En esta época en que la costumbre
es morir rafagueado, Perches, la empresa funeraria más famosa de Juárez,
bien podría acuñar un lema publicitario: «Traiga el cadáver de su ser
querido y una fotografía, nosotros se lo reconstruimos».
Cumplir el reto de dejar a los muertos como vivos es
toda una proeza, aunque Rogelio Guerrero, el gerente nocturno de la
funeraria, asegura que sí lo han hecho: «Hace una semana vino un señor a
agradecernos porque aunque el cuerpo de su familiar, un joven de
treinta y dos años, venía totalmente destrozado, le pudimos reconstruir
el rostro y se lo tuvimos dos horas antes de lo prometido». Lo dijo en
mayo de 2008, cuando Juárez aún no se convertía oficialmente en la
maquiladora nacional de muertos.
A partir de esa fecha, sin embargo, Guerrero ya notaba
el desquiciamiento de las costumbres mortuorias.
Sus principales clientes ya no eran ancianos o
ancianas muertos por vejez, sino jóvenes, en su mayoría varones,
perforados por decenas de balazos, ochenta en promedio. Las funerarias
ahora están llenas de padres que entierran a sus hijos.
«Si el cadáver se encuentra muy lastimado o
desfigurado y no hay forma de reconstruirlo, recomendamos que el ataúd
esté cerrado para que no lo vean y conserven una buena impresión del
difunto», explicó el gerente en la oficina iluminada con luz ambarina
que comparte con una veintena de ataúdes en exhibición.
Féretros confeccionados con caoba o mármol, forrados
de tela rosa o hechos de metal truqueado imitación madera, y para todo
presupuesto: desde veinte mil pesos, hasta veinticinco mil dólares para
quien prefiere un ataúd chapeado en oro.
Los diseños que más solicitan a Guerrero son los
ataúdes de madera clara con figuras religiosas labradas en la tapa como
escudos protectores, en las que Karol Wojtyla y la Virgen de Guadalupe
ganan en popularidad.
Y aunque en gustos hay variedad, entre los deudos
parece haber consenso en dos detalles: desprecian las cajas sin vidrio
protector para el rostro del ser querido al momento del último vistazo, y
nadie quiere que el indio Juan Diego sea quien acompañe al bienamado
por toda la eternidad.
En Juárez la industria de la muerte floreció en 2008
al mismo ritmo que se levantaron edificios funerarios de varios pisos,
tan amplios como hospitales. El negocio se hizo evidente con el
transcurso del año; si para el Día de Reyes moría asesinada una persona
cada veinticuatro horas, según las bitácoras judiciales, para Navidad
eran ocho y para la Candelaria de 2009 eran doce los caídos diariamente.
Uno de cada cuatro narcoasesinatos del país sucedieron
en el estado de Chihuahua; casi todos en Juárez.
Muchos, por supuesto, olieron el negocio. En las
escenas del crimen pronto aparecieron vendedores de sodas y frituras
para alimentar a los infaltables mirones –algunos niños tienen grabados
«ejecutados» en sus celulares– o vendedores de camisetas con el lema
«Visite Juárez» y un cadáver estampado.
El registro fúnebre juarense cerró 2008 con 1,607
homicidios −entre ellos el del reportero que llevaba la cuenta de los
muertos− y señaló a la ciudad como la más violenta del continente. Ese
amontonadero de cuerpos en una ciudad de un millón trescientos mil
habitantes equivaldría, según demógrafos locales, a que en el Distrito
Federal hubieran baleado a treinta y cinco mil personas.
Tanta estúpida masacre hizo indispensables a
personajes como el embalsamador Juan López, que bien podría asegurarse
un papel en películas tipo Kill Bill, donde el
espectador tiene que cubrirse para que la sangre no lo salpique.
López trabaja en otra sucursal de Perches, no muy
lejos de la oficina de Guerrero, escondido de la vista de los dolientes,
en una sala a la que se entra por atrás de la recepción pasando por un
laberíntico pasillo mal iluminado y un patio donde entran carrozas
fúnebres.
Es el embellecedor de cadáveres más rápido de la
funeraria y de todo Juárez, según presumió sin modestia, y la noche que
lo conocí me dijo que tenía tanto trabajo que no había podido tomar
descansos.
Su molestia no es la gran cantidad, porque recibe paga
por cuerpo, sino las nuevas complicaciones del oficio. Si antes tardaba
una hora en reparar un difunto cualquiera, cada rafagueado le puede
tomar el doble de tiempo, y a manos inexpertas llevarles medio día. Si
antes arreglaba dos ejecutados por semana, ahora recibía hasta seis por
día y algunos, como una mujer policía que reparó, atravesados hasta por
ciento veinte balas.
La violencia agregó complejidad a su trabajo. Ya no se
trata sólo de vaciar meticulosamente las venas antes de que la sangre
descomponga el cuerpo, ni de coser cada herida con sus manos de cirujano
plástico de muertos, ni de inyectar formol por la carótida para luego
bañar, peinar, maquillar y vestir al difunto. Durante las velaciones, él
y su equipo tienen que colarse a las capillas a mitad del velorio para
revisar, de manera discreta, que el cuerpo no escurra el líquido
inyectado, por las destrozadas venas.
En ocasiones recibe muertos tan estropeados que sin
una foto no podría imaginar cómo tenía la nariz o si acostumbraba llevar
bigote. Pero, como buen profesional, sabe que la ropa se encarga de
cubrir las heridas imposibles y que en los casos perdidos debe enfocarse
en reconstruir rostros. Se esmera mucho en su trabajo porque sabe que
la última impresión que la gente se lleva del difunto depende de su
habilidad para reconstruirlo.
Eso sí, como en todo oficio hay límites; él se declara
incompetente para arreglar a decapitados o calcinados.
«La familia me habla y me pregunta: “oiga, ¿se va a
poder ver mi familiar?”, y un noventa por ciento de veces se puede pero
la reconstrucción necesita mucho tiempo», dijo esa noche de inusual
ocio, no por falta de material de trabajo sino porque la morgue estaba
sobresaturada y sus clientes detenidos en el embotellamiento.
No sería la última vez que tomaría un respiro así.
Durante 2008 cuatro veces la morgue colapsó y los
cadáveres tuvieron que esperar turno para autopsia.
La matanza de rafagueados que abarrotaron las
funerarias aumentó a pesar de que ese año el gobierno federal envió dos
mil quinientos soldados y policías federales para llevar a cabo el
Operativo Conjunto Chihuahua contra el crimen organizado, y que para
2009 lanzó la versión reloaded, con siete mil quinientos militares más,
porque las muertes no cesaban (y siguen sin parar).
Ese año, la ciudad engendró toda suerte de relatos
aterradores, todos ellos verídicos.
Está, por ejemplo, la historia del hombre de la calle
Champotón que, cansado de encontrar por las mañanas un tiradero de
muertos afuera de su negocio colocó un macabro letrero: «Prohibido
arrojar cadáveres o basura», En noviembre, uno de los cadáveres tirados
en el terreno fue el de su hija, el hombre no lo vio porque ya había
sido asesinado.
Otro ejemplo es aquel de la mujer del Valle de Juárez
que miró pasar un perro con una extraña pelota entre los dientes y
descubrió que la maraña redonda, pegajosa, color carne, era la cabeza de
un hombre; o la de los bachilleres que descubrieron, colgado de una
reja cerca de la escuela, un cadáver con máscara de cerdo; o la de los
puentes en los que amanecen hombres sin cabeza; o la de la niña
sacrificada cuando un hombre en fuga la utilizó como escudo antibalas.
Cuando conocí a López, el embalsamador ya estaba
inquieto por la facilidad con la que en esta ciudad se aprietan los
gatillos. Decía molesto que los sicarios ya se estaban «excediendo» en
las ejecuciones.
Ningún juarense salió intacto del reguero de sangre.
Para diciembre de 2008, miles de familias se habían mudado de ciudad;
cientos de negocios trabajaban a cortina cerrada y luz apagada; los
jóvenes habían abandonado la vida nocturna; los parques quedaron en
desuso; las escuelas adelantaron vacaciones; los maestros tomaron cursos
para evitar extorsiones; los reporteros estrenaron chalecos antibalas y
todo el que pudo hizo su vida a reja cerrada.
«Queda uno traumado de ver tantos muertos. Cuando
trabajo pienso en mis hijos en que estas personas no se vayan a
confundir», dijo López preocupado aquella noche en la que, al final de
la entrevista, me pidió que tachara su nombre verdadero y que simulara
que se llamaba Juan López. Le parecía que había hablado de más y que
había que cuidarse de los vivos y no de los muertos.
En la calle pasó una camioneta con un narcocorrido a
todo volumen.
Cuando confesó su preocupación por la muerte que
rondaba cercana, más cerca de la calle que de la funeraria, se quedó
pensativo, moviendo inquieto sus hábiles manos de ilusionista que
reconstruye personas en Juárez, una ciudad que bien necesita una
reconstruida profunda, no sólo de rostro.
Las capillas velatorias estaban en penumbras. Los
muertos no habían llegado, seguían atorados.
La guerra por Juárez
Editorial Planeta / Temas de Hoy
Alejandro Páez, Marcela Turati, José Pérez-Espino,
Sandra Rodríguez, Ignacio Alvarado Álvarez,
Miguel Ángel Cháhez Díaz de León y Enrique Lomas
Ciudad de México, 2010, Segunda
Edición.
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