Ilustración de Juan Martín Boné
La música:
usos y abusos
usos y abusos
Alonso Arreola
“Muchos que no son músicos están haciendo música.” Palabras del productor Nick Raskulinecz en el celebrado documental Sound City
(2013), de Dave Grohl, líder de la banda Foo Fighters y otrora
baterista de Nirvana. El comentario se refiere a un creciente abuso
contra nuestros oídos, golpeados por el uso incontrolado de la
tecnología digital. Inspirados en ello, en las siguientes líneas nos
referiremos a las mutaciones que las herramientas electrónicas han
provocado, en manos amateurs, al combinar promiscuamente toda
clase de géneros y geografías en licuados sin valor nutrimental. Es
decir que, más allá de la vena comercial bien hecha (muchas veces
artística), y más allá de aquella concebida bajo las leyes del mainstream
(muchas veces de baja calidad), ha nacido otra, probadamente enajenante
y redituable, diseñada por una clase de “compositores” diferente. Es
la del sonidito.
Desde luego –lo aclaramos de inicio– no postulamos
que las obras sonoras deban reservarse para momentos espirituales, de
reflexión, aprendizaje o autoconocimiento, ni pretendemos señalar los
estilos que deberían predominar. Igualmente, sería absurdo negar la
existencia de creadores notables que en todos los rincones de la Tierra
dejan huellas de valiosa profundidad. Sólo intentamos subrayar el
fortalecimiento de una vía por la que transitan ocurrencias variopintas
que tristemente, debido a los usos de los consumidores y a los abusos
de quienes las amplifican, están ocupando un lugar trascendente en la
comunicación global.
Regresando a las palabras de Raskulinecz, podemos
decir que por el afortunado abaratamiento de la tecnología hay
demasiados “autores espontáneos” (gente que hace beats, ritmos
básicos) sin conocimientos teóricos de armonía, sin técnica en un
instrumento, sin adscripciones a corrientes estéticas, sin un compromiso
con el objeto de su naciente oficio, pero que eso sí, propician
inimaginables comportamientos en las masas de las que forman parte.
Ejemplos sobran. Recuerde el lector cuatro objetos aéreos recientes que
inundaron la radio, internet, televisión y celulares con una
virulencia inaudita: “Pa Panamericano” (Yolanda Be Cool, 2010), “Harlem
Shake” (Baauer, 2012), “Gangnam Style” (Psy, 2013) y la mexicana “El
sonidito” (Hechizeros Band, 2008). ¿Le parece excesivo que caigamos en
semejante colección dentro de nuestro suplemento? Lo sentimos. Aunque
el trago sepa amargo, deseamos compartir una característica que se
repite en esos y otros cientos de temas que han fascinado al mundo
últimamente. Sí, hablamos del “ruidito”, del “sonidito”. Algo que se
sitúa muy por debajo de antiguos bodrios como “La Macarena” o “No
rompas más (mi pobre corazón)”.
Por las vías del sonidito
Algunos le dicen sonsonete, otros lo confunden con
una percusión, otros lo llaman zumbido (la mayoría no lo nota), pero
nada lo define mejor que, ya lo dijimos: el sonidito. Se trata
de un elemento casi siempre electrónico, agudo, persistente, que cual
mosquito pica en el momento del clímax. Normalmente es una protomelodía
que, tras un silencio teatral o una caída del volumen, se explaya
burlonamente desde la cresta del bloque principal. ¿Cuántos se percatan
de su presencia? Pocos. ¿Cuántos sienten el efecto de su toxina?
Todos.
Nunca habíamos estado tan expuestos al fraude
sónico por la falta de filtros. Hoy cualquiera escribe, da noticias o
conduce un programa de radio o TV por la red y contribuye a expandir el suceso. La crítica del pop
es una actividad en extinción (la crítica profesional en general). Hay
menos gente preparada para oponerse al embate de proyectos que sin
valer la pena establecen nuevos parámetros. Y no es cuestión de gustos.
Ya hablaremos de ello. Se trata de lo bien hecho contra lo mal hecho.
Algo claro hace seis décadas, cuando Alan Freed sentaba las bases del
negocio del rock and roll en Estados Unidos. Entonces, incluso con el nacimiento de costumbres tan terribles como la payola
(“pagar por la rockola”), los conjuntos debían mostrar calidad debido
al involucramiento de programadores, sellos discográficos, manejadores,
productores, tiendas y, claro, audiencias más exigentes. Poco a poco
todo fue adelgazándose en pos del negocio y de consumidores
independientes, es cierto, pero lo que hoy escuchamos en contextos de
mayor eco es de una pobreza alarmante. Son los mismos melómanos los que
están sembrando y cocinando lo que escuchan.
Nos referimos a simples y bobos amasijos de ritmos
en un estado que ni siquiera podemos llamar primitivo, pero que visten a
la mona de seda. Se trata de una renuncia, por inopia o conveniencia,
de todo aquello que hace que una canción presente sustancia en su
entramado. Son piezas hechas exclusivamente con fines utilitarios, sin
interés por su filigrana interna. Hablamos de una vía que ya no
requiere de lo más esencial: del músico. Es una suerte de clonación
imitativa casi siempre hecha frente a un monitor, que no precisa ni de
“sexo” ni de “parto” alguno. Se programa y sucede. En tal contexto, no
es músico quien le da sostén. Lo decimos sin nostalgia.
Vayamos a un ejemplo gastronómico. Todos podemos
preparar algo de comer, pero ello no nos hace cocineros entrenados. El
problema es que si en una reunión los invitados sienten hambre y no
pueden encontrar algo de mejor calidad, verán en los peores bocadillos
un manjar. De pronto serán tantos los convidados –los marginados– que
esas recetas pasarán como una curiosidad cultural y llegarán a los
restaurantes. Allí, muchos hipócritas o tontos las celebrarán
concediéndoles valores que ni tienen ni pretendieron tener. Claro,
quien las cocina rápidamente se sentirá como una celebridad. Eso está
pasando en el mundo de la música. Nos hemos acostumbrado a la idea de
que “cualquiera” –así lo dice la gente– pueda utilizar programas,
interfases y controladores para hacer canciones. Sí, con esos utensilios
y bártulos se pueden preparar sándwiches sónicos, pero parafraseando
al productor y músico ganador del Oscar, Trent Reznor, aunque haya más
canciones que nunca, no se ha elevado el nivel de las mismas sino todo
lo contrario. O sea que la gente está alimentándose peor. Eso pasa
cuando fabricamos pobreza.
Por otro lado, en este nuevo camino sonoro la
soledad de quien “compone” no es un obstáculo. Es un beneficio práctico
aprendido de los DJ’S, pues no se ha de
detener la creación negociando con otras personas, perdiendo el
preciado tiempo en que se puede duplicar la producción. Si ya se ha
eliminado la figura del compositor tradicional, mucho menos problema
será acabar con la asociación entre músicos, entre instrumentistas que
complementen y den balance a un espectro de tímbricas y tesituras
originales. ¿Para qué convivir con ellos si se pueden robar
ingredientes en internet y luego crear un pastel “propio”? Productores
como Will.I.Am (Black Eyed Peas), acusado de plagio, han reemplazado a ejecutantes y arreglistas con máquinas que endiosan al entertainer.
Con esta tendencia se empobrece la interacción entre músicos –errores
incluidos–, pero sobre todo los encuentros cara a cara que antes eran
fundamentales para darle vida a un tema, a un estudio de grabación, a un
escenario, a un movimiento.
La suma de la barbarie
Volviendo a esos frutos etéreos de la tercera vía,
preguntamos: ¿el marco social en que se inscriben justifica y da valía a
su existencia? La explica, desde luego, pero no le otorga estatura
artística. Son reflejos momentáneos, incomparables con el repertorio que
lentificadamente da a luz un pueblo a lo largo del tiempo. He allí otra de las grandes trampas del sonidito:
más allá de que sus videos cuenten con cientos de millones de vistas
en Youtube y de que representen una “conexión” insoslayable entre la
gente que puebla la Tierra (moda, pasos de baile, versiones de
usuarios), siguen siendo pésimas estructuras que apenas cumplen los
requerimientos para ser llamadas música. Podríamos sumar atrocidades
como las de Pitbul, LMFAO y muchos más del
terreno anglosajón, pero incluso ellos suelen ser superiores al
revoltijo de quienes hablaremos ahora: 3Ball y Pablito Mix, jóvenes
mexicanos sin maldad, propulsados por la suma de barbaries.
Foto: Amal Lad |
Originalmente nacido como Tribal Monterrey, el colectivo 3Ball está constituido por tres jóvenes DJ’S: Erick Rincón, DJ
Otto y Sheeqo Beat. Ídolos para los “botudos” de Matehuala en San Luis
Potosí, así como para una gran cantidad de seguidores en el norte de
México y sur de Estados Unidos, su propuesta es un remanente de cumbia
con visos electrónicos a la que se suman voces isorrítmicas y banales,
así como innumerables citas a músicas folclóricas ajenas. Ellos lo
llaman “tribal guarachero”. Su éxito ha sido tal que fueron invitados
al festival Coachella 2013 causando una importante polémica entre los
amantes del rock. Sobre su oficio han hablado –desde una perspectiva
“cultural”, que no musical, contribuyendo a una superficialidad hipster– periódicos como The Guardian y The New York Times, y revistas como Vice, The Fader y Billboard. Asimismo, han sido llamados para hacer remixes
de Shakira, Paulina Rubio, Daddy Yankee y Don Omar. De lo peor de la
música latina. Ah, y claro: están por aparecer en la telenovela Porque el amor manda. (Sin palabras.)
Por su lado, Pablito Mix también forma parte de un
grupo de jóvenes que, con mucha iniciativa y organización, ha triunfado
en la periferia del Distrito Federal haciendo del género que llama
“cumbiatón” su arma de batalla. Presentándose en tardeadas de discotecas
y fiestas de vecindad, su vertiginosa carrera comenzó hace pocos años
introduciendo a niños y adolescentes en el perreo y otras formas de baile claramente denigrantes, asociadas al reggaetón.
Ambos casos, el de 3Ball y Pablito Mix, muestran con claridad la
ausencia de repertorios de calidad producto del control que por años
establecieron los medios y la industria, de la falta de escuelas para
aprender música popular y no culta, de la mala educación en general y
de otras causas que hoy se ven contrarrestadas con computadoras
personales que, en sus manos, manipulan hurtos evidentes a repertorios y
clichés ajenos. Ninguno de ellos es músico, ni lírico ni escolástico.
Un caso muy diferente al que ocurrió, por ejemplo, con el colectivo
Nortec de Tijuana. Como decíamos, hablamos de la audiencia misma
generando lo que desea escuchar, pues los “verdaderos” músicos y
artistas pop-rock han tomado distancia de una realidad de la que ya no
se alimentan, de la que van huyendo.
Así las cosas, lo que comenzó como un juego de
barrio hoy es fenómeno que traspasa fronteras abanderando esta idea: las
herramientas digitales no sólo son un apoyo y vehículo innegable para
la autonomía de los artistas; en sí mismas dotan a cualquiera con
posibilidades de expandir un discurso no necesariamente valioso, sino
pertinente en un momento y lugar específicos. Atentos al prodigio,
claro, hay cientos de productores queriendo su Buena Vista Social Club,
pero sin el talento y la trayectoria de base, intentando a toda costa
“descubrir” algún producto “real” susceptible de venderse. Entran así a
un engranaje de consumo y comportamiento que deja fuera el valor del
contenido. Parece que eso ya no se discute en pos de “respetar” los
gustos de Twitter, como si el insumo de música chatarra no
afectara a la salud intelectual, al desarrollo de la sensibilidad y al
valor de una cultura.
McMúsica y otras chatarras
¿Por qué, si está claro que comer hamburguesas y
refrescos en demasía causa problemas en nuestro organismo, no se piensa
lo mismo sobre lo que escuchamos? Los sonidos también entran en
nosotros, aunque tienen que ver con una libertad distinta, de
consecuencias aparentemente invisibles, inofensivas. El famoso tema de
los gustos. El “respétame y no seas intolerante”. Sin embargo, por
mucho que a alguien le parezca bello el cuadro de un dibujante
inexperto, no hay ni habrá en él la maestría y el oficio de algún
Picasso, ¿cierto? Pero, ¡ah, sí!: “divirtámonos, no nos clavemos”, es
el pregón de la Condesa a Iztapalapa. “Es sólo música. No pasa nada.”
Amargamente, a esta filosofía se adhieren bandas atrapadas en un
panorama sin discos que vender, en un escenario donde las marcas, los
festivales y los recursos del gobierno parecen ser la única opción
económica; en un planeta donde un joven de dieciocho años conquista a
miles desde su laptop haciendo collages absurdos, llevando su juego de alcoba a todas las alcobas. Eso, per se,
no está mal. Lo terrorífico es cuando se hace hegemónico y no hay
contrapeso más allá de los grandes rockeros del pasado que nos visitan
llenando foros con multitudes melancólicas que, escondidas en casa,
multiplican los clics de la peor música.
Aclaración: prohibir géneros o canciones nos
llevaría al totalitarismo. No es algo que sirva. Las canciones se
protegen solas. Prueba es la experiencia con los narcocorridos en el
norte de México, o con el rock anglosajón en Afganistán o Mali. Nada
los detiene. En esos y otros casos, lo que queda es atestiguar qué
sucede a la larga, renunciando al silencio políticamente correcto. Si
algo huele, se ve y suena a mierda, pues lo es, por mucho que se
escandalicen quienes la obran o la muestran al exterior. Establecer esa
dialéctica es sano ya que, como imaginará quien aún posa sus ojos en
estas líneas, el sonidito normalmente echa raíces en sectores jóvenes y de poca educación (que no es lo mismo que ser pobres).
Ante el uso de herramientas digitales en la
creación de una música anodina y fugaz, el abuso se ha hecho patente en
los medios que privilegian el contexto por encima de la calidad
(pretexto sociológico para un negocio aparentemente incluyente),
aprovechando la urgencia de comunidades que intentan evadirse de la
violencia. Hay que bailar, sí. Hay que pasarla bien, sí. Pero, ¿por qué
a costa de un embotamiento que paraliza las múltiples formas de la
belleza? La pregunta queda en el aire. El sonidito también.
Vía:
http://www.jornada.unam.mx/2013/05/12/sem-arreola.html
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