Gabriel Salazar y Diamela Eltit
Nona Fernández Alfredo Jocelyn Holt Raúl Zurita |
Los de entonces…
Hace más de una década,
Chile también era el país invitado de la Feria Internacional del Libro
de Guadalajara. Nos acercábamos al cambio de siglo y una parte del
mundo cultural e intelectual se movía con manifiesta molestia ante una
transición que no sólo había enviado a la gente a su casa para que las
élites hicieran su trabajo: también asumía con naturalidad la impronta
autoritaria heredada de diecisiete años de dictadura, lo que se
traducía en que toda crítica al estado de las cosas no era aceptada y
se sancionaba de manera contundente.
Unos años antes, en una vitrina internacional tan
espectacular como Guadalajara, Chile se había hecho presente moviendo
una gran mole de hielo hasta su pabellón en la Feria de Sevilla, en
pleno verano y con motivo de la conmemoración de los quinientos años de
encuentros y desencuentros entre dos mundos. El famoso Iceberg de Sevilla
que nos representó como país, originaba el primer debate crítico del
mundo cultural hacia la transición, cuestionando el relato que nos
proyectaba como un país blanco, frío y sin memoria.
Recuerdo la tarde de noviembre de 1999, cuando con
la destacada periodista y Premio Nacional, Patricia Verdugo, fallecida
en el año 2008, nos subimos al pódium de uno de los salones de la Feria
de Guadalajara para dar inicio al debate sobre periodismo y libertad de
expresión que estaba programado en la apretada agenda de la FIL.
La delegación chilena era muy numerosa. Escritores,
editores, funcionarios del gobierno y varias figuras estelares, entre
ellas la de Tencha Allende, la viuda del presidente, invitada por los
editores de LOM (Paulo Slachevsky y Silvia Aguilera), y la revista Rocinante que yo dirigía.
Nuestro objetivo no era otro que rendir un homenaje
a Salvador Allende, a través de la querida figura de su viuda, en el
auditorio (actualmente llamado Salvador Allende) en que el presidente
había pronunciado sus famosas palabras.
Sí, nuestra iniciativa tenía que ver, sin duda, con
resistir a las políticas de la desmemoria que se entronizaban como
parte del discurso de la transición. Un discurso que escondía sus
heridas y miserias bajo la alfombra, y que nos impulsaba a desafiar a
aquellos partidos incorporados en la Concertación, que nos convocaban
también a dar vuelta la página y a sumergirnos en la placidez del
relato exitista que hacía de Chile un país que miraba con desprecio a
Latinoamérica para sentirse parte de Europa y los países desarrollados.
De paso, también lo hacía guardar silencio cuando se arrasaba con los
medios independientes que habían resistido a Pinochet y que, en la
nueva etapa de redemocratización, no eran funcionales; o lo hacía callar
cuando, con el dictador preso en Londres, se le hacía creer al mundo
que sería juzgado en Chile, cosa que nunca ocurrió.
Ya arriba del escenario de una sala repleta de
gente nos dimos cuenta, con Patricia Verdugo, que en la primera fila
estaba sentada la periodista chilena Alejandra Matus, en ese momento
asilada en Estados Unidos para evitar su encarcelamiento en Chile por
la publicación de El libro negro de la justicia chilena (1999),
un reportaje de investigación periodística que desató la ira del Poder
Judicial, y con ella la aplicación de leyes reñidas con la libertad de
expresión, mismas que a fines de la década de los noventa seguían
vigentes en Chile.
Sin dudarlo, ambas la invitamos a acompañarnos en
el panel que, sin ninguna consideración hacia “la imagen internacional
de Chile”, puso en evidencia lo que Human Rights Watch y otros
organismos internacionales habían consignado en informes al señalarnos
como uno de los países con mayor restricción a la libertad de expresión
y ausencia de pluralismo en la primera década de la transición, y con
una prensa concentrada hasta hoy.
Lo que se vino era previsible. Desde el estrado
veíamos a los funcionarios gubernamentales asomarse para escuchar lo
que decíamos para luego salir indignados. Poco antes, yo había tenido
que resistir la ira del propio embajador de Chile en México, otrora
amigo, que en solidaridad con su esposa, escritora ofendida por una
crítica a su libro publicada en la revista Rocinante por la
académica Patricia Espinosa, no sólo arbitrariamente me dejaba fuera de
actividades oficiales o me sacaba de la mesa de homenaje a Salvador
Allende que yo misma había organizado y solventado junto con los
editores de lom, sino además castigaba a miembros de la embajada que me
habían recibido a mi llegada a Ciudad de México.
El Chile que pisaba la FIL
Guadalajara 1999, en tanto país invitado, mostraba un rostro
intolerante y autoritario. La polémica siguió en Santiago a través de la
prensa. Los abusos del poder fueron denunciados públicamente y la
batahola entre escritores e intelectuales vs. burócratas en
turno dividió por un rato la placidez de la transición chilena que,
acostumbrada a pactar y consensuar en nombre de las razones de Estado,
se horrorizaba ante la pandilla de díscolos, criticones y
malagradecidos que más dañaban la imagen del país en el exterior.
Los de ahora…
Han transcurrido casi catorce años de esos
incidentes. Muchas figuras que en ese instante estuvieron en
Guadalajara regresaron consolidadas en la fuerza y talento de sus
obras. La muestra de creadores no da cuenta cabalmente de la complejidad
ni de la diversidad de narradores, poetas o ensayistas chilenos. Pero
es una buena aproximación, como lo fue hace más de una década, del
vigor y rigor de gran parte de nuestros creadores.
Qué duda cabe de que Chile se reinventa una y mil
veces en el talento de sus creadores y que, como siempre, pisándoles los
talones los burócratas en turno, hoy exponentes de un gobierno de
centro-derecha efectúan sus performances, como antes otros, en nombre de otras razones hicieron de las suyas.
Los actuales, precedidos por una escandalosa compra
masiva de libros para proveer a las bibliotecas del país, y en cuyas
listas escaseó la literatura (hubo sólo dos nuevas novelas) y
proliferaron los textos de autoayuda, moda, recetas de cocina y
tonterías. Esto, cuando veinticinco por ciento de los títulos de las
bibliotecas públicas de todo Chile se obtienen a través de las
adquisiciones que anualmente hace el Consejo Nacional del Libro y la
Lectura, y cuando las cifras nos señalan que somos analfabetos
funcionales en tanto más de la mitad de los chilenos no entienden lo
que lee.
Lo que podría ser un incidente menor o un traspié
en materia cultural, aquí se transforma en un crimen, en tanto al
analfabetismo funcional se suman el alto costo del libro, su escasa
presencia en los hogares chilenos, la ausencia de políticas públicas
que estimulen el hábito de la lectura entre la población infantil y
juvenil del país, y el resultado de una encuesta que desde hace una
década ejecuta la Universidad Católica a sus alumnos de primeros años.
Las cifras conocidas hace pocas semanas en Chile resultaron alarmantes. Si bien ochenta por ciento aprobó el test,
la mayoría de los estudiantes evidenció serias deficiencias en áreas
como ortografía y vocabulario, obteniendo un promedio de 1.48 en
ortografía y 1.63 en vocabulario, de un total de 5 puntos.
La ausencia de un sistema de educación pública
de calidad y gratuita que garantice, desde la cuna y hasta la
universidad, igualdad de oportunidades y un horizonte de desarrollo
republicano que permita corregir en parte la desigualdad estructural de
la sociedad chilena, es una aspiración que el movimiento estudiantil
mantiene vigente y de la cual no se puede sustraer el país ante la
próxima elección presidencial y legislativa. Más aún cuando ese déficit
tiene como correlato la concentración en la propiedad de los medios de
comunicación escritos (dos cadenas que comparten la pasión por el
modelo neoliberal y poseen el noventa por ciento de los medios escritos
de Chile), y la existencia de una industria radial en manos del Grupo
Prisa, mayoritariamente, y canales de televisión que en su mayoría
pertenecen a grupos económicos donde la existencia de una televisión
pública mediatizada por la exigencia de mostrar cifras azules no hace
la diferencia en tanto la mediocre y ramplona parrilla programática que
exhibe casi sin excepciones.
Por ello, la decisión del gobierno de Sebastián Piñera de cerrar el diario gobiernista La Nación,
con casi cien años de existencia, en vez de transformarlo en un medio
público que en parte corrigiera la ausencia de pluralidad y diversidad
temática, o el escaso, por no decir nulo, debate cultural e intelectual
en la esfera pública, representa otro ejemplo de un gobierno más bien
indolente ante la dimensión cultural de la sociedad y ajeno a la
importancia que ella tiene en la conformación de una ciudadanía con
densidad democrática y republicana.
El argumento esgrimido para el cierre de La Nación
(cuyo archivo reviste importancia patrimonial), en el sentido que no se
requiere un diario de gobierno, cuestión compartida por una gran
mayoría, no rige sin embargo para evaluar el desempeño del canal
público, Televisión Nacional de Chile (TVN),
que en un estudio del Observatorio de Medios Fucatel, dado a conocer
el pasado 8 de noviembre, señala que más de la mitad del noticiero
central de TVN (transmitido a las 21:00 hrs.) está destinado a difundir la labor del actual gobierno.
En el mismo trabajo del Observatorio de Medios
Fucatel, y a propósito de la escasa o nula presencia de la cultura en
la escena nacional, el informe afirma que del total del noticiario de TVN
sólo un cinco por ciento está dedicado a la cultura, los espectáculos y
las ciencias. Todo junto, por lo que no es difícil colegir que sigue
siendo el vagón de cola en las prioridades de un canal de televisión
que llega a todo el país, pero que es incapaz de reflejar en su
pantalla una diversidad que la reta a diario a través de movimientos
sociales, demandas de los pueblos originarios, o temas medioambientales
que sencillamente elude, como lo consigna Fucatel.
Lo que queda…
Autores de la talla de Diamela Eltit, o Pedro
Lemebel, quien acaba de presentar su nuevo libro de crónicas; Raúl
Zurita o Nona Fernández, con su novela Fuenzalida; o de los
historiadores Gabriel Salazar o Alfredo Jocelyn Holt, constituyen un
ejemplo de la solidez de los nombres que representaron a las letras
chilenas en Guadalajara, y de la densidad y amplitud de un discurso
crítico que si bien no tiene en Chile los cauces para que fluya e
impregne en algo la conversación cotidiana, al menos es una muestra de
que existe.
Mal que mal son parte de los cientos de creadores
que le salieron al paso a la directora de Bibliotecas, Archivos y
Museos, Magdalena Kreps, nombrada por la administración de Piñera,
cuando luego de intentar recortar en un tercio el presupuesto del Museo
de la Memoria y los Derechos Humanos más tarde protagonizó, junto a
otros connotados miembros de la derecha, una campaña cuestionando que
el museo estuviese dedicado a las víctimas del terrorismo de Estado
practicado durante el régimen de Pinochet.
Junto al ministro de Cultura, Kreps es sin duda la
figura más importante del gobierno actual en ese ámbito, por lo que no
pasó desapercibido este insólito llamado a ampliar el contexto
histórico que contiene el museo, incorporando el relato de los
victimarios en un empate político y moral muy propio del Chile de las
últimas décadas. Era como si en Buchenwald, donde se conservan las
chimeneas de los hornos crematorios que se divisan desde Weimer (la
ciudad de Goethe), junto con explicar cómo se asesinaban a las víctimas
del nazismo, el guía nos relatara las razones y la solidez de los
argumentos de las ss para llevar a cabo el genocidio, mostrando la
eficacia de sus métodos.
De cualquier forma, Chile tiene mucho que entregar y aprender. En la FIL
2012, Chile entrega el talento de sus creadores y la vitalidad de su
poesía, narrativa y ensayo. Le queda por aprender el lugar que ocupa la
cultura en México, el presupuesto que se le asigna, la importancia de
sus museos, por señalar sólo algunos pequeños ejemplos.
*Catedrática de la Universidad de Chile. Premio Nacional de Periodismo 2007
Pedro Lemebel y Patricia Verdugo
Vía:
http://www.jornada.unam.mx/2012/12/02/sem-faride.html
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