En junio
pasado, el ingeniero Fermín Romero, responsable de la sanidad ambiental
de Panamá, anunció que su país propondría a las demás naciones
centroamericanas restringir el uso de los plaguicidas altamente tóxicos
en la agricultura a fin de tener una producción más limpia, libre de
sustancias tóxicas que afecten la salud pública y el medio ambiente y
permitan competir a escala internacional. La propuesta se presentaría en
las reuniones regionales de ministros de Agricultura. Romero aclaró que
su país no busca prohibir por completo el uso de esas sustancias, sino
regular su venta y utilización en el agro.
Aunque se desconoce la suerte de esa propuesta, cabe señalar su
importancia, pues los plaguicidas llevan muchas décadas reinando en el
sector agropecuario de Centroamérica. Según el ingeniero Fernando
Ramírez, del Instituto Regional de Estudios de Sustancias Tóxicas (IRET)
de Costa Rica, el uso de los agroquímicos se intensifica cada año en la
región y crece la dependencia de ellos. En paralelo, aumenta el número
de intoxicados (especialmente entre quienes los aplican) y los daños a
los recursos naturales, destacadamente al agua, el suelo y la
biodiversidad. El investigador advierte que en esta región se utiliza
tres veces más plaguicidas que el promedio mundial, en parte porque se
incrementaron las extensiones sembradas con ciertos productos de demanda
internacional, destacadamente azúcar, plátano y café.
Buen número de esas fórmulas son muy tóxicas y dañinas para los seres
vivos. Un ejemplo son los miles de campesinos y sus familias afectadas
por el Nemagón, esparcido durante décadas en las plantaciones de
plátano. Vicente Boix muestra ampliamente lo que pasó en Nicaragua en su
libro El parque de las hamacas. En él recoge el testimonio de
las familias afectadas y su lucha frontal contra las trasnacionales que
elaboraban ese compuesto químico (y otro, Fumazone) a fin de que los
indemnizaran por las muertes y las enfermedades que causaron. Se trata
de Dow Chemical, Occidental Chemical Corporation y Shell Oil Company. A
su vez, las compañías Castle, Chiquita Brands, Dole Food Company Inc y
Standard Fruit Company los usaban en sus plantaciones sabiendo que
producían esterilidad, ceguera y cáncer en los seres humanos, así como
trastornos en el sistema nervioso, pérdida del cabello, quemaduras de la
piel, impotencia sexual y malformaciones genéticas en los recién
nacidos. Además de que sus efectos pueden pasar de una generación a
otra.
Las compañías productoras de agroquímicos y las bananeras
(todas estadunidenses) se confabularon para enfrentar la oposición a sus
prácticas criminales. En Honduras pistoleros no identificados
asesinaron en 1998 a Medardo Varela, líder de una organización defensora
de los derechos laborales y humanos de los afectados por aplicar
plaguicidas en las plantaciones de plátano de las trasnacionales Castle y
Chiquita. Junto con Varela también fue ultimado su hijo Wilmer. Esos
crímenes quedaron impunes. Una larga y tortuosa batalla legal logró ya
que se indemnice a una parte de los afectados nicaragüenses, suerte que
no han tenido los hondureños y los campesinos de los demás países de la
región, también perjudicados por los agroquímicos.
A fines del año pasado las organizaciones ambientalistas y los
estudiosos de la salud pública recibieron informes según los cuales los
plaguicidas eran la causa de problemas renales crónicos entre los
trabajadores agrícolas del sur de México y Centroamérica, sometidos a
condiciones de trabajo extremo, especialmente en las plantaciones de
caña de azúcar, algodón y plátano. Los informes, a los que se agregó un
amplio reportaje de José Meléndez publicado en el diario El País,
dieron pie a la controversia: mientras los especialistas señalan a los
plaguicidas como los causantes de los problemas, algunos funcionarios
los atribuyen a las altas temperaturas y a las condiciones desfavorables
en que trabajan los jornaleros. Por lo que toca a México, es necesario
que las instancias oficiales de salud y del ambiente informen con
veracidad sobre lo que ocurre con los plaguicidas en, por ejemplo, las
áreas agrícolas de Chiapas y Tabasco.
Fuente,vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2012/02/06/opinion/020a1pol
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