Declaración de HIJOS La Plata
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HIJOS LA PLATA
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A 40 años de golpe genocida seguimos
luchando contra la impunidad, contra el saqueo, contra el ajuste y
contra la represión. Salimos a la calle para reivindicar la memoria de
lucha de los 30 mil compañeros y compañeras detenidos desaparecidos, de
los exiliados, de los ex presos y de toda una generación de militantes
que luchaban por la revolución social. Los compañeros y compañeras que
dejaron su vida por un país sin explotadores ni explotados, y que se
plantaron frente a la prepotencia del poder con un proyecto de
emancipación anticapitalista, anti-imperialista y revolucionario que aún
nos falta concretar. Durante todo el siglo XX, en nuestro país los
golpes de Estado han significado una profunda recomposición de la
estructura económica, política y social dirigida por las clases
dominantes hacia el disciplinamiento de los sectores populares. La
última dictadura fue la expresión más drástica y definitiva de la
represión planificada, racional y organizada del exterminio. El “Plan
Sistemático” que aplicaron las Fuerzas Armadas y de Seguridad, que se ha
probado judicialmente como un Genocidio, tuvo un objetivo claro:
aniquilar a las organizaciones político militares, pero también a las
sindicales combativas y sociales con trabajo territorial transformador.
Al cumplirse 40 años de la implantación abierta del Terrorismo de
Estado, con sus antecedentes directos en la Masacre de Trelew, las
bandas fascistas de Perón y López Rega y el Operativo Independencia, los
crímenes cometidos desde el aparato represivo de Estado continúan en su
mayoría impunes y se han reconvertido en una extendida dinámica de
Control Social para mantener el esquema de grandes negocios instaurado
con el Genocidio.
Los Juicios
Tras los juicios en las causas 13 y 44,
popularmente llamado “Juicio a las Juntas”, la actitud del Estado frente
a aquellos graves delitos fue de sostenimiento pactado de la impunidad
por 16 años. El proceso de reapertura de las causas a los genocidas, que
comenzó en 2003 con la anulación de las leyes de impunidad por la lucha
del pueblo no se consolidó jurídicamente hasta 2005, recién arrancó su
marcha en 2006 con los juicios a Miguel Etchecolatz en La Plata y Julio
Simón en CABA
.
Desde entonces a esta parte el Estado
argentino sólo efectivizó 155 juicios orales con sentencia en todo el
país. En esos 155 juicios hubo 895 procesamientos, y como resultado se
dictaron 806 condenas sobre 650 represores, 77 absueltos y 9 muertos
impunes mientras duraba el proceso y 3 apartados durante el juicio, por
un universo de 4.040 víctimas. Esto quiere decir que en 13 años
alrededor del 42% del total de los 2.100 procesados desde 2003 fue
llevado a juicio, y un 31% de aquel número de procesados fue condenado.
Es interesante aquí plantear que habiendo llegado a juicio casi la mitad
de los procesamientos en 13 años, resulta claro, sobre todo por razones
biológicas de los imputados, que la otra mitad no podrá esperar otros
15 años para ser juzgados y quedará impune (como los 250 procesados que
fallecieron en este lapso) si no se acelera el proceso. Pero resulta que
en lugar de acelerarse, el proceso viene decreciendo año a año.
Además, si seguimos tomando como
referencia los 600 Centros Clandestinos de Detención que funcionaron en
todo el país durante la dictadura, los 650 condenados siguen
representando, a más de una década de anuladas las leyes de impunidad,
un poco más de 1 represor condenado por cada CCD. Para completar el
cuadro, el 40% de los procesados y condenados goza del beneficio de la
detención domiciliaria, y hay menos de 150 represores con condena firme,
es decir confirmada por los tribunales superiores del país, siendo que
en muchos casos eso define si se los aloja en cárcel común o en sus
casas.
Esto marca claramente que la pretensión
punitiva de estos procesos sobre delitos gravísimos está muy cerca de
representar una mera formalidad, que contrasta con el sistema de
crueldad que significa la cárcel para los presos comunes.
Si tomamos los últimos 5 años veremos
que lejos de crecer exponencialmente, el proceso anual de juzgamiento
tuvo un pico en 2012 y desde entonces viene decreciendo tanto en
cantidad de juicios como de condenas anuales. No se ha podido mantener
aquel tope de dos decenas y media de juicios con un centenar y medio de
condenas cada año. Ni siquiera se ha cumplido el prometido “salto
cualitativo” de los juicios respecto a la cantidad de represores
juzgados en cada debate: en los últimos 4 años el 45% de los procesos se
han hecho contra 1 a 3 represores.
Poco se ha avanzado también en lo que
respecta al período represivo previo al golpe, a las complicidades
civiles (empresariales, eclesiásticas y de la burocracia sindical) y a
los juicios por la apropiación de los hijos de los compañeros
desaparecidos, mientras quedan casi 400 casos de restitución de
identidad por resolver. Y si bien se ha comenzado a desandar años de
impunidad es en la comisión de delitos sexuales como parte del plan
represivo, los jueces se siguen resistiendo a concebirlos como un delito
autónomo al de tormentos y falta mucho para lograr imponer un criterio
amplio de violencia sexual, que no se reduzca solo a las violaciones o
abusos, sino también la exposición a la desnudez, los insultos y todo lo
que implicaba ser objeto de cosificación dentro del CCD.
La experiencia en La Plata
Para La Plata el año 2015 sumó 8
condenas en el juicio por la estructura represiva de la Armada y
Prefectura en nuestra zona, conocido como “Fuerza de Tareas 5”. Pero el
juicio siguió marcando el clásico desgüace de las causas. Tras tener 10
años la causa en sus manos, la justicia sólo procesó a un puñado de
marinos y prefectos de la cadena de mandos. Varios sobrevivientes, que
hacía años habían aportado su testimonio a la causa, así como víctimas
de secuestro y homicidio cuyos familiares fueron convocados al juicio no
fueron tenidos en cuenta en el proceso. Muchos de esos casos fueron
incluidos al final del debate por la intervención de nuestra querella de
Justicia Ya y sin el acompañamiento de la fiscalía. Y antes de que la
causa llegara a juicio oral murieron impunes 2 represores: el prefecto
Tomás Méndez y el segundo comandante del BIM3 Antonio Mocellini.
Una vez más, sólo a través del pedido de
nuestra querella de Justicia Ya, se logró poner las cosas en su preciso
lugar: por primera vez en estos juicios logramos las condenas de los
represores como co-autores del delito internacional de Genocidio. Porque
si bien en otros fallos la sentencias marcaron que estos delitos se
habían cometido en el “marco de un genocidio” que si bien fue un avance
no definía que quienes habían sido los autores de estas atrocidades eran
los responsables directos del genocidio, luego y más cercano en el
tiempo logramos las condenas como “complicidad en el genocidio”, la
complicidad, a nuestro entender, tampoco marcaba claramente al genocida,
todos lo habían ayudado pero específicamente ninguno era genocida. De
ahí que consideramos a este fallo que ubica claramente a este grupo como
parte de los GENOCIDAS responsables con participación activa y directa
en el genocidio.
Quedó también en evidencia con este
juicio el rol activo en la represión de los directorios de las empresas
más importantes, la complicidad de la burocracia sindical y la desidia
sobre los lugares utilizados por la Armada y prefectura en Berisso y
Ensenada, que se encuentran abandonados, sin señalizar o reutilizados en
franca especulación inmobiliaria.
Pero la mayoría de los condenados en el
juicio a la Fuerza de Tareas 5 fueron beneficiados por Casación con la
domiciliaria tres meses después del fallo. Este es el peligro real que
enfrentan los juicios: ser una mera formalidad.
Con esto suman 70 los genocidas
condenados en La Plata desde la reapertura de las causas, menos de la
mitad de ellos sentenciados a perpetua. La cifra sigue siendo poco
representativa para una zona que contó con al menos 15 CCD y miles de
víctimas de la represión, y mucho más para una jurisdicción federal
donde se juzgan los delitos cometidos en los 29 CCD de la Bonaerense de
Camps, más las responsabilidades de como las patotas del Ejército, la
Armada, el Servicio Penitenciario y agentes civiles de Inteligencia o
grupos paraestatales como el CNU.
Pero además hay en La Plata unas 25
causas fragmentadas en instrucción con procesamientos que incluye nada
más que a un centenar represores a ser juzgados en próximos juicios. Es
decir que, aun presuponiendo la efectiva condena de todos los represores
procesados en la jurisdicción federal La Plata, no superaríamos los 170
genocidas condenados en el horizonte de juzgamiento que el Estado
propone.
Por si fuera poco en La Plata venimos
sufriendo una importante regresión: a través de una campaña de amenazas,
el represor Etchecolatz logró que el juez Carlos Rozansky se excusara
de participar en todas las causas que lo tienen involucrado, que son la
mayoría. El nuevo tribunal se compone de los doctores Germán Catelli,
César Alvarez y Agustín Lemos Arias, más permeables a los reclamos de
los defensores de los genocidas, sobre todo en el otorgamiento de
domiciliarias, lo que no promete una mejora respecto a lo que se hizo
hasta ahora.
En septiembre próximo se cumplen 10 años
de la segunda desaparición forzada de Jorge Julio López. Y como sabemos
la causa López es un verdadero laberinto de la impunidad. A casi 10
años no hay ningún indagado ni procesado ni detenido.
Hace tiempo que el Ministerio Público
viene afirmando que no quedaban medidas a su alcance por hacer, mientras
hace año y medio reconocieron que recién en 2014 le tomaron declaración
a la esposa de López, Irene Savegnago, quien “nunca había brindado un
amplio testimonio sobre los hechos acontecidos en el marco de la causa”.
La causa Lopez también demuestra la ineficacia del sistema de búsqueda
de cuerpos en las morgues del país. No existe un registro nacional
unificado de cuerpos no identificados, no sólo para el caso de Jorge,
sino para todas las personas que se encuentran desaparecidas.
Actualmente está “librado al azar y a la responsabilidad de cada
funcionario”, como quedó demostrado en el caso de Luciano Arruga.
Esto no es de extrañar para un Estado
que mostró, aquí en La Plata, el desmanejo que existe en la Morgue
Judicial tras la inundación del 2 de abril de 2013, y donde salió a la
luz pública que es habitual que la policía y el poder Judicial trabajen
cotidianamente en los procesos por muertes traumáticas con el
falseamiento de causales de muerte, dobles enterramientos y ocultamiento
de cadáveres.
En 2015 lo único que avanzó en la Causa
Lopez fue la investigación a funcionarios del Servicio Penitenciario
Federal por encubrimiento en la investigación y no por la desaparición
de Jorge, y por delitos con penas menores. Esto demuestra que el
Servicio Penitenciario Federal sigue siendo cómplice de los genocidas
allí alojados y que les facilitó el camino para acceder a teléfonos,
visitas irregulares y a todo aquello que sirva para planificar el
hostigamiento o la desaparición de un testigo. Estas irregularidades no
sólo beneficiaban a Etchecolatz, sinó que se extendían a otros
represores condenados con actuación en el Circuito Camps como Norberto
Cozzani, Jorge Bergés, Cristian Von Wernich y, no casualmente, a un
grupo de integrantes de penitenciarios bonaerenses, entre ello
Rebaynera, Morel, Ríos y Basualdo, hoy condenados por su actuación en la
Unidad 9 en dictadura.
Este balance impone una mirada menos
auspiciosa que lo pretendido desde los sectores oficiales como una
“política de Estado” basada en “Memoria, Verdad y Justicia”.
LA REPRESIÓN COMO POLÍTICA DE ESTADO
Desde diciembre de 1983 a esta parte
ninguno de los gobiernos constitucionales de turno efectivizó el
desmantelamiento del aparato represivo, y en todo caso se dedicaron a
maquillarlo con un barniz democrático, reequiparlo y reconvertirlo en
agente de control social: para buscar la impunidad del Genocidio en los
’80, contra el movimiento fogonero-piquetero de Menem a Duhalde y contra
toda la militancia organizada durante los Kirchner. La experiencia de
César Milani al frente del Ejército en la “década ganada”, la
duplicación de efectivos de la Policía bonaerense en la gestión Scioli y
de la compleja madeja de complicidades políticas, militares, policiales
y penitenciarias en la segunda desaparición forzada de Jorge Julio
Lopez son sólo muestras emergentes de lo que señalamos.
No es temerario afirmar que la vieja
Doctrina de Seguridad Nacional del Terrorismo de Estado ha mutado a una
política de Control Social, o “terrorismo impuro” en conceptos del
compañero Alfredo Grande. En todo caso lo desafiante de la idea exige un
esfuerzo intelectual: el mismo que llevó superar la teoría de los
“excesos”, de los “resabios de la dictadura” y del “autogobierno”
policial. En este sentido, la política represiva de la gestión que se ha
denominado el “gobierno de los Derechos Humanos” representa más del 60%
de los casi 5 mil casos de personas asesinadas por el aparato represivo
de Estado en los últimos 32 años de gobiernos constitucionales.
Las modalidades de detenciones
arbitrarias, el gatillo fácil, la tortura en sede policial y
penitenciaria, la desaparición forzada de personas, la existencia de
presos políticos, el espionaje y la represión en movilizaciones han sido
moneda corriente y creciente en la autodenominada “década ganada”. Esto
porque pese a los reiterados discursos referidos a una “mayor
inclusión”, subsiste una construcción de poder que no cuestiona en lo
más mínimo las crudas cotidianeidades de la democracia representativa y
la economía capitalistas, y en cambio se sirve de sus propios límites
para profundizar las políticas de Control Social: saturar los barrios
pobres de policías, llenar las cárceles de pobres con prisión preventiva
como pena anticipada, vaciar las políticas sociales en salud y
educación, pretender bajar edad imputabilidad como un fetiche del
discurso de “inseguridad” y un largo etcétera.
La desaparición forzada de personas se
define técnicamente como la “privación de libertad cometida por un
particular o agentes del Estado, y donde la institución ha prestado su
apoyo o aquiescencia y se niega a informar o reconocer esa privación de
libertad”.
Desde el caso del joven José Luis
Franco, detenido por la policía santafecina en Rosario el 24 de
diciembre de 1983 y cuyo cadáver apareció golpeado en un descampado;
hasta el reciente caso de Gerardo Escobar, golpeado por patovicas y
policías a la salida de un boliche en Rosario en agosto de 2015 y que
apareció una semana después en las aguas del río Paraná, podemos afirmar
que se han producido en Argentina al menos 212 casos de desaparición
forzada de personas entre 1983 y 2015.
La continuidad de la práctica de
desaparecer personas tras detenerlas se comprueba con el dato de que de
los 210 casos que se registraron entre 1983 y 2015, el 40% se dieron en
las tres gestiones del matrimonio Kirchner. Digno de su “Maldita
Policía” que nunca dejó de actuar, la provincia de Buenos Aires registra
más de un 70% de los casos.
El hecho que marca a fuego esta práctica
perversa, y que une 40 años de continuidades del aparato de poder
organizado para reprimir, es la segunda desaparición forzada de Lopez en
septiembre de 2006, porque se trata de un sobreviviente del Genocidio
expuesto como testigo en una causa de lesa humanidad que dio inicio al
proceso de juzgamiento de los crímenes del Terror de Estado con renovada
impunidad. Definen el caso el señalamiento de las organizaciones de
DDHH a la propia Policía Bonaerense, el silencio del gobierno al
respecto, pese a la gravedad material y simbólica que presenta, y la
apertura de una nueva categoría: el ex detenido-desaparecido en
dictadura, aparecido y vuelto a desaparecer en democracia.
Si en momentos de alto desarrollo de la
conciencia popular y las luchas sociales la desaparición forzada se
utilizaba especialmente como método de represión política de los
oponentes, hoy vemos que los altos niveles de desigualdad y la
continuidad de prácticas de control social hacen que las víctimas
afectadas sean en su mayoría jóvenes pobres, con instrucción básica y
sin empleo formal, que habitan las barriadas populares y son el
“enemigo” creado en todas las políticas de gestión del delito.
En todo caso podemos afirmar que en el
país de los 30 mil desaparecidos, y pese a estar tipificado en
específico desde 2011, el Estado sigue negándose a investigar las
desapariciones como tales, y en estos 32 años de democracia no ha habido
un sólo funcionario estatal condenado por desaparición forzada de
persona.
Ante este panorama, y con la experiencia
de una década marcada por la cooptación, la obsecuencia y la
institucionalización de las luchas, el desafío de las organizaciones de
Derechos Humanos, y de todos aquellos que se suman a la lucha contra la
impunidad de ayer y de hoy, sigue girando en torno a mantener la
independencia política y económica del estado y los gobiernos para
continuar denunciando. Sumado a ello se impone el desarrollo de un
profundo trabajo de base en los territorios donde la represión golpea. A
su vez se hace necesaria un proceso de debate y clarificación de la
significancia de la represión como política de Estado, para poder dar
proyección política a nuestros reclamos.
La puesta en la balanza de estos 13 años
de juicios a los genocidas ha tenido tantos vaivenes como los
alineamientos políticos de la última década. Muchas voces que destacan
el abandono de aquel rol de garante de impunidad y olvido que por una
década y media había mantenido el Poder Ejecutivo nacional, basan su
convicción de la continuidad de los juicios en que la mayoría de la
sociedad los apoya. Para nosotros, que no dejamos nunca de estar en las
calles denunciando los crímenes de Estado de ayer y de hoy, estos nuevos
12 años están marcados por la segunda desaparición forzada de Lopez y
el asesinato de Silvia Suppo, hechos sobre los que seguimos sin obtener
respuesta y que cubrió con un manto de impunidad ese pretendido proceso
de justicia.
Pero esta puesta en perspectiva
histórica del Genocidio, y de las consecuencias de la tardanza de 30
años del Estado en iniciar el juzgamiento de aquellos crímenes, parece
ser poca cosa frente a nuevas incertidumbres que se abren con la gestión
de la derecha macrista, que ha dado sobradas muestras de que posee más
apego por el emprolijamiento de la gestión para los grandes negocios que
por los procesos de Memoria. A ello se suma la nueva avanzada de los
voceros mediáticos pidiendo reconciliación impune y cuestionando los
juicios como una revancha. En general, y siempre comparando lo que se ha
avanzado con la dimensión histórica real de participación de agentes
militares, policiales y civiles en la represión, es necesario completar
esta tarea sin concesiones ni titubeos. Eso se logrará sólo con un mayor
impulso político general del proceso juzgador, que debemos imponer en
la agenda al nuevo gobierno, sumando a este reclamo todas las luchas
contra la impunidad de los crímenes de Estado en democracia.
Lo único claro es que todas aquellas
organizaciones de Derechos Humanos independientes del Estado y los
gobiernos, que luchamos tantos años por reabrir estos procesos y nos
sumamos a la lucha antirrepresiva del presente, no cejaremos en el
reclamo a partir del nuevo escenario político nacional. Debemos redoblar
la presencia en las calles y avanzar con mayor claridad en nuestros
planteos políticos sobre la impunidad de la represión de ayer y de hoy.
La primera prueba de ello será el 24 de marzo, cuando se estén
cumpliendo 40 años de inicio de la dictadura. Y un primer balance lo
tendremos en septiembre próximo, al cumplirse 10 años del segundo
secuestro de López.
30.000 COMPAÑEROS DETENIDOS-DESAPARECIDOS¡¡¡PRESENTES!!!
¡¡¡AHORA Y SIEMPRE!!!
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