrumento patronal para neutralizar la recuperación del
salario. Desde la reactivación del 2003 las remuneraciones lograron una
progresiva reconstitución del poder de compra perdido durante la
hecatombe precedente. Cuando esa recomposición alcanzó su techo (2007),
los empresarios retomaron la inflación para diluir en el mercado la
mejora obtenida por los trabajadores. Este resurgimiento de la carestía
para desvalorizar los salarios se mantuvo en el 2008 y no decayó con
recesión posterior.
El mismo papel ha jugado la
inflación frente a la recuperación del empleo. Para contrarrestar el
efecto de la creación de 2,2 millones de puestos de trabajo en blanco
durante los últimos seis años, los capitalistas preservan beneficios vía
precios. Por ese camino compensan la recomposición de las
remuneraciones que tuvieron de los asalariados del sector formal.
Los empresarios no pueden recurrir a los mecanismos de
ajuste de los años ‘90 (desempleo y deflación) en un contexto de
crecimiento y reconstitución de la lucha social. Por eso utilizan la
inflación como contrapeso a un legado de la rebelión popular del 2001
que se refleja en la renovada gravitación de los sindicatos.
Ciertamente
esta utilización patronal de la inflación como sustituto de los
despidos y la reducción salarial es un rasgo general del capitalismo
contemporáneo. Pero en Argentina siempre ha presentado un nivel superior
al promedio internacional. En la actualidad por ejemplo, la tasa de de
inflación es nueve veces mayor que la media global y se ubica cinco o
seis veces por encima del promedio de los países vecinos. En el 2009 fue
solo superada por seis países en el mundo y triplicó la media
latinoamericana.
Estos datos confirman la
perdurabilidad de una conducta empresaria adiestrada en la gestión de
negocios en marcos inflacionarios. Mantienen este hábito por memoria,
tradición e impunidad y es un comportamiento análogo a la fuga de
capitales. Ante cualquier temor o perturbación se remarcan los precios y
se gira el dinero al exterior. Estos reflejos han vuelto a operar y por
esta razón la inflación no ha bajado de dos dígitos en los últimos tres
años.
Diagnóstico del establishment: gasto
público descontrolado.
Los llamados economistas
ortodoxos están claramente embarcados en una campaña de inflación de la
inflación. Sugieren la existencia de porcentajes mayores a los
existentes por medio de encuestas distorsionadas y operaciones de
prensa. Su objetivo es crear un clima propicio a la implementación del
ajuste antipopular.
Sus voceros atribuyen la
inflación al deterioro de las cuentas públicas y a la desmesura del
gasto estatal (Melconian, Llach, Artana, López Murphy, Broda entre
otros). Afirman que esas erogaciones han crecido a un ritmo 30% superior
a los ingresos, provocando la abrupta degradación del superávit
primario (3,9% en 2004) a una situación de equilibrio (o déficit del 1%,
si se considera el uso de recursos extraordinarios).
Pero
estos custodios de la austeridad fiscal dieron rienda suelta a la
emisión y al endeudamiento público cada vez que les tocó participar de
un gobierno o colaborar con el. Sus demandas de recorte del gasto son
pura hipocresía, puesto que convalidan las principales fuentes de
erosión de los recursos públicos: los pagos de la deuda y los subsidios a
las grandes empresas. Estas últimas subvenciones no buscan mejorar los
servicios, sino asegurar la rentabilidad de los concesionarios y
mantener las tarifas en niveles políticamente sostenibles. Tampoco
objetan la existencia de un sistema tributario regresivo, que obliga a
las mayorías populares a cargar con el sostenimiento del Estado,
mientras las clases dominantes lucran con desgravaciones de todo tipo.
Los custodios verbales de la tesorería tampoco recuerdan su
contribución a los colapsos fiscales que soportó el estado por rescates
de bancos y empresas en quiebra. Los críticos ortodoxos silencian estas
dilapidaciones. Nunca rechazan el gasto público a favor de los
capitalistas y solo reclaman cortar el gasto social destinado a los
trabajadores, desempleados y empobrecidos.
Pero el
diagnóstico de carestía por emisión -que efectivamente derivó en varios
colapsos hiperinflacionarios en el pasado- no se ajusta a la realidad
actual. Fue causa del descontrol de los precios en los años de gran
déficit fiscal, deuda incontrolable y reservas exiguas, que no se
verifican en estos momentos. Es cierto, el superávit fiscal se ha
reducido pero los desbalances de las cuentas públicas son limitados y no
provocan el alto nivel de inflación vigente.
El
combustible inflacionario que generan los desequilibrios fiscales son
más un peligro a futuro que un problema inmediato. En la medida que el
bache de las cuentas públicas se profundice, con agujeros que se tapan
con fondos de la previsión social y políticas de re-endeudamiento, los
desastres financieros del Estado pueden reaparecer. Pero son
posibilidades de inflación potencial, que no explican las remarcaciones
de los últimos tres años.
Los economistas del
establishment atribuyen todo el problema al gobierno, exculpan así a los
capitalistas que son quienes efectivamente provocan el aumento de los
precios. Han difundido la teoría de una “inflación K”. Esta teoría
presenta a la carestía como una conspiración político-electoral del
matrimonio presidencial para perpetuarse en el poder, afirman que con
ese propósito se está generando desde el Estado un crecimiento
artificial de la producción y el consumo. Pero esta tesis que conduce a
propiciar un enfriamiento de la economía, supone que la inflación es
obra de los gobiernos y no de los capitalistas. Diaboliza a los
presidentes de turno para exculpar a los reales causantes del problema.
En todo caso el gobierno es responsable de tolerar, hacer la
vista gorda o incluso convalidar los incrementos. También de pretender
administrar los precios en base a una política de alianzas empresarias
que terminan generando nuevas subas. A nivel macroeconómico los
gobiernos solo alcanzan a gestionar la inflación en asociación (y
conflicto) con las clases dominantes, mediante políticas de mayor
tolerancia o limitación de la suba de precios, pero los aumentos solo
son provocados por los empresarios. Únicamente en situaciones límite los
funcionarios pueden inducir la inflación para licuar la deuda del
Estado, pero nunca son los habituales causantes del problema, ni lo
tienen bajo su control.
Cuando estos economistas
toman distancia de los gobiernos suelen culpabilizarlos por el llamado
“impuesto inflacionario”. También aquí olvidan que el incremento de los
precios no es un gravamen por solo hecho de incrementar los ingresos
fiscales o licuar parcialmente la deuda pública. Quienes recaudan los
mayores beneficios de la carestía son los capitalistas que lucran
directamente con las remarcaciones.
El ajuste y
sus variantes
Del retrato de inflación
descontrolada que difunden la derecha opositora y el FMI se deriva la
necesidad de un ajuste inexorable. El propósito de este recorte sería
garantizar desde ahora el cobro puntual de la deuda pública. Los
exponentes de la banca (Kiguel, Daniel Marx) no disimulan este objetivo.
Algunos ya se pronuncian por la tradicional receta de cortar las
erogaciones y enfriar el nivel de actividad (Bour, Frenkel) y otros
proponen un camino más gradual para implementar el mismo achique
(Llach).
Cuando pueden hablar sin micrófonos son
más explícitos, atribuyen la inflación al recalentamiento de la demanda
que generan las negociaciones salariales en curso. No cuestionan
abiertamente los reclamos de aumento salarial, sino que advierten en
forma más indirecta respecto del impacto que esas exigencias tendrían
sobre la “espiral inflacionaria”.
Sin embargo
olvidan aclarar que ese reciclaje no obedece a fuerzas de la naturaleza,
sino a las acciones premeditadas de los capitalistas. Otra forma de
invertir la realidad es afirmar que el gobierno convalida aumentos
salariales que negocian fuera de su órbita (sector privado, provincias) y
que “deben pagar otros”.
Proponen combatir la
inflación mediante la liberación de los precios. Consideran que la
oferta y la demanda auto-regula todas las variables de la economía
colocándolas en su justo lugar. Con este estandarte despotrican contra
la ineficacia del “intervencionismo populista” que pretende supervisar
los precios (Aguad, Campos, AEA).
Este rechazo
contrasta con el aplauso que reciben todos los auxilios estatales a los
banqueros. Para estos economistas cuando se imponen topes a los salarios
los gobernantes cumplen una loable función, pero si intentan atenuar la
escalada de los precios se inmiscuyen en áreas que están fuera de su
incumbencia. Este recitado neoliberal omite que la inmensa mayoría de
los precios están actualmente exentos de todo control y que por eso
aumentan. No existe carestía por “inflación sumergida”, sino una
remarcación descarada y sin grandes obstrucciones. Quienes repiten una y
otra vez que “los precios no deben regularse”, omiten notar que
justamente ese descontrol provoca la inflación actual.
Cuando
los precios internos se aceleran en comparación al tipo de cambio los
exportadores comienzan a pedir devaluación competitiva para recuperar
rentabilidad. La mega-devaluación del 2001-02 los mantuvo callados
durante todo el tiempo que lucraron con los efectos de esa confiscación
de ingresos populares, solo exigieron reducciones de impuestos (bajar
las retenciones), sin hablar de la cotización del dólar.
Pero
ahora piden la devaluación frente al intento gubernamental de morigerar
la carestía retrasando el acompañamiento cambiario (Ratazzi, Buzzi). No
les satisface esta política, ni tampoco la reciente aceptación de la
traslación local del aumento de ciertos precios internacionales (por
ejemplo el combustible). En su griterío omiten el tipo de cambio
promedio se sitúa todavía un 33% por encima del ocaso de la
convertibilidad y que el tipo de cambio multilateral (con los socios
comerciales) duplica el vigente en diciembre 2001.
Es
sabido que cualquier devaluación potenciaría la inflación, ya que el
país exporta alimentos y una mejora de los precios de exportación genera
inmediatas presiones para incrementar sus equivalentes internos. Por
donde se lo mire, los remedios que propone la “ortodoxia” económica
implican más inflación.
Explicación del gobierno:
expectativas, codicia, indisciplina
El gobierno
atribuye el incremento de precios a la existencia de un clima político y
social enrarecido que induce a los empresarios a remarcar. Así
desestima la existencia de un rebrote inflacionario, solo habla de
“reacomodamiento de precios”, que se disipará cuando retornen las
expectativas favorables. Para el oficialismo la carestía desparecería si
impera un clima de buena onda.
El carácter
superficial de este diagnóstico salta a la vista. La inflación se ha
instalado desde hace tres años como un problema sostenido, que ya no
depende del humor del momento. Los precios suben en la prosperidad y en
la recesión económica, con estabilidad o con convulsión política. Es un
problema inherente al modelo actual que afloró desde el 2007. Todo
indica que seguirá incluso perdurando en un nuevo ciclo de crecimiento.
Los funcionarios apuestan a los efectos mágicos de
relativizar el problema. Afirman que los precios solo repuntan por las
maniobras de empresarios codiciosos. Siguiendo este diagnóstico, algunos
economistas caracterizan a la inflación actual como un fenómeno
inercial y de corto plazo, que podría cortarse con acuerdos sociales (un
pacto CGT-UIA-FAA) y anuncios presidencias de de metas de inflación
decreciente (Ferrer).
Pero los datos desmienten el
carácter meramente coyuntural de la presión inflacionaria. La
experiencia indica que cuando este comportamiento se estabiliza, la
remarcación se torna inmune a todas las convocatorias oficiales a la
sobriedad. Los empresarios saben, además, que la amonestación oficial
solo encubre las negociaciones para introducir algún freno de la
carestía a cambio de subsidios y concesiones. Con estas tratativas se
busca relanzar una canasta artificial de bienes con precios moderados
para justificar las manipulaciones del INDEC y preservar la libre
remarcación del resto de los productos.
Como los
capitalistas suelen violar estos acuerdos, desde hace años existe un
cortocircuito con la gestión Moreno. Los comunicadores derechistas
denuncian su estilo patotero, pero no su tolerancia de la carestía. Los
escándalos mediáticos ocultan que los formadores de precios ignoran
todos los compromisos que asumen, provocando el enojo del secretario.
Pero este vocifera sin adoptar medidas de control efectivo de los
precios.
La Secretaría de Comercio Interior no
tiene un solo departamento de estudios de costos ni de márgenes de
ganancia. Tampoco cuenta con inspectores que fiscalicen si los acuerdos
de precios son puestos en ejecución. Es como si se pusiera en marcha una
AFIP que no tuviera capacidad para recaudar o una Aduana sin facultades
para gravar el ingreso de mercancías. En los últimos meses se limita a
remendar convenios que no funcionan, para mantener la ficción de una
regulación de las segundas marcas.
El método
Moreno ha conducido al peor de los mundos. Mantiene una pantalla de
concertaciones, lanza amenazas que no cumple y pretende asustar a los
dueños del poder sin recurrir a la movilización popular. Supone que el
griterío por arriba puede doblegar a los ejecutivos, reemplazando la
intervención directa de los trabajadores y los usuarios en el control de
los precios y los costos de las empresas.
Los
formadores de precios no son “pequeños comerciantes inescrupulosos”, ni
“intermediarios que se han avivado”. No se los puede disciplinar con
simples amenazas de sanción oficial, porque conforman los grupos más
poderosos que controlan los mercados, que siempre han manejado la
economía argentina, en distintas asociaciones con todos los gobiernos.
Estos enormes conglomerados definen el precio de venta de
los principales productos. Como ejemplos alcanza solo con algunos
rubros. Únicamente dos empresas manejan el 89% de las ventas de pan
lactal, otras dos el 84% de gaseosas y otra dupla el 77% de la leche
chocolatada y el 78% de las galletitas saladas. El 100% de las cervezas
es controlado por tres compañías. La misma situación se verifica en
harinas, aceites y otros productos básicos. En todos los segmentos
centrales de la provisión de alimentos y bebidas predomina el mismo
paisaje de contundentes grandes oligopolios, enlazados a las cadenas de
comercialización. Este manejo no implica necesariamente concertaciones
entre las grandes firmas, pero las rivalidades no se traducen en
reducción de precios.
Un freno efectivo de la
escalada de los precios exige confrontar seriamente con las grandes
empresas. Esta política nunca figuró en los planes del gobierno que
trata a estas firmas como socios privilegiados del poder. Por esta
convivencia tolera la inflación haciendo como que la enfrenta.
Demanda y puja distributiva
Los
partidarios del gobierno afirman que el rebrote inflacionario obedece a
incrementos del poder adquisitivo, que se traduce en aumentos generales
del consumo. Consideran que la asignación universal, también el plan
Argentina Trabaja, generó una fuerte corriente de compras de los
sectores de menores ingresos, que indujo a los empresarios a subir los
precios (Heller).
Pero este razonamiento
descalifica el propio otorgamiento de la asignación por hijo. ¿Porque si
su concesión impulsa la carestía, porque se la implementó de esa
manera? Es evidente que la efectividad de esta iniciativa depende de su
complementación con férreos mecanismos de control de precios. Como el
gobierno no quiere enemistarse con los grandes capitalistas, otorga una
concesión social que se ve limitada en su alcance real ya que la
inflación, especialmente en el rubro alimentario, la ha licuado en un
50% en apenas seis meses.
Otros economistas
oficiales estiman que la inflación refleja la intensidad de las
negociaciones salariales entre trabajadores y patrones. Consideran que
los precios se recalientan, junto a las crecientes disputas por la
distribución del ingreso. Pero esta puja no es una confrontación
equitativa, sino una batalla desigual entre patrones que aumentan los
precios y trabajadores que solo negocian su salario.
Es
cierto que el rebrote de la inflación expresa estas tensiones, pero no
una mejora en la distribución del ingreso. Los precios suben porque los
empresarios buscan mantener sus beneficios en un escenario de
reactivación por causas externas (crecimiento de Brasil, alta cosecha,
elevados precios de las exportaciones) e internas (política oficial
contra-cíclica de sostenimiento del consumo). La inflación vuelve con
fuerza a medida que el PBI tiende a crecer por arriba del 4%.
En este contexto se profundiza la desigualdad en lugar de
acortarla. No existe ninguna redistribución significativa del ingreso,
al contrario, la brecha entre los más ricos y los más pobres tiende
ensancharse. La gravitación de los consumos de altos ingresos en los
últimos meses es un signo de esa polarización.
El
gobierno se despoja de toda responsabilidad por la inflación, pero desde
la reanudación de la remarcación de precios en el 2007, primero Néstor
Kirchner y luego Cristina Fernández no tomaron medidas efectivas que
contuvieran la dinámica inflacionaria, aún en las condiciones de atraso
del salario real. Se limitaron a implementar la tergiversación de los
índices de precios y a ponerlo a Moreno a hacer declaraciones contra los
empleados del INDEC. No existe una acción eficaz para desarmar las
subas de precios. El gobierno coexiste así con una inflación que aumenta
la pobreza y deteriora el salario, puesto que cualquier intervención
para corregir el problema lo pondría frente dos escenarios: el
congelamiento de las subas de precios o la política de shock que
propicia la derecha. Frente a esta indefinición, no tiene más remedio
que continuar administrando la situación.
Ausencia
de inversión reproductiva
Sólo existe una causa
que coadyuva a la inflación actual sobre la que hay coincidencia
general: la carencia de inversiones reproductivas. Los economistas de
todas las vertientes subrayan que los precios son también empujados
hacia arriba por una fuerte restricción de la oferta ante la
recomposición del nivel promedio de consumo de la población.
La
recuperación del 2003-07 se efectivizó a partir de una enorme capacidad
instalada ociosa y de un repunte de la inversión privada. Que sin
embargo no logró poner en pie el stock de capital industrial requerido
por el propio ciclo expansivo de la economía. Cuando se restauró la
demanda los nuevos pedidos de compra no obtuvieron respuesta de los
oferentes.
No es de extrañar entonces que la
causa de este desfasaje fuera el bajo nivel de la inversión privada.
Aunque tendió a subir en los últimos años se ubica muy lejos de lo
requerido por dos restricciones estructurales: ausencia de financiación
(los bancos prestan casi exclusivamente para consumo) y persistente fuga
de capitales (por el hábito burgués de proteger los ahorros fuera del
país). Esta tendencia fué potenciada por la recesión del año pasado,
generando una caída adicional del 15%.
El bache de
la inversión privada ha sido parcialmente compensado por su equivalente
del sector público (sobre todo mediante caminos, puentes, cloacas,
viviendas, escuelas), pero esta acción solo remontó los niveles de
subsuelo que prevalecieron durante los años ‘90. Con esa inyección de
fondos no se logra contrarrestar los problemas y se introducen nuevas
adversidades.
En lugar de inversiones genuinas el
Estado ha concedido subsidios a concesionarios privados en sectores
estratégicos. Esta conducta heredada del privatismo menemista no ha
cambiado. Una fabulosa masa de fondos públicos es destinada a
empresarios que administran el transporte, la energía, los aeropuertos o
la electricidad, sin ningún control de costos, ganancias, ni mejora en
los servicios (La decrépita situación de los ferrocarriles es la
evidencia más chocante de este despropósito).
Los
economistas del establishment convocan a “seducir a los empresarios”
con medidas que despierten su “confianza”, sin rememorar las nefastas
consecuencias que generó esta misma convocatoria durante los años ‘90.
Lo ocurrido recientemente con la carne desmiente cualquier
ilusión de remediar la estrechez de oferta con recetas de libre-mercado.
Durante los últimos años la provisión de este alimento básico quedó
sujeta a las decisiones de los ganaderos y los propietarios de tierra,
sin ninguna interferencia oficial. Pero como el cultivo de soja fue más
lucrativo que la crianza y engorde de animales, esta actividad perdió
13,5 millones de hectáreas y sufrió, sólo en el 2009 la liquidación de
tres millones de cabezas. Más allá de las remarcaciones que imponen los
supermercados y frigoríficos, que el gobierno intentó desesperadamente
restringir introduciendo límites a las exportaciones, la falta de carne
ilustra cómo el libre funcionamiento del mercado condujo a demoler la
ganadería. Estos mismos desastres genera el libreto neoliberal en
cualquier rama de la producción.
Por su parte, el
gobierno se propondría remontar la baja inversión con la ampliación de
los subsidios y la reconstitución del crédito de largo plazo. Pero como
no contempla nacionalizar los recursos básicos (energía, minería,
transporte) ni el sistema financiero, desestima los únicos instrumentos
efectivos para reindustrializar el país y superar los baches de la
oferta. La experiencia nos enseña que frente a la ausencia de vocación
inversora de los capitalistas solo el Estado puede asumir la tarea de
ampliar la capacidad productiva, y por lo tanto la oferta de bienes en
el país. Mientras se mantenga este bajo nivel de inversión privada sin
que el Estado se haga cargo en sectores directamente reproductivos, la
inflación por restricción de oferta continuará.
Conclusiones
y propuestas
Para los Economistas de Izquierda la
inflación actual no es un problema más de la economía argentina. Es en
este campo que se concentran todos los desequilibrios del modelo. La
carestía expresa la impunidad que mantienen los grandes capitalistas
para preservar sus ganancias, agravando los padecimientos del grueso de
la población. La suba de precios indica el agotamiento del período de
ganancias fáciles que siguió la mega-devaluación del 2002 e ilustra el
predominio de los grandes formadores de precios en condiciones de escasa
inversión.
Para nosotros la inflación no es un
problema que puedan resolver los expertos en un gabinete. Ningún
especialista que trabaje en este tema es neutral. Puede poner sus
conocimientos a disposición de los poderosos, del gobierno de turno o
del movimiento social. Para frenar la carestía y preservar el poder
adquisitivo de los ingresos populares, es necesario adoptar un conjunto
de medidas tendientes a la administración directa de los precios, pero
para ser efectivas estas medidas deben estar sostenidas por el
protagonismo y el control social.
Un paso previo
es la reconstitución de indicadores confiables. Los trabajadores y
técnicos del INDEC, que fueran desplazados por la actual intervención,
ya han elaborado propuestas tendientes a la gestación de un instituto de
estadísticas autónomo de los gobiernos. Economistas de Izquierda apoya y
se suma a estas iniciativas que de concretarse serán un avance
colocando al INDEC fuera de toda manipulación del Poder Ejecutivo.
Sin embargo una buena medición solo aportará termómetros
eficaces para remediar la enfermedad. Un punto de partida indispensable
es proteger el poder adquisitivo de los salarios y demás ingresos
populares. La implantación de la escala móvil de salarios y otros
ingresos (jubilaciones, pensiones, planes sociales), que permita el
ajuste automático según la inflación es nuestra propuesta. Para nosotros
esta indexación no recicla en forma inexorable la calesita de precios y
sueldos, esto solo sucede si los beneficios permanecen intocados. Para
nosotros si la principal causa de inflación es el alto nivel de la
rentabilidad empresaria la forma de proteger el salario y otros ingresos
es recortando las macro-ganancias de los capitalistas.
El
control directo de los precios, en las empresas formadoras que
controlan las cadenas de comercialización, es un complemento
indispensable de la escala móvil, tanto para los trabajadores informales
y precarizados, que no están cubiertos por negociaciones colectivas,
como para los desocupados y pauperizados. Para los Economistas de
Izquierda la implementación por el Estado de un sistema de precios
máximos de la canasta familiar solo será eficaz si convoca a la
participación directa de los consumidores. El fracaso de Moreno y sus
métodos nos exime de mayores justificaciones. Por el contrario un
ejemplo de la acción popular fue el freno que impusieron las protestas a
los aumentos de tarifas que el gobierno había convalidado en agosto del
2009.
Un control efectivo de los precios solo es
factible si conduce a verificar los costos. La única forma de saber cuál
es el valor que corresponde a un bien es conociendo cuánto cuesta
elaborarlo. Sobre esta contabilidad los capitalistas mantienen un
riguroso secreto, argumentan que no pueden compartir una información
vital ansiada por todos los competidores. Pero este supuesto viola los
códigos de transparencia que postulan los propios capitalistas. En
realidad los costos de producción se encubren para ocultar las
ganancias, que como hemos señalado constituyen el motor de la inflación.
Así como el control de precios requiere de la participación de los
consumidores la verificación de los costos de producción necesita de la
activa participación y control de los trabajadores para evitar la fuga
de capitales y la evasión impositiva, que obstruyen la reconstitución de
la inversión.
Para nosotros la lucha contra la
inflación no puede justificar techos salariales en las negociaciones
colectivas. Los trabajadores no deben ceder su legítimo derecho a
proteger su capacidad de compra y a recuperar niveles de ingreso
perdidos en las últimas décadas. Las reivindicaciones de “Salario igual a
la canasta familiar” o “82% móvil a las jubilaciones” tienen plena
vigencia y actualidad. Proteger los ingresos y luchar contra la
inflación forman parte de una misma política.
Para
EDI enfrentar la carestía es una batalla social, que debe encararse con
plena conciencia de sus alcances. En este sentido el control a imponer
debe ir acompañado de sanciones a para todos los empresarios que lo
transgredan. A tal efecto sigue vigente la vieja ley de abastecimiento,
que autoriza a multar, clausurar y llegado el caso, expropiar a
remarcadores y generadores de mercados negros.
En
un país exportador de alimentos, dónde los precios internos han estado
siempre directamente conectados a las cotizaciones internacionales,
resulta indispensable introducir el monopolio estatal del comercio
exterior. Para nosotros esta medida es vital para divorciar el precio
local de sus equivalentes internacionales.
Complementariamente
la eliminación del IVA a los artículos de la canasta familiar
permitiría una modificación de los precios relativos de directo impacto
sobre la capacidad de compra de los sectores populares. Así como el
establecimiento de Centros populares de distribución y comercialización,
que garanticen que los productos de primera necesidad con precios
máximos lleguen efectivamente a los sectores más necesitados.
Para quienes integramos Economistas de Izquierda la
contención de la suba de precios no se logrará con simples disposiciones
administrativas, más allá de la capacidad técnica y dedicación de
quienes las instrumenten. Para que éstas resulten exitosas es condición
ineludible que convoquen a la participación y movilización de los
principales afectados. Si se logra el objetivo con ese método, el país
comenzará a encontrar un sendero de nuevas soluciones para sus viejas
desventuras.
fuente, vìa:
http://www.argenpress.info/2010/05/argentina-por-que-rebrota-la-inflacion.html
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