El huracán de las
manifestaciones multitudinarias que inundaron las calles brasileñas en
junio escampó: lo que hay ahora son tormentas aisladas. En el rescoldo
del huracán aparece la soledad de Dilma Rousseff.
Presionada por todos lados, la presidenta enfrenta la corrosión de la
alianza, de unos 20 partidos, que teóricamente le permite la tan sonada
gobernabilidad. En esa alianza hay de todo, excepto una identidad común en términos ideológicos o programáticos. Se trata de un espacio de disputa de intereses menores, donde asoman las pequeñeces más mezquinas de la política rastrera. Entre el Partido de los Trabajadores (PT), de Lula da Silva y Dilma Rousseff, y el Partido de Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) hay un conglomerado de caciques regionales expertos en el chantaje político y exhibiciones desenfrenadas de un apetito formidable por cargos, puestos y presupuestos. Están la derecha más recalcitrante y algunos referentes de las sectas evangélicas electrónicas, con amplia penetración en la radio y la televisión, y los sobrevivientes del Partido Comunista de Brasil, que un día supo ser maoísta y ahora nadie logra saber exactamente qué es. Están los del Partido Socialista Brasileño (PSB), que presionan con la amenaza de lanzar candidato propio a la sucesión de la misma Rousseff, y están los de un partido recién creado, el Partido Social Democrata (PSD), cuyo líder, el ex alcalde de São Paulo, Gilberto Kassab, ha sido enfático:
No es un partido de derecha, ni de izquierda, ni de centro.
En medio de tal panorama, Dilma parece vagar en un laberinto intrincado, como suelen ser los buenos laberintos. Tiene nada menos que 39 ministerios, la cantidad necesaria para satisfacer el apetito de sus aliados. Resultado: un gabinete paquidérmico, ineficaz, absurdo. Hay, por ejemplo, un autonombrado pastor evangélico que no sabría diferenciar una sardina de un tiburón y que ocupa un surrealista Ministerio de la Pesca. Y muchos absurdos más.
Sorprendida por el huracán de manifestaciones, Dilma Rousseff trató de reaccionar con sensibilidad y contundencia a las demandas populares.
Estoy oyendo sus voces, aseguró, y presentó una propuesta de pactos a los partidos aliados y a los gobernadores estatales y alcaldes de las capitales, sin importar su afiliación partidaria, para buscar respuestas a los reclamos de mejores servicios públicos de salud, educación y transporte.
Igualmente se propuso a reforzar el combate a la corrupción y a realizar la tan mentada –y siempre postergada– reforma política que el país reclama a gritos.
A todo eso, una secuencia de sondeos y encuestas de opinión pública muestran que la popularidad de Dilma y la aprobación de su gobierno se desplomaron. Si hasta principios de junio su relección en la primera vuelta electoral parecía segura, hoy habría, inevitablemente, una segunda vuelta. Dilma aparece con 30 por ciento de la preferencia, seguida por la mesiánica Marina Silva, con 22 por ciento.
Es verdad que de aquí a octubre del año que viene aguas muchas pasarán por debajo del puente. El rechazo generalizado a la política y a los políticos, revelado en esos mismos sondeos y encuestas, podrá suavizarse de manera contundente. Pero queda al pairo una amenaza: a cada movimiento popular de rechazo a las instituciones políticas tradicionales suele abrirse un espacio para la aparición de alguna figura mesiánica, que aparente ser
lo nuevo, en contraste a
lo que está ahí. Marina Silva, que en las elecciones del 2010 obtuvo 20 millones de votos, parece diseñada a medida. Ambientalista en sus orígenes, se transformó en pastora evangélica fundamentalista. Ni siquiera tiene partido, pero logra movilizar a las clases medias más acomodadas.
Sin embargo, el verdadero fantasma para la candidatura de Dilma es su antecesor y mentor, Lula da Silva. Dentro del PT son nítidos los esfuerzos de corrientes que defienden que sea él, y no ella, quien se lance para asegurar la continuidad del partido en el gobierno. Las encuestas refuerzan ese movimiento: Lula tendría 41% de los votos y se elegiría en la primera vuelta de octubre del 2014. Hoy por hoy, parece ser el único nombre capaz de reagrupar, otra vez, una alianza, carente de coherencia pero coincidente en su mezquino apetito por el poder.
Lula insiste en que no será candidato, y que respalda integralmente a Dilma. Como dice un viejo dicho brasileño, quienes vivan, verán.
Foto Reuters
Vía:
http://www.jornada.unam.mx/2013/07/21/opinion/021a1pol
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