La violencia no es un cuerpo extraño en las relaciones
interhumanas. Por el contrario, es parte medular, fundante, definitoria
de todas nuestras vinculaciones. Las relaciones entre seres humanos,
entre grupos, entre naciones, están siempre marcadas por ella. Las
relaciones políticas, en tanto una de las tantas expresiones del lazo
social que nos une, están así determinadas enteramente por esa
violencia.
¿Estamos
"condenados" a la violencia entonces? Así planteada, la cuestión es una
aporía que no ofrece salida. Si somos productos históricos, queda la
esperanza de poder generar otro tipo de sujeto, no constituido en torno
al poder. El reto, que las primeras propuestas socialistas tomaron en
serio aunque no terminaran su construcción, es darle forma a eso que
hoy, todavía, parece una utopía inalcanzable: construir nuevas
relaciones de poder, concebir una nueva idea de poder. Quizá, un poder
no machista, no masculino, tal como ha sido la historia hasta ahora. El
reto está abierto.
Hay que apurarse a despejar
el equívoco de identificar violencia con hecho natural, con "esencia" de
lo humano. Sería aventurado, presuntuoso quizá -o simplemente erróneo-
afirmar con suficiencia que la historia de nuestra especie nos lleva a
extraer la conclusión que somos violentos -y por tanto egoístas,
competitivos, depredadores hambrientos de nosotros mismos- como si
respondiésemos a un supuesto instinto, a una naturaleza irrevocable. Que
hoy día el ser humano "confeccionado" en el molde de la propiedad
privada y la lucha por el poder se haya entronizado y reine victorioso,
no es suficiente para sacar la anterior conclusión. Si somos violentos
al modo que sabemos que lo somos -el hambre del que muere tanta gente,
que es no es un hecho biológico sino político, o las guerras, o
cualquiera de las interminables formas que adopta la violencia sesgando
vidas con velocidad siempre creciente- de ningún modo podemos decir que
eso responda a una presunta conformación natural. Somos así porque un
molde social determinado nos construye de esa manera. Nos alienta la
esperanza de pensar que otro molde es posible, molde que podría haber
sido el que existió en los millones de años que precedieron a las
sociedades de clases basadas en la propiedad privada, e igualmente que
podría ser el molde del futuro, dando como resultado otro tipo de
sujeto, obviamente no vertebrado en la dinámica del poder como centro de
todas las relaciones.
Si a partir de ese
molde social -construido históricamente- podemos decir hoy que la lucha
en torno al poder nos define, que es lo mismo que decir que la violencia
nos define, entonces la política, en tanto ámbito "especializado" para
el manejo de esas relaciones interhumanas, no puede dejar de ser
violenta.
"¡A las armas ciudadanos! / ¡Formad
vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! / ¡Que una sangre impura
/empape nuestros surcos!"
Este himno de guerra
-que no otra cosa es- inaugura el mundo moderno en términos políticos,
inaugura la era de los Derechos del Hombre ("Hombre" como sinónimo de
humanidad, valga agregar… ¡qué machismo!, es decir: otra forma de
violencia), era de la fraternidad, de la ¿igualdad? Pero curiosamente…
lo hace pidiendo sangre. Sin dudas podemos estar todos de acuerdo que
nadie osaría calificar a la Marsellesa, cuyo coro es el citado más
arriba, como una invitación al primitivismo sino, por el contrario, el
broche de oro de una refinada elaboración intelectual. Pero por más
"civilizada" que se pretenda, la violencia está marcando su totalidad.
La sed de sangre no puede dejar de ser eso: sed de sangre, el deseo de
terminar con el otro. Aunque la sangre en cuestión se considere "impura"
(lo cual, por cierto, debería alertarnos sobre el sentido del pedido en
juego: ¿cuándo una sangre comienza a ser "impura"?, ¿cómo y cuándo se
"purifica"?, ¿matando a quien la porta?), pedir que corra es en sí mismo
un hecho tremendamente violento. O sea que el mundo moderno,
pretendidamente "civilizado", que se levanta sobre las injusticias de
regímenes "primitivos", no deja de estar basado en la violencia más
elemental: "matemos a ese portador de sangre impura".
Las
relaciones interhumanas son siempre, en mayor o menor medida,
relaciones de poder; y el ejercicio del poder siempre está
indisolublemente ligado al recurso a la violencia. "El individuo sólo
puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma
existencia consiste en su 'ser-para-otro'. No obstante, esta relación no
es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos
igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la
propia conveniencia. Es más bien una 'lucha a vida o muerte' entre
individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el 'amo' y el otro
es el 'esclavo'", sintetiza Marcuse leyendo a Hegel. Idea de lucha, de
conflicto que dará como resultado la aparición del marxismo, quien hace
de la lucha de clases el núcleo de esa dialéctica.
Esta
dialéctica se inscribe en los términos de una lucha incesante, que se
materializa en la aplicación concreta de una metodología violenta.
Ninguna relación de dominación se establece sin la utilización de una
fuerza, disuasiva a veces, operativa otras, pero que tiene que estar
presente para afianzar que el poder es tal.
Poder
va de la mano de violencia. Hoy, igual que nuestros ancestros, gana
aquel que tiene "el garrote más grande". La famosa frase "la guerra es
la continuación de la política con otros medios", del prusiano von
Clausewitz, puede ser leída a la inversa: la política es la afirmación
de un poderío basado, entre otras cosas, en una fuerza que puede llegar a
ser usada, y que legitima la "dialéctica del amo y del esclavo". La
política -incluso desarrollada por una casta de tecnócratas
profesionales ad hoc cada vez más especializada como sucede hoy día-, la
política en sentido moderno ("arte de evitar que la gente tome parte en
los asuntos que le conciernen", según Paul Valéry) es, en otros
términos, el arte de ejercer una dominación antes de utilizar la
violencia física, aunque recordando siempre que la misma es posible.
La
dominación tiende a perpetuarse, y ello se consigue, entre otras cosas,
por medio de la coacción física. Por otro lado, el dominado tiende a
quitarse de encima la opresión, y el instrumento de que dispone para
ello es igualmente la acción violenta. Por tanto se instaura un ciclo en
el que continuidad y renovación van de la mano de la violencia. "La
historia de la Humanidad" -dirá Marx- "es la historia de la lucha de
clases", para completar la idea con la formulación: "la violencia es la
partera de la historia".
Toda formación
política -es decir: toda organización cultural- que nos hemos dado hasta
ahora los seres humanos a través de la historia de las sociedades que
instauran la propiedad privada, la división de clases -con no más de
10.000 años- es la manera como la dialéctica del amo y del esclavo se ha
corporizado, siempre con el resguardo de la fuerza, del garrote -hoy
día, del misil nuclear-. Hasta la actualidad ningún régimen político
conocido (el esclavismo de los faraones egipcios, el jefe con su consejo
de ancianos en una tribu reducida, la confederación inca o las
democracias representativas surgidas de la Revolución Francesa, por
poner algunos ejemplos) ha podido prescindir de los cuerpos de seguridad
que lo resguardan, tanto interna como externamente. Inclusive la
experiencia del socialismo real surgida en el pasado siglo no deja de
transitar la misma senda.
La organización de
las relaciones de poder entre los seres humanos legitima las
diferencias, legitimando al mismo tiempo el uso de la violencia para su
perpetuación. Para ningún pueblo conquistador el hecho de invadir, de
hacer esclavos o de saquear al derrotado fueron injusticias. Ni lo son
tampoco para el rey tener un pueblo famélico que trabaja para mantener
la opulencia de su corona, o para el empresario capitalista pagar
salarios miserables gracias a lo cual deviene millonario, o para el
jerarca del partido comunista -tal como sucedió en cuestionables
experiencias del balbuceante socialismo en sus primeros pasos- mantener
privilegios irritantes. Todo ello, en definitiva, es el resultado de las
relaciones políticas vigentes, de la forma en que se distribuye y
ejerce el poder en el seno de la comunidad. En tal sentido, entonces, la
política es la instancia por medio de la que queda organizada la
violencia dentro de la sociedad. Y ella legitima, en última instancia,
otras manifestaciones violentas, como el machismo, el racismo, el
autoritarismo.
Cuanto más compleja la
sociedad, más política; por tanto, más elaborada. Y lo mismo puede
decirse hoy a escala planetaria. El grado de complejidad de las
relaciones internacionales es abrumadoramente complicado, pero en
definitiva se sigue repitiendo el mismo principio: quien detenta el
garrote más fuerte impone las condiciones.
Los
llamados a la "paz" y la "concordia" entre los seres humanos, más allá
de buenas intenciones -no sin cierta dosis de ingenuidad quizá, ¿o de
hipocresía?- no parecen haber prosperado. Ni pueden prosperar, por lo
que la historia nos enseña. Las relaciones de poder no se negocian, no
se arreglan en encuentros "civilizados" de buena voluntad. Por el
contario, mal que nos pese, se modifican en la lucha. Los Métodos
Alternativos de Resolución de Conflictos -Marcs-, tan a la moda hoy
luego de caído el muro de Berlín, parecen haber reemplazado a Marx. Pero
más allá del llamado a una cultura de la negociación y el consenso, la
violencia sigue siendo el motor de las relaciones políticas. "Cuando
Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado
a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a
nuestros intereses, no lo haremos", pudo expresar sin empacho el
candidato de Estados Unidos a Embajador ante la ONU, John Bolton, para
expresar la idea con un ejemplo algo patético.
La diplomacia, parece, tiene límites. Y la fuerza bruta sigue siendo la opción.
Fuente, vìa :
http://www.argenpress.info/2010/09/la-politica-una-forma-de-violencia.html
http://www.argenpress.info/2010/09/la-politica-una-forma-de-violencia.html
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