En año y medio de gestión, el actual gobierno intensificó aplicación de
Ley Antiterrorista, potenció el “caso bombas”, siguió con el “caso
correos”, lanzó el proyecto anti-tomas y ahora sacó el plan Denuncia
Seguro. Una serie de episodios que priorizan políticas de seguridad
pública, orden y autoridad como sello de esta administración.
El ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, dio a conocer el número
telefónico 600-400-01-01 para que cualquier ciudadano llame,
anónimamente, para denunciar un delito. El funcionario precisó que “el
Gobierno no puede tener un carabinero en cada esquina, pero sí existe un
ciudadano honesto en cada esquina que está dispuesto a entregar la
información para combatir el delito”.
Se trata del plan Denuncia Seguro, otro de los instrumentos creados
durante el Gobierno de Sebastián Piñera para encarar la delincuencia.
Esta vez, recurriendo a que los civiles “honestos” realicen actividades
de información para apoyar directamente a las policías.
Doctrinariamente va en la línea de lo aprendido por personeros de la
derecha en sus contactos con el gobierno de Colombia, básicamente a
través de la Política de Seguridad Democrática (PSD), que establece el
uso de “redes de cooperantes”, delación compensada y “soldados
campesinos” (civiles rurales que ayudan a uniformados), todo destinado a
vincular a la población en tareas de “combate a la delincuencia y el
terrorismo”. En ese esquema se instala Denuncia Seguro.
Un plan que llegó una semana después de que Piñera y Hinzpeter
presentaran el proyecto de ley antidisturbios que tipifica como delitos
las tomas de recintos públicos y privados, el corte de calles, la
interrupción de servicios públicos, saqueos, aumentando las penas a
quienes los cometan. Medida anunciada por el Gobierno en respuesta a
exigencias provenientes de su sector político en cuanto a dar señales de
autoridad y orden. Salir al paso de los “encapuchados” y los desmanes
se convirtió en una batalla para la autoridad, sin dejar de ligar los
hechos violentos a las marchas estudiantiles.
En esos días, un Juzgado de Garantía dictó el sobreseimiento de un
grupo de jóvenes acusados por el Ministerio del Interior y un ex fiscal
que ahora labora en esa dependencia, de actividades terroristas y
violentas, en lo que se conoció como el “caso bombas”. Episodio
instalado con mucha vehemencia a través de medios de comunicación,
llamativos operativos policiales, allanamientos y detenciones masivas,
encarcelamientos en la Cárcel de Alta Seguridad y con la convicción de
que en Chile se estaba desarrollando una guerra contra terroristas, que
el Gobierno y cierta prensa asoció a anarquistas y okupas.
Eran tiempos en que desde Interior, con Hinzpeter a la cabeza, se
promovía la idea de un “incipiente terrorismo interno” y se
desarrollaban episodios como el del paquistaní Saif Ur Rheman Khan que
habría penetrado la embajada estadounidense con rastros de explosivos y
que podría ser parte de esas redes terroristas mundiales que se
estarían, ahora, instalando en territorio chileno. El Gobierno ponía así
al país en la lista de países en guerra directa contra el terrorismo
internacional. A parte de compartir la tesis de George W. Bush sobre la
amenaza mundial de la subversión.
En tanto, la administración se Piñera no bajaba la guardia en el
combate a “violentistas” y “terroristas” en la zona sur del país,
aplicando la Ley Antiterrorista en contra de comuneros mapuches y
reforzando los contingentes policiales en comunidades de pueblos
originarios. Se difundía la idea de que “extremistas” y “terroristas” se
infiltraban en organizaciones mapuches y se declaraba la guerra a
quienes atacaban fundos, casonas, tierras y propiedad privada de
empresarios forestales y agrícolas. Los indígenas quedaban en el centro
de políticas de seguridad pública, orden policial y batalla contra el
terrorismo.
En medio de esas situaciones, parecía apagado –aparentemente- el
“caso correos”, ampliamente promovido por Piñera, Hinzpeter y otros
personeros del Gobierno y de Renovación Nacional (RN), construido a
partir de supuestos mensajes electrónicos que ligaban a chilenos con la
guerrilla colombiana y, en esa línea, demostraban, en teoría, que había
una penetración violentista en Chile. Las supuestas ligas de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias, Ejército del Pueblo (FARC-EP) con
organizaciones y personas en Chile, se convirtió en bandera mediática,
jurídica, diplomática y política de Piñera y de sus aliados colombianos
Álvaro Uribe y José Manuel Santos. Era la guerra supranacional contra
los terroristas y los subversivos.
Cuando llevaban poco en el Gobierno, Sebastián Piñera y Rodrigo
Hinzpeter, en un hecho inédito, visitaron el cuartel de Fuerzas
Especiales de Carabineros para alentar a ese grupo antimotines
precisamente cuando preparaban pertrechos y condiciones para salir a la
calle a encarar el Día del Joven Combatiente.
Respaldo que se comprobó cuando el Ejecutivo avaló el que un avión de
la Fuerza Aérea de Chile (FACH) transportara vehículos policiales y
carabineros para reprimir la huelga de trabajadores subcontratados en la
mina Collahuasi.
Ya en la cuenta del 21 de mayo el Mandatario habló de “los
violentistas” y selló en su vocabulario mediático la palabra
“encapuchados” como símbolo de lo que se busca combatir, como lo fueron
los “extremistas” en tiempos dictatoriales. Hinzpeter habló del impacto
“en la mayoría de los chilenos” por los desordenes y extremó las cosas
enrostrando que quienes se oponen a las medidas de La Moneda, lo que
quieren es que en Chile “gobiernen los saqueadores”. El vocero de
Gobierno, Andrés Chadwick, estableció que la organización de los
estudiantes universitarios chilenos fue copada por “ultras,
intransigentes e ideologizados” y que ello traerá “la agitación”, en la
connotación violenta de la palabra.
Todos sucesos ocurridos en año y medio de la administración de
Piñera. Todos hechos configurados en el esquema de privilegiar la
seguridad y el orden público y potenciar las acciones policiales y
judiciales represivas y criminalizadoras de sectores sociales.
Comentando las medidas y posturas de la administración piñerista, el
teólogo Álvaro Ramis indicó que “lo que el Gobierno buscaría es
visibilizar a un nuevo enemigo interno, de carácter terrorista”.
Los “enemigos” serían mapuches, anarquistas, comunistas, periodistas,
estudiantes, pobladores, okupas, jóvenes, todos metidos en el catálogo
de “terroristas”, “subversivos”, “violentistas”, “encapuchados”,
“ultras”, etc.
El diputado Hugo Gutiérrez señaló que las medidas y acciones del
Gobierno “evidencia que se quiere atemorizar a quienes participen en
manifestaciones sociales y se quiere criminalizar la protesta y el
reclamo de derechos”, como ocurre con los estudiantes, trabajadores e
indígenas.
Lorena Fríes, directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos,
escribió que “este proceso de criminalización ha instaurado un marco
político que se ha traducido en la política de securitización
de los problemas de naturaleza económica, social y política, los que a
partir de estas nuevas tendencias son tratados por los Estados como
cuestiones de seguridad que se ha traducido en la aplicación de leyes de
excepción, tales como la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley
Antiterrorista”.
A todo aquello se agregan análisis públicos que señalan que en el
Ejecutivo existe la convicción de que las políticas de fuerza,
represivas y de orden y seguridad le reditúan electoralmente y puede
tener un efecto positivo en los sondeos. De partida, el “voto duro” de
la derecha se cuida y se potencia con estas medidas de autoridad.
No habría duda entonces que para el Gobierno de Piñera es central
reforzar una línea de seguridad pública y medidas represivas que, de
paso, podría convertirse en uno de sus sellos e impronta, en una
administración que por momentos parece sin agenda.
Fuente, vìa :
http://radio.uchile.cl/noticias/126135/
http://radio.uchile.cl/noticias/126135/
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