En México hemos
transitado de ver a las autoridades con resignado cansancio y cierta
repulsión, a mirar a todos los políticos con agobio y rabia. Nos
indignan los crímenes injuriosos e insoportables de los últimos meses,
sumados a los asesinatos ocurridos durante los tres gobiernos
anteriores, en particular las matanzas en la administración de Felipe
Calderón y del procurador Genaro García Luna –de manera inexplicable
nadie le ha fincado responsabilidades a este exfuncionario por sus
teatros y mentiras.
Todos sabemos lo que sucede en nuestro país. Lo que
vivimos es fruto de la tremenda desigualdad histórica de nuestra
sociedad y de la corrupción. Un pequeño grupo inmenso no sólo elude de
todas las maneras posibles cumplir sus deberes (evaden impuestos con
fundaciones, residencias prolongadas fuera del país –a la manera de
Gerard Depardieu–, costosos equipos de contadores y administradores y
un sinfín de artimañas más), sino que obtiene superutilidades en
condiciones ventajosas por irregulares. Mientras, los empleados y los
trabajadores reciben minisueldos y minisalarios. Además, como sabemos
los que hemos tratado de enfrentarnos con las empresas dedicadas a
destruir el patrimonio arquitectónico de Ciudad de México (inmobiliarias
y firmas de arquitectos), los principales corruptores de funcionarios
públicos no son los políticos; son los empresarios. Este comportamiento
de los creadores de “desarrollo” en el terreno de la industria de la
construcción es exactamente el mismo en el área de los bosques, las
playas, el agua, el mar y todos los recursos susceptibles de ser
enajenados (ahí está el caso de la contaminación del río Sonora por la
minera Cananea), aunque esas riquezas representen un bien y una
propiedad colectivos. Asimismo, no pocos políticos poseen tan grandes
riquezas que no hay forma de explicarlas de manera honesta y, en el
mejor de todos los casos, son responsables de lavar dinero de negocios
ilícitos (por ejemplo, recibir porcentajes por tráfico de información
confidencial u otorgar obras a discreción).
A esto habría que agregar, en general, la
disposición de una buena parte de los mexicanos comunes y corrientes a
quebrantar normas y reglas: si con frecuencia nos pasamos el alto,
poniendo en riesgo la vida de otras personas, por qué no nos vamos a
pasar el alto en otros planos y carriles del orden y la convivencia.
Uso recreativo, El Fisgón |
Pero lo inédito del momento actual es que se ha
hecho evidente una situación radical: de un lado están las autoridades,
los políticos de todos los partidos y los grandes empresarios y, del
otro, los más pobres (campesinos, obreros y desempleados), las clases
medias y toda laya de pequeños empresarios que tratan de sobrevivir. La
mayoría de los participantes en las marchas es –unos más, otros menos–
la gente que vive al día y que ya no quiere sobrellevar su existencia
en un clima permanente de zozobra. No quiere violencia. No quiere la
patria dura. Quiere La suave patria, que también existió y existe todavía. Y al tocar esto, llegamos al fondo de la cuestión.
¿En las condiciones actuales es posible resolver el
problema de la inseguridad? Si por un procedimiento casi mágico el
gobierno lograra reorganizar las policías (para empezar pagándoles más)
y disminuyera un poco las diferencias de ingreso, ¿podríamos aspirar a
que la violencia bajara de manera sensible?
No, no sería posible.
La razón es que la fuente del problema del miedo y
la incertidumbre social, de la presencia de la dureza despiadada, no
está en México. No es México. Su origen es el drogadicto que vende
armas. Ese hombre, ese maleante, no está aquí. Está al otro lado. Está
en Estados Unidos. Es Estados Unidos, el mercado más grande de drogas y
el vendedor satisfecho y feliz de pistolas, rifles, cuchillos y toda
clase de pertrechos para matar.
Da un poco de esperanza ver una serie de TV como Breaking Bad,
donde los vecinos del norte asumen una parte no pequeña de su
responsabilidad en la producción, distribución y consumo de drogas.
Pero una golondrina no hace verano. Los del otro lado han integrado,
como nadie en el resto del mundo, a su vida social el uso de los
estupefacientes y, además, son una nación profundamente feroz. La olla
podrida de narcóticos más armas es un explosivo. La sociedad
estadunidense puede medio controlarlo por su enorme riqueza, pero para
los mexicanos es una desgracia estar junto al país donde se toma esa
sopa.
La única solución sería tratar a las drogas como
tratamos al alcohol: una sustancia estimulante permitida y un asunto de
salud pública. Sin embargo, como los políticos mexicanos sí pueden
aceptar consumir el enervante alcohol y, al mismo tiempo, se
escandalizan con el uso de los otros enervantes y piensan –aunque sean
jóvenes– como viejitos gagás, no van a echar mano del único remedio
verdadero: legalizar las drogas. Además, los empresarios estadunidenses
probablemente ya decidieron que el negocio de los narcóticos es suyo y
no permitirán que el gobierno mexicano camine en esa dirección.
Ayotzinapa sucederá, más tarde o más temprano, otra
vez, como ya ocurrió San Fernando en Tamaulipas. Lo que han creado
estos crímenes atroces es, por un lado, el tráfico de estupefacientes
hacia casi toda la Unión Americana y, por el otro, la capacidad de las
organizaciones de delincuentes para “equiparse” en las cuatro mil o más
armerías que los miembros de la Asociación Nacional del Rifle en
Estados Unidos han establecido en la frontera norte del lado yanqui. El drogadicto que vende armas está ahí, tiene muchas ganancias, sopla al fuego y no se irá.
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2015/01/25/sem-victor.html
http://www.jornada.unam.mx/2015/01/25/sem-victor.html
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