El lenguaje de
los enfermos es diferente. Escucharlo es un privilegio. Hace ya muchos
años, el finado Fernando Benítez me aconsejó anotar en un cuaderno
fragmentos de esas conversaciones. La mayoría son ideas
aisladas:
a partir de mi enfermedad observo lo que antes era transparente; “cuando me dijeron, ‘tiene cáncer diseminado’, descubrí que es posible mirar detrás del sol”; otras veces, los enfermos construyen su narrativa con el fin de aminorar el dolor de la caída. Escribir a partir de esa escucha es también privilegio. Comparto, en los párrafos siguientes, algunos fragmentos de esa narrativa.
Cuando se aproxima el final, el mundo cambia, adquiere tonos
inéditos, requiere otras lecturas. Se escribe con otras palabras, se
habla de cosas diferentes, la mayoría, relacionadas con el cuerpo
enfermo. El dolor arranca fragmentos de la persona y la aparta del
torrente de la vida. Sólo cuando se experimenta se sabe cuán profundo
cava el dolor y cuánto misterio y temor se respira en la antesala de la
muerte.
El vacío se convierte en un espacio incomprensible. Después del
primer vacío hay otro. Y después otros. Uno piensa que el vacío es
absoluto. No es así. O al menos no lo es cuando la enfermedad es la
responsable del vacío. No hay como aminorarlo. Los amigos, la familia y
el cariño ayudan. No bastan, ayudan. Los huecos siempre tienen pisos más
profundos, imposibles, lejanos; huecos innominados, infinitos.
El infinito deja de ser infinito. Hay algo más. Algo más lejano. Algo
imposible de imaginar. Las percepciones cambian. Quejarse no sirve.
Acercarse a uno mismo y hablar del previsible final mitiga un poco el
dolor, pero también lo alimenta. No es una paradoja ni una
contradicción. Se desea entender pero no se consigue. Se pretende
dignificar el final, pero se ignora cómo. Se quiere comprender que lo
siguiente, dolores, vómitos, sondas, indignidad y las noches
interminables, será peor –te lo dice la vida, te lo explican los días–,
pero no es fácil; sepultar la esperanza es lo último. La esperanza
muerta penetra los últimos resquicios; después, nada.
Si se tienen agallas y se acepta el final es mejor; hablas con la
muerte y elaboras, aunque sea poco, la despedida. Decir adiós con
entereza es el culmen del diálogo entre quien muere y los que se quedan.
¿Es eso factible?, ¿se puede?, ¿es posible lograrlo? Quisiera decir sí y
coger la pluma, dejar un legado y abrazar todo y a todos. Por ahora no
puedo. Acercarse al final duele demasiado.
El adiós, el último adiós, no es dolor. Es algo diferente,
complejo e indescifrable. El último adiós es algo más que una palabra.
Es aceptar que después del adiós todo acaba, todo es pasado. La muerte
espera. Lo escribes, lo vives, lo tejes; odias, te odias. Te dices,
has trabajado tu muerte. Has escrito sobre la dignidad del final y has convivido y acompañado a algunos amigos hasta las puertas de la muerte. Has escrito sobre el duelo y acerca de la eutanasia. Lo recuerdas y te sumes en tu noche. Hoy todo difiere: hoy eres tú quien escribe. Tú frente a ti, tú sin ti. Y te dices, siempre te dices,
la gran afrenta de la vida no es la muerte, es la forma en que se muere. Ahí me encuentro. Descifrando la afrenta. Buscando las palabras precisas para transitar de la realidad de saber acerca de la muerte a la realidad de morir.
Buscas ser congruente, fuerte, íntegro. No es fácil. Morir es una
especie de castigo, un exabrupto de la naturaleza. Quieres ser fuerte,
pero no lo logras. ¿Qué sucede?, ¿dónde yo? Tu vida y la vida ya no son
tuyas. La muerte aguarda. Lo escribes lo vives lo tejes lo respiras lo
ves lo escuchas lo sientes lo tocas (te toca) lo padeces, pero no. Los
destejes lo desvives lo desescribes, pero no. La congruencia te
abandona. Te duele saber que ya no sabrás. Te duele entenderlo: no verás
las cosas que te gustaban ver, ni escucharás, nunca más, del mundo.
Las sarracinas con el mundo, y contigo mismo, deben olvidarse.
Escarbar adentro, llorar, intentar paliar los dolores y compartir los
remordimientos es bueno. Cuando la vida ya no es de uno la esperanza se
pierde. Debo ser fuerte. Decir y decirme adiós; ignoro cómo hacerlo,
pero debo hacerlo. Preterirse es imposible. A nada conduce. Te quedas
con tu dolor y se lo impregnas a quienes te quieren. Las despedidas
largas y llenas de tristeza, los finales prolongados, las heridas no
habladas y las palabras no expresadas producen mucho sufrimiento en los
deudos. En ocasiones es imposible paliarlo. Hablar y contar es buen
remedio. Sirve un poco, un poco, frente al final, es mucho. Contar la
vida desde el dolor y elaborar el adiós desde el luto atemperan el vacío
y atenúan los sinsabores de la despedida.
Significar la enfermedad y la muerte no cura, pero sí ayuda.
Fuente, vìa :
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