Salvador Allende, ese día 11 de
septiembre, se convirtió en un gigante moral, no sólo para América
Latina, sino también para el mundo entero. Es difícil encontrar a una
persona de mi generación, en cualquier país del mundo, que ese día no se
haya conmovido con la batalla de La Moneda y el gesto heroico y
consecuente del Presidente, en contraposición con Augusto Pinochet, que
ha encarnado, a través de la historia, la peor alimaña que haya
producido el género humano.
Junto a la muerte de Allende, acaecida hacia las dos de la tarde de ese fatídico día, falleció la república de Chile, para reemplazarla por una monarquía neoliberal, regentada por la Concertación y la Alianza. Lo que los sociólogos describen como “la revolución pinochetista”
no es más que el travestismo de los líderes de la Concertación, del
socialismo latinoamericanista, al más miserable y cruel de la
explotación por el mercado, convirtiendo la vida humana en general en
bienes de consumo y que iniciaban en el darwinismo de “sálvese quien
pueda”.
Salvador Allende encarna, a mi modo de
ver, dos grandes concepciones valóricas: la primera, la república laica y
pluralista – no en vano, su personaje más admirado era su abuelo, Ramón Allende Padín,
llamado “el rojo”, debido a sus convicciones laicas – y, la segunda, la
relación entre el socialismo y la democracia, entendida como una
interacción dialéctica, en que la una se nutre de la otra. Cualquier
persona que siga y profundice en los discursos de Allende, podrá
constatar la insistencia de su concepción de la vía chilena al
socialismo, en base a métodos democráticos y, además, subrayando el
pluralismo – la idea de la alianza entre laicos radicales, marxistas y
cristianos revolucionarios -.
El Presidente Allende perteneció a la
generación de los años 30, cuando un grupo de jóvenes idealistas –
socialistas y anarquistas en la FECH, y cristianos, en
la U. Católica – jugaron un papel fundamental en la caída de Carlos
Ibáñez del Campo y que más tarde produjo políticos brillantes en el
Parlamento y en el Ejecutivo. En la época republicana, el senado y la
cámara de diputados eran verdaderas escuelas cívicas: los jóvenes que se
iniciaban en la política preferían ir a la galería del senado a
escuchar a Radomiro Tomic, a Salvador Allende, a Eduardo Frei Montalva y
a Raúl Ampuero, entre otros valiosos oradores, que asistir a “la
rotativa de un biógrafo” – como llamaban a las salas de cine en ese
entonces -. Hoy, a nadie se le ocurriría asistir a la “torta de moka”
construida bajo las órdenes del tirano a escuchar monosílabos e
incoherencias, además de mutuos apitutamientos.
Mis padres, Rafael Agustín Gumucio y Marta Rivas
eran directos amigos de la familia Allende, aun cuando habían tomado
caminos distintos – La Falange y el socialista, respectivamente -. En la
república, a diferencia de la monarquía presidencial, existía verdadera
amistad cívica y, además, Chile era un país mucho más pobre, sencillo,
menos atropellador y prepotente como el de hoy, en que los políticos
eran auténticos servidores públicos y “no se servían al público”, por
consiguiente, la sociabilidad era más abierta, cercana y humilde. Desde
mi infancia he conocido muchos personajes – hoy figuras históricas –
tanto políticos, como escritores; Salvador Allende gozaba de un sentido
del humor y una forma de reírse de sí mismo, que hoy, en el Chile
pedante y frívolo, ha desaparecido; le encantaba disfrazarse de
distintos personajes y entraba, muchas veces, por la ventana de la casa
de mis padres, aterrando a todos sus moradores – un día cuando nos
invitó a su casa, en Algarrobo, conocimos “el huasito” una chalupa que,
ni siquiera, se le podría dar el nombre de bote y que la derecha lo
denunciaba como un lujoso yate -.
La visión pluralista de la Unidad Popular
era defendida con dientes y muelas por Salvador Allende y le costaba
entender por qué el Mapu, una escisión de la Democracia Cristiana,
insistía en definirse como marxista-leninista cuando debiera haber sido
el canal que agrupara a los cristianos por el socialismo. Algo parecido
le pasabas con la Izquierda Cristiana que, de reformismo, propio de la
Democracia Cristiana, se pasó al ala más izquierdista de la Unidad
Popular.
Uno de los aspectos, muy importante por
cierto, de la actuación de Allende en su gobierno dice relación con el
respeto de la deliberación al interior de los partidos que integraban la
UP, como en las decisiones que debía tomar el gobierno respecto a cada
coyuntura; se trataba de hacer lo contrario de la forma de conducir el
Estado por parte de los reyezuelos llamados Presidentes de la república –
por ejemplo, Eduardo Frei Montalva nombró a su gabinete en un fundo, en
los alrededores de Santiago, con poca consulta a su partido único,
mientras que Salvador Allende lo conformó con el acuerdo de todos los
partidos de la Unidad Popular -.
Quizás, un buen homenaje a Allende sería
emprender la refundación de la república y en este plano no hay donde
perderse: el camino es convocar a una Asamblea Constituyente, por medio
de la cual el pueblo, único detentor de la soberanía popular, construya
una Carta Magna que fije las reglas de la segunda república de Chile,
esta vez, ojalá, revolucionaria y social.
Vía:
http://www.elciudadano.cl/2013/09/01/80661/a-cuarenta-anos-de-la-muerte-de-la-republica/
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