Los
pinochetistas celebraron probablemente su último acto público, en
calidad de leprosos. El abandono de los roedores -Chadwick, Moreira,
Cardemil- es señal inequívoca del naufragio final. Otra señal, los
desafiantes neonazis huyendo despavoridos de grupitos de adolescentes.
¿El “documental novelado”? Un plomo.
“Ese
es un coronel”, indica un colega, y veo en la esquina a dos hombres
maduros, de contextura atlética, acompañados de otro, alto y flaco, que
parece hijo, tratando de zafarse de una pequeña nube de jóvenes
atacantes. Hace poco ha terminado el acto de homenaje a Pinochet en el
Caupolicán, y el perímetro está rodeado de tenaces contramanifestantes.
Indefensos,
vencidos, los dos más viejos se dejan insultar y golpear; uno de ellos
sangra y parece perdido en el terror. El más corpulento mantiene un aire
de dignidad, como si no fuera con él. El más joven trata de
defenderlos. Los ataques son arteros, a mansalva. Pregunto a los
atacantes quiénes son, y nadie sabe, sólo saben que hay que golpearlos.
El espectáculo es penoso, los observadores de derechos humanos tratan de
protegerlos, y los acompañan hasta una feria.
En
la feria los comerciantes están furiosos, no con los organizadores del
acto, sino con los antifascistas. Los tres agredidos se refugian en un
furgón, a la espera de la policía. Los feriantes y algunos “flaites” que
parecen actuar como policía informal quieren bronca, quieren venganza
por su día perdido, las calles tomadas, los carabineros bloqueando.
Hablan del pobre “viejito” sangrante, estupefacto, derrotado.
Poco
antes de eso, yo creo reconocer a uno de los “viejitos”; sí, es él, lo
vi en el homenaje a Miguel Krasnoff, en Providencia. En esa ocasión
escapó a la funa por una puerta lateral, calladito en la noche, y se
subió a un auto. Alguien le gritó y no se dio por enterado. Tal vez
ahora quería hacer lo mismo, mientras la masa de pinochetistas se
mantenía en silencio, y acobardada, ahogados en miedo todo el orgullo
pinochetista y los gritos guerreros proferidos sólo momentos antes.
Me
acerco al más joven de los tres y le pregunto quiénes son, que me dé
sus nombres para testimoniar el ataque. Se niega, con una sonrisa
resignada. No, no…Se alejan un poco hacia la feria. Entonces un tipo
bajo, de cuerpo desnutrido, encapuchado y vestido de negro, salta y le
pega al más débil, por la espalda; salta muchas veces y le da patadas
sin tregua, y sin mucho efecto tampoco. Pienso que es un adolescente,
pero lo veo después con su barbita negra, unos 40 años, hablando por
celular, tranquilo, poniéndose de acuerdo con alguien para el almuerzo,
sin temor alguno ¿Quién es éste?
Siento
confusión y bochorno. Fue tremendo. Y luego reflexiono: ¿de dónde
venían el “coronel” y sus acompañantes? Del mismo sitio que yo: el acto
del Caupolicán, de la proyección del “documental novelado”,
supuestamente ganador de obscuros premios internacionales, llamado
“Pinochet”. Más de dos horas de un cierto nivel de histeria colectiva,
en que se celebró ruidosamente todo lo que puede ser impensablemente
asqueroso: las desapariciones, las torturas, los asesinatos, los
exiliados, la CNI. Allí, en eso mismo estaban estos tres agredidos,
junto a decenas de ex oficiales, todos orgullosos de haber participado
de la gran obra modernizadora.
Pienso
entonces lo siguiente: si no estuvieran orgullosos de todo lo que
hicieron, no estarían allí, 30 años después. No se reirían a carcajadas
de los gritos denigratorios de Salvador Allende, de las víctimas, no
celebrarían cuando alguna señora proletaria grita que los “marxistas”
murieron porque eran “aweonaos”, y que faltó matar muchos más. Eran
ellos, los canosos elegantes de la platea, quienes organizaban
fusilamientos, torturas, allanamientos, violaciones, humillaciones. Los
que tiraban cuerpos al mar. Son ellos quienes saben dónde están los
desaparecidos. Y 30 años después lo siguen celebrando de manera
desafiante: “y que fue, y que fue, aquí está Pinochet”.
¿Se
justifica por todo ello la agresión al más débil? ¿Porque ellos jamás
tuvieron misericordia, ni la tienen hasta ahora? Difícil.
LOS DE ARRIBA Y LOS DE ABAJO
Estos
oficiales se sentaron en la platea, atendidos por señoras rubias.
Complacidos, antes del inicio, miraban hacia la galería, donde estaba
“el pueblo pinochetista”. En un arrebato de entusiasmo, los que aun
pueden también saltaron cuando los de arriba gritaban “porompompon,
porompompon, el que no salta es comunista maricón”. Se rieron del
ingenio popular del cántico “la Payita, de Allende la maraquita”.
Los
carabineros se encargaron de controlar las entradas al acto, dos
cuadras antes de la puerta, en lo que parece un nuevo rol institucional.
En el punto de entrada advierto a dos jóvenes altos, flacos, llenos de
una alegría sospechosa: sus ojos se ven turbios. Puede ser el carrete,
pienso. Los veo más tarde en la galería, organizando los gritos
ingeniosos “morir, luchando, marxista ni cagando”, y para mi sorpresa,
los encuentro poco después en la platea, más sosegados, para ver la
película ¿Quiénes son éstos? La respuesta vino sola, como dos horas
después, cuando los dos trataban de guiar a un grupo de neonazis fuera
del alcance de los contramanifestantes.
Salvo
algunas excepciones, fieramente disputadas en la puerta principal por
unos guardias de semblante CNIístico, el “pueblo pinochetista” tuvo que
quedarse en la galería, pese a que sobraban decenas de asientos en la
platea. Todo el mundo, el color del cabello, de la piel, los modales, la
ropa, todo separaba a esa platea de sus aguerridos seguidores de la
galera: una foto de Chile. No podían mezclarse, no está en el libreto.
Ese
mismo mundo los separó a la salida. La salida, un tema que parecía
inexistente, pero que cobraba rápidamente realidad a medida que avanzaba
el interminable “documental” del dictador. Sí, había que salir de
alguna manera. Los organizadores condujeron a los de la platea a una
puerta trasera, donde habría buses esperándolos. Los demás, “el pueblo
pinochetista”, a la calle a enfrentar a ese otro pueblo, mucho más
numeroso, que los esperaba.
Una gran
ansiedad empezó a apoderarse de todos. Las bravatas y las burlas
disminuyeron poco a poco hasta convertirse en un realista silencio: no
había cómo salir. Nadie pensó seriamente en ese detalle, al parecer,
posiblemente confiados en Carabineros de Chile. Como describió Galeano
al estadio Maracaná de 1930, cuando ganó la celeste, “estalló el
silencio” en la calle San Diego: los “marxistas aweonaos” estaban al
acecho, en todas las calles.
Los
carabineros, hay que reconocerlo, hicieron todo lo posible por buscarles
vías de escape y cuidarlos, pero no había plan alguno. “Por aquí, por
aquí, rápido”, gritaban los pacos, y la multitud trotaba en silencio
mientras de las casas y las veredas mujeres los increpaban. Algunos
pinochetistas contestaban con estilo: “cuánto cobrai, vieja culiá”.
Cuando descubrían algún “infiltrado” indefenso, lo cagaban a patadas.
Los
neonazis criollos trataban de organizarse, portaban cuchillos y
garrotes policiales. Uno que otro medio cuico, la mayoría muchachos
poblacionales, bajos, gorditos, de tez morena, con aspiraciones
imposibles: ser arios por deseo. Hacían el saludo nazi, “orgullosos de
ser fascistas”. Son los mismos que aplaudieron a rabiar a un ex general,
que en el documental declaraba que él y sus hombres habían recibido la
orden de luchar “hasta el último hombre” en 1978, cuando se enfrentaron
las dictaduras de Chile y Argentina por el canal Beagle.
La
desafiante consigna del “último hombre”, sin embargo, no se aplicó en
las inmediaciones del Caupolicán: los aguerridos nazis de cabeza rapada,
botas, cuchillos y bastones no defendieron a los viejos oficiales
lloriqueantes, ni éstos se defendieron a sí mismos: todos se rindieron
al primer cañonazo, esperando misericordia. Los nazis gritaban a la
distancia, pero luego corrían, perseguidos por pequeñas turbas,
inferiores en número, en que la mayoría eran niñas: nunca se pararon a
vencer o morir.
En una esquina, una
turba pinochetista ataca con piedras a un grupo de unas diez personas.
Aparece un guanaco y les tira agua envenenada…Me quedo perplejo: ¿son
imparciales? Los neonazis se paran frente al guanaco y les enrostran el
“error”, y el efecto es inmediato: tras un solo chorro el carro
retrocede y los jóvenes nazis vuelven al ataque sin impedimentos
molestos. Por poco tiempo, porque los adversarios se agrupan y
contraatacan, y los guerreros vuelven a huir sin vergüenza aparente.
FASCISMO ORDINARIO
Dentro
del teatro, se vivió una secuencia de fascismo corriente. Sin los
tapujos de la vida real, en la obscuridad se desataron pasiones y
entusiasmos reprimidos, como la celebración abierta, y rabiosa, de la
muerte y el sufrimiento.
Hablaron
representantes de los cubanos exiliados en Miami, el nieto de Pinochet,
el abogado español que hundió al juez Baltasar Garzón, y el nieto de
Blas Piñar, cercano a Francisco Franco, el “caudillo” fascista español, y
“amigo personal” de Augusto Pinochet. Si éste fue pintoresco, más lo
fue la acogida que tuvo. Ovaciones cuando dijo que “Franco y Pinochet
son hijos de la misma madre”, o que Chile pertenece a la “América
española”. Lo aplaudían los mismos que proclamaban poco antes que
Pinochet era el segundo O’Higgins, el enemigo jurado de España.
Jaime
Alonso, el abogado que se querelló contra Garzón, declaraba a un canal
extranjero que el juez era un inmoral por haber tratado de averiguar el
paradero de los desaparecidos por el régimen de Franco. Eso, decía, iba
contra el principio de restañar heridas. Igual que en Chile, dijo, donde
el precio de más de tres mil asesinados y mil desaparecidos
comprobados, es bajo si con ello se evitaba una revolución comunista.
Y,
se sabe, Garzón es el ogro de los pinochetistas: el único que logró
meter preso a su líder, en Londres. Su sola mención provocaba de todo.
Presentó
el “documental novelado” una de sus protagonistas: una chica simpática,
vivaz y asertiva que en la película hace de nieta de un sabio abuelo de
barba blanca y barriga que explica “la verdad” a un grupo de “nietos”
en falsos viajes en su 4×4 por todo Chile (falsos porque él indica al
infinito desde un jardín y aparecen cosas insólitas como la carretera
Austral o el desierto). Ella dominó la escena e hizo aplaudir de pie
tanto a los oficiales de la platea como a los populares de la galería.
Se dijio representante de una generación ávida por conocer lo que
realmente ocurrió y que en estos años se ha ocultado. En ese momento
pensé en Camila Vallejo: ¿será que a esta chica la quieren convertir en
una musa fascista?
Los llantos, las
emociones y la vibra la pusieron los pinochetistas poblacionales,
aquellas mujeres entradas en años, de pelo rubio teñido,
maquilladísimas, que idolatran a Pinochet, aunque no las dejen entrar,
como ocurrió en el homenaje a Krasnoff. Lo viejos oficiales y sus
esposas los miran a la distancia, con cierta bonhomía, como se mira a la
nana, pero no se mezclan, ni se dejan llevar por euforias histéricas.
Se limitan a sonreír y marcar su lugar. En el film no aparece una sola
de estas mujeres opinando nada: eso queda para los ex generales y ex
ministros del régimen.
Ninguno de los
pinochetistas en el Gobierno o el Parlamento se acercó al acto. Más
bien se distanciaron. Hermógenes Pérez de Arce los denunciaría en la
noche, con razón, como “traidores”. Porque traidor es uno que creyó
fervientemente en algo, o en alguien y por algún motivo -oportunismo o
cobardía- lo abandona.
Pocas dudan caben: éste fue el último acto público del pinochetismo. Una despedida más bien patética, pero sobre todo final.
Revisa el fotoreportaje del homenaje en el siguiente enlacePor Albar I Koke
Fotos: David von Blonh
El Ciudadano
Vìa:
http://www.elciudadano.cl/2012/06/11/53750/el-requiem-de-pinochet/
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