La matanza de al menos 34 mineros huelguistas por disparos de la policía, perpetrada el 16 de agosto en una mina de platino cerca de Johanesburgo, con sus reminiscencias de la más brutal represión de la época del ‘apartheid’ ha puesto de manifiesto un cáncer que lleva años gestándose. Ha sido como el despertar del sueño que alentó la lucha de Nelson Mandela durante toda su vida: construir sin revanchismos contra la minoría blanca una Suráfrica libre, estable, justa, igualitaria y próspera, con un nivel de vida sin parangón en el continente. El baño de sangre de Marikana, y los movimientos de protesta subsiguientes, revisten ese viejo sueño con un preocupante ropaje de pesadilla.
Dieciocho años después de las primeras elecciones multirraciales que acabaron con la supremacía blanca y entregaron el poder a quienes la combatieron durante décadas (el Congreso Nacional Africano –ANC–, de Mandela), algunos grandes indicadores de desarrollo económico han escalado posiciones de forma espectacular. Tanto que, con frecuencia, se añade la S de Suráfrica a las siglas que identifican a los países emergentes más pujantes, los BRIC: Brasil, Rusia, India y China.
El presidente, Jacob Zuma, ante las numerosas protestas por la carencia o mal funcionamiento de servicios públicos esenciales, se defiende con la enumeración de las millones de viviendas construidas, el suministro de agua corriente y electricidad a millones más, el descenso del índice de pobreza y los supuestos buenos resultados para combatir la pandemia de sida. Son cifras maquilladas, engañosas, casi un espejismo. Chocan con la percepción de la realidad por la mayoría de la población, y con noticias frecuentes de miles de escuelas sin luz, agua y libros de texto, de hospitales en los que los cortes de energía obligan a los cirujanos a terminar operaciones con la ayuda de linternas o móviles, o de pésimo funcionamiento del transporte público.
Los avances producidos, cuya importancia se realza si se comparan con la situación de los países vecinos, están sin embargo muy lejos de lo que habría resultado lógico si la enorme riqueza (sobre todo en metales preciosos) que atesora el país, y que durante el ‘apartheid’ estuvo totalmente controlada por la minoría blanca y por grandes compañías extranjeras, se hubiera redistribuido con criterios de justicia y equidad para mitigar una injusticia de siglos. Tanta estadística se queda coja ante un dato escalofriante, el que está en el origen del aumento imparable del descontento popular: que Suráfrica es el país del mundo con un mayor índice de desigualdad, el que experimenta una mayor diferencia entre la pequeña minoría de privilegiados y la inmensa mayoría de desheredados.
Este modelo de desarrollo, que choca frontalmente con el sueño de Mandela, se ha consolidado en parte por el temor a que, si los blancos eran expropiados y dejaban la gestión de los grandes negocios, estos se vendrían abajo. Pero, sobre todo, el factor determinante ha sido la emergencia de una generación de magnates negros, apoyados en el aparato del ANC, sindicatos incluidos, que han pactado con la élite anterior y con los grandes inversores internacionales para repartirse el pastel a costa del bienestar general. El contagio ha llegado a todos los niveles de la Administración donde quienes tienen una cuota de poder, por mínima que sea, lo utilizan con excesiva frecuencia para su propio beneficio. Lo peor de todo es que no es visible un deseo firme de Zuma, su Gobierno y el ANC por poner coto a esta rapiña.
Resulta llamativo, si no escandaloso, que un sobrino del presidente y un nieto de Mandela, administradores de una mina de oro, estén procesados por enriquecimiento ilegal. Pero más discordante aún es que uno de los dirigentes históricos del ANC, Cyril Ramaphosa, que en algún momento sonó como heredero natural de Mandela, y que presidió el Sindicato Nacional Minero, sea hoy, sin abandonar su relación con el partido gobernante, un hombre de negocios multimillonario que forma parte del Consejo de Administración de la empresa británica propietaria de la mina cuyas condiciones laborales están en el origen de la matanza de agosto.
Se explica así que la protesta de Marikana, que pretende que se dupliquen los reducidos salarios de unos mineros que trabajan y viven en condiciones penosas, se haya radicalizado al margen de los sindicatos oficiales y se extienda de forma imparable al conjunto del sector, que aporta el 20% del Producto Interior Bruto del país.
Estos sindicatos se han aburguesado, son percibidos por muchos trabajadores como socios económicos de los empresarios, y contribuyen a replicar un modelo político hacia el que se escora el ANC, cuya máxima representación es el Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano, que logró mantenerse 62 años en el poder y que con el paso del tiempo se hizo cada vez menos revolucionario y más institucional.
Dentro del partido gubernamental, cuya fuerza se mide con el 66% de los votos que obtuvo en 2009, se empiezan a manifestar signos de fractura y disidencia que podrían afectar a su posición dominante, aunque no a corto plazo. Más que a la oposición institucional Alianza Democrática (17% de sufragios), el aparato del ANC debería temer a gente como Julius Malema, ex líder de las juventudes del partido, del que fue expulsado por insubordinación, convertido en cabeza visible de la protesta de los mineros y que defiende una línea de acción “pacífica pero radical y militante” que convierta las minas en ingobernables, para forzar a negociar a la propiedad. De momento, el movimiento huelguista minero se extiende a otras explotaciones, con cierre de muchos tajos, frecuentes incidentes violentos y un goteo de víctimas que enciende los ánimos y aumenta el riesgo de una nueva masacre. La incertidumbre ha disparado ya desde el 16 de agosto casi un 20% el precio internacional del platino, metal precioso del que Sudáfrica atesora el 80% de las reservas mundiales conocidas.
Manema pide alzas inmediatas y espectaculares de salarios, la nacionalización de las minas y la dimisión urgente del presidente Zuma, cuyo estilo de vida polígamo y derrochador censura y que se enfrentará en diciembre a una cita crucial para renovar su liderazgo en el ANC y poder así aspirar a la reelección. Tendrá algunos rivales de peso, deseosos de hacerle la cama de la misma forma que él se la hizo a su predecesor Thabo Mbeki. Pero, a fin de cuentas, el resultado de esa disputa interna no tendrá mayor importancia si no lleva aparejado un cambio de rumbo (que debería manifestarse ya en la gestión de la crisis minera) que evite que el ANC termine corriendo la misma suerte que el PRI mexicano, pero mucho antes. Ese viraje no tendría por que ser complejo: bastaría con recuperar el sueño con el que Mandela deslumbró un día a sus compatriotas y al mundo entero.
Luís Matías López
Vía:
http://www.librered.net/?p=21139
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