México.
Existe una andanada de intentos por restringir la participación de las
personas y pueblos en las decisiones medulares del país. La organización
social es mal vista por los gobiernos, y poco a poco se construyen
entramados legales que dejan al libre arbitrio de las autoridades la
“pertinencia” de las protestas sociales.
En
medio de reformas neoliberales, despojos de territorios y bienes
comunes, adelgazamiento de derechos sociales y falta de acceso a la
justicia, las personas y colectivos denuncian esta avalancha de
violaciones sistemáticas a sus derechos. En su mayoría, las
organizaciones sociales se visibilizan precisamente a través de
manifestaciones en el espacio público. La protesta social se configura
como un mecanismo que debe ser considerado por los gobiernos como
privilegiado para la resolución de los asuntos públicos. Es un indicador
del grado de descontento o exigencia que existe entre la población. Sin
embargo, pretenden eliminarla.
Si
aumentan las manifestaciones de protesta, es porque hay más demandas,
exigencias y desavenencias con un Estado que no cumple sus obligaciones
respecto a la realización de la justicia, la paz y la vida digna de las
personas y pueblos. Las protestas también son muestra de la crisis del
sistema representativo, y a través de éstas surgen nuevas formas de
participación política directa. Si se limitan las protestas, se coarta
la vida de los pueblos y se invisibilizan problemáticas que conocemos
por medio de ellas.
En México, en los
últimos meses entramos en un debate sobre manifestaciones y espacios
públicos. Los congresos federal y local iniciaron la aprobación de
legislaciones que limitan derechos asociados con la protesta social, por
ejemplo, los reconocidos en los artículos 13, 16 y 17 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos, y en los artículos 19, 21, 22 y 25 del
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
El
poder legislativo asume con estas nuevas propuestas de leyes la
restricción de derechos, y argumenta falsamente la protección de
personas a las que se les impiden derechos como el libre tránsito, la
protección de sus propiedades, o bien su derecho a la paz y el orden
público. Privilegian la protección de las instituciones políticas y
económicas antes que a las personas que se manifiestan. En realidad,
buscan acabar de tajo con el derecho fundamental a la protesta social.
Las
legislaturas pretenden, a través de estas argucias, consolidar un marco
regulatorio para las protestas e incluso usar la fuerza pública para
impedirlas. Si la parte administrativa del poder ejecutivo no puede
detener por la fuerza que las personas salgan a la calle a protestar,
entonces la legislación se endurece, y so pretexto del Estado de Derecho
y el orden público, se violentan derechos humanos.
Desde
2012, con el ascenso del nuevo gobierno federal, el país es testigo de
represiones violentas, detenciones arbitrarias, torturas y malos tratos
en contextos de manifestaciones públicas. La política del Estado, en
lugar de privilegiar las vías del diálogo y la negociación, invierte el
sentido de la fuerza pública y la impulsa hacia las personas titulares
de derechos: pone la yunta delante de los bueyes.
Después
de más de un año de este escenario, y ante la reprobación generalizada
de los actos violentos de cuerpos de seguridad, el Estado giró la
estrategia y llevó al campo de lo legal la posibilidad de reprimir el
disenso. Esto es una práctica recurrente en países donde la brutalidad
policial en protestas es evidenciada; el siguiente paso entonces es
legalizar esa represión: se promulgan leyes penales o administrativas
restrictivas de derechos, se penalizan los actos de organización social y
se estigmatizan como dañinos para la sociedad, se procesa como
delincuentes a activistas y líderes comunitarios, y en los procesos
judiciales se anula el debido proceso. Esto genera un artefacto usado
por el Estado que denominamos criminalización de la protesta social.
La
Organización de las Naciones Unidas (ONU) señaló, en repetidas
ocasiones, que el uso de la criminalización para inhibir la
participación política de las personas y pueblos hace imposible la
construcción de Estados democráticos. Los Estados tienen que concebir a
la protesta, organización y participación social como conductos para el
ejercicio de muchos otros derechos económicos, sociales, políticos y
civiles. Por ello, deben abstenerse de acallar las voces en las calles,
de lo contrario son, como ahora lo vemos, proclives al autoritarismo.
La
ONU estima que las protestas son una alternativa a la violencia, y un
medio principalísimo de expresión que atrae la atención hacia las
preocupaciones relativas a los asuntos públicos y el logro de cambios
favorables para la sociedad, por tanto, es obligación del Estado
respetar, promover y proteger la realización de este ejercicio entre la
población[1].
También es obligación
estatal atender el tema del género en las manifestaciones, pues existen
actos brutales contra mujeres por parte de los grupos de seguridad, que
por lo general repercuten en el ámbito sexual. Es decir, se les ataca
intencionada y selectivamente, y con ello se inhibe su participación en
espacios de debate público, porque ven amenazada mayormente su
integridad y seguridad personal en medio de protestas por el hecho de
ser mujeres.
Si existen amplios
consensos sobre la importancia de las protestas sociales para las
democracias, entonces ¿qué es lo que temen los malos gobiernos? ¿Por qué
se oponen a las manifestaciones públicas, sobre todo a las de índole
política? ¿Tienen miedo de perder poder, privilegios y comodidad? El
Estado está obsesionado por el control extremo no sólo en el espacio
público, sino también en el digital. Quienes gobiernan piensan que de
esta manera pueden mantenerse estables en el poder, y por ello no dudan
en generar políticas de vigilancia y control de la sociedad.
Diversas
organizaciones, movimientos y colectivos sociales emprendimos una
fuerte denuncia contra los intentos de limitar el derecho a la protesta.
Hacemos evidente que existe una tendencia a criminalizar a toda persona
o grupo que se presente en los espacios público y digital con reclamos
hacia los gobiernos. El Estado en su conjunto, mediante un engranaje
perverso de los órganos que le conforman, restringe los derechos de
personas que se expresan, defienden sus derechos y hacen uso legítimo de
mecanismos de exigencia de sus causas[2].
Este
tipo de regulaciones cobran sentido cuando vemos el clima político que
vive el país: existe un rechazo hacia la clase política y empresarial
que despoja a las comunidades y pueblos de sus bienes y sus derechos.
Los conflictos aumentan por las disputas entre comunidades y empresas
transnacionales. La falta de consulta y participación en las principales
decisiones del país, el clima de violencia incontenible y la lacerante
impunidad y corrupción en las instituciones hacen que la sociedad
levante la voz, intente transformar y cambiar el rumbo de la realidad de
México. Frente a ello, el Estado se erige como salvaguarda de los
intereses económicos que están en juego, y no titubea en aplicar el
“rigor de la ley” a quiénes osan “desestabilizar el país” y oponerse al
desarrollo.
Este Estado usa su
maquinaria para contener el descontento social por la fuerza y en
beneficio de enormes capitales nacionales o extranjeros. Es él quien
dicta las reglas del juego y dice quién es peligroso, violento y
contrario al “orden y progreso” del país. Este Estado ya no está
legitimado por el pueblo, sino por la fuerza, el miedo y la presión. A
este Estado nos enfrentamos, y lo denunciamos ahora como autoritario,
violento y contrario a los derechos de personas y pueblos. Sigamos
entonces protestando.
El autor es
colaborador del Centro de Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria
OP”, A.C. e integrante del Frente por la Libertad de Expresión y la
Protesta Social.
http://desinformemonos.org
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