domingo, 14 de marzo de 2010

Mil 200 noodles: la deportación de niños no judíos de Israel Rolando Gómez



Niños de indocumentados africanos esperando la deportación por autoridades israelíes. Foto: AFP
Imagino q ue vieron la recientemente estrenad a película israelí Noodle , cuyo título en español es El pequeño tallarín. Se trata del relato de una sobrecargo israelí que contrata a una mucama china –inmigrante ilegal– y ésta va a limpiar su casa en compañía de su hijo de unos ocho años. Pero la mucama china es detenida por policías de inmigración israelíes y deportada, dejando al niño en casa de su empleadora. El resto de la historia, contada con algo de humor y enfoque humanitario, narra las vicisitudes de la sobrecargo para ayudar al niño, a quien cariñosamente apoda Noodle (fideo chino). La película tiene mucho de holywoodesco, incluyendo el happy end : la sobrecargo contrabandea a Noodle en una maleta, violando normas elementales de seguridad aérea (algo totalmente inconcebible en Israel) y consigue llevar al niño de regreso a China a reunirse con su madre.
Pero no es un comentario de película lo que quería hacer, sino comentar un editorial publicado en el diario israelí Haaretz ( El País ) con fecha del 14 de octubre pasado, titulado “Niños de rehenes” sobre el verdadero drama subyacente en la historia de esta película: la realidad de los niños de los “trabajadores foráneos” no judíos en Israel.
El editorial comenta que un comité ministerial del gobierno israelí decidió postergar “por razones humanitarias” la deportación de mil 200 niños nacidos en Israel, pero de inmigrantes extranjeros no judíos, hasta la finalización del año escolar, y denuncia la crueldad y el cinismo de tal decisión “humanitaria”. Se trata de niños que ya se habían integrado al sistema educativo y cuyo único idioma en muchos casos es el hebreo.
El caso ha generado afortunadamente una fuerte reacción por parte de sectores progresistas en Israel, incluyendo manifestaciones de varios cientos de personas en Tel Aviv. Figuras prominentes de la política y del periodismo israelí han expresado con mayor o menor énfasis su repudio a esta política inhumana.
Todos esos esfuerzos están condenados a un lamentable fracaso.
Es que el ministro del interior de Israel, Eli Ishai, quien se parece a una especie de Torquemada judío por el carácter teocrático oscurantista, racista y xenófobo de sus posturas, ya ha sellado la sentencia de esos niños en una frase lapidaria: “Se trata de un fenómeno [el nacimiento de niños de trabajadores no judíos en Israel] que amenaza a la totalidad de la empresa sionista.”
La lógica de esta frase es una lógica de hierro. Israel no cuenta –a diferencia de la absoluta mayoría de los países modernos y civilizados– con una legislación de nacionalidad Jus soli : estos niños, aunque hayan nacido en suelo israelí, no pueden ser automáticamente nacionales, simplemente porque no son judíos.
Aunque las cifras oficiales reconocen el número de habitantes residentes legales clasificados como “otros” (ni judíos ni árabes) en 320 mil habitantes, este número es en realidad mucho mayor, cercano tal vez a cuatrocientos mil.
Esta cifra representa aproximadamente un 5.2 % de la población total de Israel, un 6.8 a un 7.0 % del total de la población judía, y un increíble 25 % –¡un cuarto!– de la población nativa árabe.
Para ponerlo en otra perspectiva interesante: el número actual de “trabajadores foráneos” en Israel su-pera en cinco veces el número de judíos residentes en Israel en 1914, y representa la mitad de la totalidad de la población israelí en 1948, año de la creación del Estado de Israel, hace apenas sesenta y un años.
El incremento de la población foránea no judía en Israel se comenzó a producir en la década de los ochenta, coincidente con la integración plena del capitalismo Israelí al “concierto de las naciones” capitalistas semidesarrolladas, el agotamiento de los procesos masivos de inmigración sionista, y el estallido del primer despertar histórico de las masas árabes palestinas, quienes, incluso a expensas de su propia dirección política militarista y/o fundamentalista, protagonizaron la primera Intifada (“sacudida”, 1987-1993).
Hoy en día esa población proviene de una variedad de países: Filipinas, China, Sri Lanka, Tailandia, Sudán, Eritrea, Egipto, India, Nepal, Rumania, Rusia, Polonia, Ucrania y Colombia. Todos ellos países en donde se produjo una debacle social, política y/o militar de envergadura, o donde el capitalismo neoliberal ha empujado a su propia población a condiciones paupérrimas y ha generado un campesinado y un proletariado totalmente desclasados, ávido de emigrar.

Solicitantes de asilo africanos participando en una cadena humana en Tel Aviv. Foto: Keren Manor
Esta mano de obra barata se ocupa de actividades no productivas, tales como servicio doméstico, cuidado de ancianos y enfermos, limpieza pública, servicio de restaurantes y hoteles, etcétera, pero por supuesto no deja de emplearse masivamente y en primer lugar en actividades productivas, directamente de reemplazo del proletariado y campesinado locales, sobre todo en la producción agrícola.
Este reemplazo de la mano de obra nativa por mano de obra foránea no es un fenómeno nuevo del colonialismo sionista, sino que es en realidad su principal característica.
La historia de los procesos coloniales se ha caracterizado por la conquista de territorios y mercados en donde la población local fue sometida al rol de clase oprimida, productora de bienes y plusvalía para el opresor colonial, y la fuerza de trabajo de esa clase oprimida convertida en mercancía de bajo costo. La Israel sionista es distinta: la base del colonialismo sionista es el desplazamiento de la población nativa sobre parámetros teocráticos y raciales, y el establecimiento de una sociedad basada en apartheid , cuya economía social se ha venido desarrollando a lo largo de la segunda mitad del siglo xx sobre la base de contribuciones económicas supranacionales y el apoyo de las principales potencias imperialistas occidentales.
Con el advenimiento del sionismo arribaron a Palestina los primeros colonos judíos europeos, que en su mayoría eran de extracción pequeñoburguesa. Éstos trajeron consigo una ideología sionista “de izquierda” y consiguieron el desplazamiento del campesinado y proletariado locales en un proceso peculiar de productivización de sí mismos como clase . Así se desarrolla en Palestina a comienzos de siglo xx una sociedad judía autónoma, dotada de una clase obrera propia y de una burguesía embrionaria, mezclando en un conjunto nacional homogéneo a los colonos sionistas venidos de Europa con la escasa población autóctona judía.
Lo que no estaba en los planes de esos jalutzím (pioneros), es que la consolidación del proyecto del Estado de los Judíos traería como consecuencia la cimentación del despertar nacional de la población local árabe, y terminaría generando uno de los conflictos nacionales más graves y sangrientos de la historia contemporánea.
Bajo los gobiernos laboristas de Israel se produjeron sucesivas olas de inmigración judía. Sobre todo la inmigración de judíos de países árabes, que aunque fue convenientemente disfrazada por la propaganda sionista como un “retorno a casa”, fueron en realidad diseñadas para suministrar la mano de obra barata para el incipiente capitalismo israelí, antes que tener que echar mano de la fuerza de trabajo de la población árabe.
Pero en la última parte del siglo xx y el comienzo del siglo xxi ese combustible barato se acabó. La inmigración m asiva se extinguió y los hijos de eso s inmigrantes árabes judíos se integraron casi totalmente al sistema capitalista colonial israelí, subiendo en cierta medida el escalafón social. Aunque hubo recientemente un renovado intento de traer fuerza de trabajo barata sionista con otro “rescate” (esta vez d e grupos tribales judíos de Etiopia), y aunque la debacle de la urss produjo una migración masiva de judíos rusos a Israel, la realidad es que la maquinaria capitalista de la empresa sionista se vio finalmente obligada a abrir sus puertas a los “trabajadores foráneos” en grandes cantidades, y el resultado inevitable es la tragedia social de nuestros mil 200 noodles .
El señor Ishai tiene entonces razón: si esos trabajadores foráneos siguen procreando hijos en el territorio de Israel, la base misma –teocrática, racista y elitista– del Estado Sionista se puede ver seriamente amenazada por un simple factor demográfico.
La suerte de esos mil 200 niños está echada; el tema de la deportación de niños no judíos de Israel va a continuar siendo una tragedia humanitaria, mientras no exista un proceso a largo plazo de real democratización del Estado de Israel, que sin duda alguna tiene que pasar por el abandono del sionismo.
El intelectual israelí Abraham Burg, quien nació en una “cuna de oro sionista” (es hijo del fallecido Josef Burg, jefe del Partido Nacional Religioso de Israel), y ha desarrollado una posición política antisionista muy particular, dijo lo siguiente en una entrevista al diario londinense The Independent :
Para mí, el sionismo fue el andamio que le permitió al pueblo judío pasar de la realidad exílica anterior a la responsabilidad soberana. Los sionistas tuvieron éxito por parti da doble: tenemos soberanía, y además el exilio fue redimido y se transformó en “diáspora” –política, cultural y económicamente. Nunca antes tuvimos los judíos tanta influencia sobre tantas superpotencias alrededor del mundo, y tenemos hoy una increíble soberanía, más fuerte que la del Rey David. ¿No es entonces ya hora de que saquemos ese andamio y veamos la belleza del edificio?
Mucho me temo que si efectivamente sacamos el andamio, lo que veremos en la fachada de ese edificio es una mueca espantosa, tal como si develáramos el retrato de Dorian Gray.
fuente, via, tomado de :

http://www.jornada.unam.mx/2010/03/14/sem-rolando.html

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