La agresión irresponsable a La Jornada,
ahora convalidada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no
debe examinarse como asunto de libertad de expresión. En nombre de esta
libertad, para defenderla, necesitamos deslindarla claramente de este
asunto criminal.
Hace años padecí en carne propia los excesos de la libertad de
expresión. Prensa local de Oaxaca publicó una calumnia infame contra mí,
que desmentí de inmediato. Las aclaraciones recibieron espacio
apropiado. Sin embargo, meses después, desde lo que puede considerarse
fuego amigo, una revista nacional publicó un refrito: la nota original
sin la refutación del infundio. El daño quedó. La carta aclaratoria que
publicó la revista en la sección correspondiente no pudo repararlo.
Poco después del episodio me tocó estar en un panel con uno de los
periodistasque habían participado en el desaguisado. Aproveché la ocasión para reiterar que los remedios contra esos riesgos podían ser peores que la enfermedad y debíamos seguir cuidando una libertad que en México conseguimos con inmensa dificultad.
Por muchos años, en el marco del debate sobre el derecho a la
información, presenté argumentos sobre el desequilibrio evidente entre
la libertad de expresión y la capacidad de expresión. Aunque quedara
plenamente garantizada la más completa y total libertad de expresión,
seguiríamos enfrentando profunda desigualdad en la capacidad de usar esa
libertad, que obviamente no se reduce a la posibilidad del grito
individual y aislado.
Derecho de información y libertad de expresión no son aperturas a la
algarabía y el ruido, a la convivencia en Babel. Al contrario.
Introducen orden y criterios democráticos en sistemas que tienden
naturalmenteal ruido incoherente y homogeneizador, porque en ellos la libertad de expresión se concibe y ejerce en la práctica como si fuese derecho mercantil de patente o de marca. El sistema de comunicación dominante se apoya en la atomización de los individuos para dar a todos, en su intimidad, el tratamiento medio, como exigencia ruidosa a la homogeneización de esos átomos sociales, lo cual trae consigo una falta de respeto a la persona humana y a sus condiciones reales de existencia, y representa finalmente la negación de esos derechos y libertades.
No es esto, en todo caso, lo que está en juego en el caso de la agresión contra La Jornada,
de la que ahora se ha hecho cómplice la Suprema Corte. No es siquiera
la cuestión de la democracia liberal que enarbola Enrique Krauze como
coartada de sus afiliaciones e intereses. Bajo el manto de la libertad,
con argumentos que pretenden defenderla en los términos
constitucionales, acabamos de presenciar un paso más en la
profundización del ejercicio autoritario que nos agobia cada vez más y
coarta todas nuestras libertades.
Paso a paso, rigurosamente, la Suprema Corte se ha estado
alineando con los otros poderes constituidos en una operación que
convierte lo que queda del estado de derecho en privilegio de clase.
Nuestra Constitución y sus leyes principales fueron fruto de una
revolución popular y contenían reivindicaciones sociales claras: a pesar
de sus limitaciones, podían utilizarse para proteger derechos y
libertades de los ciudadanos, de las mayorías. Se les ha estado
desmantelando para subordinar más fácilmente la sociedad entera a
intereses específicos.
El Estado es cada vez más claramente un conglomerado de sociedades anónimas, expresión de intereses privados y gremiales, en que los partidos representan a facciones rivales de accionistas que se reúnen periódicamente para elegir un consejo de administración aceptable para todos. Como nos advirtió Foucault, es ingenuo pensar que en ese contexto las leyes estén hechas para ser respetadas y que jueces y policías se ocupen de que se les respete. No se trata de organizar la paz y arreglar conflictos, sino de una batalla perpetua en que han de prevalecer privilegios de clase. Las leyes mismas y los aparatos que las hacen valer operan para que ciertas personas y organizaciones puedan violar impunemente la ley y los demás, la mayoría, puedan ser agredidos y castigados… en el marco de la ley.
Por varios años La Jornada ha estado mostrando ese escenario. No es consuelo, ante la agresión de estos días, saber que se encuentra en la misma condición que todos los agraviados, a quienes ha dado voz y visibilidad en sus páginas. Aunque es reconfortante saberse del lado de la gente, no lo es reconocer el desastre: el sistema judicial mexicano, desde su más alto nivel, sigue otorgando licencias para el crimen tanto al gobierno como a los mal llamados
El Estado es cada vez más claramente un conglomerado de sociedades anónimas, expresión de intereses privados y gremiales, en que los partidos representan a facciones rivales de accionistas que se reúnen periódicamente para elegir un consejo de administración aceptable para todos. Como nos advirtió Foucault, es ingenuo pensar que en ese contexto las leyes estén hechas para ser respetadas y que jueces y policías se ocupen de que se les respete. No se trata de organizar la paz y arreglar conflictos, sino de una batalla perpetua en que han de prevalecer privilegios de clase. Las leyes mismas y los aparatos que las hacen valer operan para que ciertas personas y organizaciones puedan violar impunemente la ley y los demás, la mayoría, puedan ser agredidos y castigados… en el marco de la ley.
Por varios años La Jornada ha estado mostrando ese escenario. No es consuelo, ante la agresión de estos días, saber que se encuentra en la misma condición que todos los agraviados, a quienes ha dado voz y visibilidad en sus páginas. Aunque es reconfortante saberse del lado de la gente, no lo es reconocer el desastre: el sistema judicial mexicano, desde su más alto nivel, sigue otorgando licencias para el crimen tanto al gobierno como a los mal llamados
poderes fácticos. Se consagra así la ignominia al servicio de la codicia como sistema de gobierno.
Vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/26/opinion/019a1pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/26/opinion/019a1pol
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