La televisión y el duopolio
impreso y digital (esa dictadura simbólica/representacional que define
la llamada ‘opinión pública’) han sido majaderos enfatizando la opinión
de quienes se ven afectados durante los días de marcha, principalmente,
en sus actividades comerciales. Pero siendo justos, entre los que no
marchan las opiniones son diversas y basta mirar a ambos lados de la
calle durante una marcha para darse cuenta.
Miles y miles atraviesan abrigados las
calles de Santiago esta mañana. Mientras unos van a sus trabajos, otros
se preparan para otra jornada de movilizaciones por una educación
pública, gratuita y de calidad. Se miran silenciosos, casi desconfiados,
podríamos aventurar. Años de marchas digeridas por la pantalla del
televisor han sido efectivos (aunque no infalibles) en mantener
distancia entre los que marchan y los que no; entre jóvenes y viejos,
trabajadores y estudiantes, pacíficos y violentos y así con otros
dicotomías. “¡A la calle los mirones, no se hagan los guiones!”, dice la
tradicional consigna que exhorta a quienes miran quietos desde la
vereda pasar a las multitudes movilizadas.
En la micro llena, el chofer
averigua por radio la situación de las calles desviadas. “Ya estoy
acostumbrado”, dice a los pasajeros que lo rodean y a un fiscalizador
que los acompaña. Parece no molestarle el atochamiento. Maneja una 505
del Transantiago. Tiene dos hijos y asume con tranquilidad que deben estar rumbo o ya en Plaza Italia con sus compañeros del colegio en Renca.
Más atrás, otras personas se lamentan el taco, miran el reloj, aunque
otros parecen muy agradados en su asiento y escuchando quizás que cosa
por los audífonos.
Miro a los jóvenes e intuyo que
todos deben ir a la marcha. Luego volvería a encontrarlos, dándome la
razón; así como a dos chicas que caminan por Compañía y a quienes
distingo desde la ventana de la micro.
Don Carlos Molina no marcha. Está viejo, dice, mientras se apronta a buscar un sitio en el Cerro Santa Lucía
para orinar. Un minuto antes lo vi cerrando una pancarta, en medio de
la nada. Nadie lo mira y nadie lo ve. Le pido una fotografía. Su cartel
muestra un afiche con varias insignias y un afiche con su foto, unos
años más joven. Ex profesor normalista de la Abelardo Nuñez, lleva 40
años esperando el pago de la deuda histórica. En oraciones que
tropiezan, me habla de Pinochet y de la deuda, y aunque
no logro comprender todo, dice “esta es mi lucha” antes de retirarse
con la mano en el cierre del pantalón.
Estoy viejo y me canso caminando,
por eso no marcho. Pero igual vengo a apoyar. Las palabras de don Carlos
me quedan grabadas cuando intento encontrar algún negocio abierto en la
Alameda. A la altura de Portugal, “El Chele”
condimenta la lluvia con sopaipillas. Voy a cerrar pronto, dice, pero la
vocación lo lleva a que en un día que anuncia lluvia no puedan faltar
sus sopaipillas. No se muestra contrario ni afectado por la marcha, dice
que le parece “bonito tanta gente”, pero “ojalá que no hayan
desórdenes”. “Yo tambien marcharía si fuera joven”, concluye.
Los “desórdenes” vendrían. Y muy
pronto. Una marcha fragmentada por el accionar policial hace que avanzar
sea lento y complicado. El agua lluvia potencia el ardor de los gases
lacrimógenos, abundantes e indiscriminados. Pero a la vez potencia la
ira de quienes deciden responder directamente y no levantar las manos
alegando inocencia.
Casi una hora más tarde, Avenida España ve pasar al último grupo que quedaba bajando desde Alameda. A la altura de Sazié,
la tienda de abarrotes de un señor de mediana edad se ve de pronto
llena de jóvenes que compran limones, cigarrillos, pañuelos desechables.
Voy a cerrar, dice nervioso. Imagino que la escena del saqueo pasa como
pesadilla por su cabeza de comerciante. Entra rápidamente la paloma de
afuera y antes que baje la cortina le pregunto que le parece la marcha:
Antes me parecía bien, cuando pasaba por la Alameda, dice. Ahora la
desvían por esta calle y es peligroso. ¿Qué es lo peligroso?, le
pregunto. Los cabros… muy violentos, dice.
Lo abordo con más preguntas.
Reconoce que apoya la demanda de los estudiantes, pero no cuando “hacen
leseras”. Le doy otra vuelta y termina diciendo que son los Carabineros a
los que se les pasa la mano, que no tienen estrategia para parar a los
cabros, que bastaría que trajeran caballos y listo. Sin gas ni lanzagua,
dice. No como ahora: yo vivo con mi mamá, que está acá atrás.
Intento imaginar a la señora,
recostada, tapando su boca y nariz con un pañuelo de abuela, mientras
afuera el aire se torna verdoso cuando el zorrillo devuelve la bocanada.
Una, dos, tres piedras sobre el acero, un dribleo del conductor,
aplausos. El zorrillo dobla la calle, y la abuela se ha salvado. Ni un
milímetro lacrimógeno ha logrado colarse. Afuera, encapuchados y no
encapuchados aplauden más fuerte.
Más allá del Colegio Excelsior,
poco más al sur, por la misma avenida, una construcción en proceso
entrega en su frontis un cerro de barro que esconde piedras de diverso
tipo. Algunos aprovechan los pertrechos. Cerca de diez trabajadores, con
overoles naranjos, ríen y fuman. Son hombres rudos, viejos y jóvenes, y
parecen sentir cierta simpatía por los estudiantes.
Cómo me va a parecer mal, po, dice
uno. Yo también tengo hijos. Comenta que tiene tres hijos y, “gracias a
dios”, uno de ellos estudia Administración en un Centro de Formación Técnica.
Cara la gueá, advierte, aunque asume que el estudio es la única forma
de surgir en esta vida. “No estoy ni ahí con que terminen robando o
trabajando en la contru, como yo… con puros viejos culiaos”, y suelta
una risotada que con efecto dominó suma a todos sus compañeros.
“Es que en este país el que es pobre
tiene que seguir siendo pobre”, dice otro más viejo. “No ve que por eso
es caro estudiar: pa’ que la mayoría siga siendo obrero y ellos sigan
robando”, continúa. “Yo tambien protesté pa’ que cayera Pinocho, mi papá
era del Partido”, me aclara. “Pero yo le voy a decir una cosa: Sabe, a
mi no me parece mal que tiren piedras, porque ha sido la misma sociedad,
la pobreza, la droga la que tiene así a los cabros”.
Sus palabras resuenan con la
sabiduría de la experiencia. Los trabajadores siguen alentando a los
encapuchados entre risa y risa. Los jóvenes no entienden el motivo, pero
tampoco lo preguntan. Más allá, un piquete resguarda una comisaría
cerca de República y sus escudos los hacen inmunes a
las piedrecitas que apenas rozan sus armaduras. A mi también me caen mal
los pacos, chiquillos. Yo les voy a buscar más limones, dice una mujer
morena y baja que pasa con una bolsa de feria vacía. Más acá, un señor
de unos sesenta años se acerca a la reja verde que corta el acceso hacia
la comisaría y antes de devolverse rápido y con un gesto casi de
travesura, arroja una piedra hacia el piquete. Qué es la revuelta sino
un juego muy serio. Poco más allá, más risas se escuchan entre el ruido
de metales y la cortina de gases y lluvia.
El Ciudadano
http://www.elciudadano.cl/2012/06/28/54390/voces-de-los-que-no-marchan/
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